"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Contra el cielo

CONTRA EL CIELO SALVADOR ROBLES MIRAS “Miles de momentos, de horas y días, miles de acciones, un sinfín de actos, de intentos, de errores, de palabras y pensamientos, todo ello para formar a una persona en el mundo… Una persona que es tan fácil de destruir”. David Grossman “Los criminales piensan que el pasado puede borrarse; por eso creen en el asesinato. Piensan que cuando han matado a alguien, ya han acabado con él; pero no siempre puede intimidarse a los muertos: algunos de ellos incluso crecen en la tumba” Stephen Vizinczey “La pena es pura y sagrada” Anónimo “Matar no es defender una idea, es simplemente matar” Stefan Zweig PRÓLOGO Cuando el autor de estas páginas me pidió que prologara ‘Contra el cielo’, pensé que se estaba equivocando de persona. ¿Acaso una cronista política, acostumbrada a los dimes y diretes y a las peleas sobreactuadas de los gestores de la cosa pública, tiene especiales virtudes para captar la esencia de una novela sobre el amor como motor de la vida y sobre los abismos del sufrimiento? Porque ése y no otro es el tema de esta obra, que, no obstante, actúa en una doble vertiente en la conciencia del lector. Además de recordarle que la esperanza, aunque sea en su más nimia expresión, en un soplo casi imperceptible, brilla incluso en las circunstancias más extremas, también sirve como reflexión sobre el fanatismo ideológico como agente destructor de las relaciones humanas. Sirve también, empero, como crónica viva y vivida de la corrosiva acción del terrorismo de ETA durante cuarenta años sobre el tejido social vasco. No es una novela sobre ETA (en la obra, la Organización) ni sobre la endiablada complejidad de la política vasca que, como recuerda uno de los personajes, no parece estar en Euskadi al servicio de la gente sino más bien al servicio de su crispación y de su mutuo recelo. Es una novela sobre personas y sentimientos con el telón de fondo de un país dividido y embrutecido, anestesiado y sobrecogido, por la pervivencia en pleno siglo XXI de una banda asesina que pega tiros y pone bombas. Una novela de amor (de todas las clases de amor) pintada sobre un lienzo embarrado por las consecuencias de la intransigencia y la ignominia. Y ésa es, creo barruntar, la razón por la que Salvador Robles me propuso que escribiera unas líneas de bienvenida a su novela, mi labor de años como testigo de esa ignominia desde la sección de Política de un periódico muy parecido, seguro, al que da trabajo a Alicia, el personaje más luminoso y esperanzador, en mi opinión, de ‘Contra el cielo’. Sólo puedo, pues, atestiguar que la ficción que se cuenta en estas páginas está inspirada en una dolorosa realidad. La novela que ha escrito Salva respira verdad por todos sus poros. Ése es, por cierto, uno de los aspectos más conmovedores de la obra, la búsqueda de la verdad, una verdad tan sublime que hasta tiene nombre propio en la novela, la verdad de Ainara. Se trata de hacer justicia, sí, pero no del ojo por ojo sino de hacer resplandecer la verdad. Y verdad, insisto, es lo que destila la historia de Rubén Levi, el judío, el librero, el que ve quebrada su racionalidad por el embate aleatorio del destino, pero, sobre todo, el padre. No es necesario ser un avezado observador de la realidad vasca durante los últimos diez o quince años –basta con haberla vivido- para asignar nombres, rostros, noticias, historias y tragedias reales a los torturados personajes de ‘Contra el cielo’. ¿Será Libre Albedrío un trasunto de la librería donostiarra Lagun, atacada una y mil veces por los intolerantes? El coche que explota en el Barrio Azul se hizo pedazos de verdad en otro barrio menos literario, menos novelesco y bien conocido para mí y también para el autor de esta novela. Aún recuerdo cómo me sentí sacudida entonces al tomar conciencia de que tres jóvenes habían muerto despedazados a pocos metros de mi mesa de trabajo. Y, sobre todo, cuánto me costó ponerme en el lugar de los padres de esos chicos. Uno de ellos, se contaba, era un estudiante modélico y ejemplar del que no cabía sospechar ninguna actividad subversiva… Verdad, en fin, es lo que se filtra entre las líneas de ‘Contra el cielo’. ¿Quién no tiene en Euskadi un primo, un hermano, un suegro, un amigo en el lado oscuro? Aunque la oscuridad dependa de la subjetividad de cada uno. ¿Quién no se ha levantado de la mesa en alguna celebración familiar malograda por las disputas políticas? Y atestiguo el complejo mapa de muchas familias vascas, donde la ideología política pesa a veces más que el apellido. No daré nombres, sólo dos casos que sus protagonistas me han contado en estos años. El de la sobrina de un destacado dirigente nacionalista, ennoviada con el hijo de otra destacada dirigente radical, preso por kale borroka. O el de las dos ramas de una misma estirpe, una de honda tradición socialista, la otra envuelta en mil y una causas en los juzgados por presunta colaboración con ETA. El lector podrá, pues, sentirse reconocido en ‘Contra el Cielo’, en cualquiera de sus dos vertientes. Podrá, porque el drama que sirve de marco a la novela es, y sigue siendo, real. Y porque el drama de los personajes de la historia es, y será siempre, aterradoramente humano. A medida que iba conociendo a Rubén Levi me acordaba de Hannah Arendt, la filósofa alemana de origen judío perseguida por los nazis. Y creo, humildemente, que esta cita suya –de ‘Eichmann en Jerusalén’ (Barcelona, Paidós, 2005)- rematará mejor que cualquiera de mis palabras este pequeño puente hacia la novela de Salvador Robles y les llevará de la mano hasta ella, hasta su disfrute. “Nunca en mi vida he amado a ningún pueblo ni colectivo, ni al pueblo alemán ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera ni a nada semejante. En efecto, sólo amo a mis amigos y el único género de amor que conozco y en el que creo es el amor a las personas”. Olatz Barriuso Periodista de “El Correo Español-El Pueblo Vasco” PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN Escribir este prefacio ha supuesto un reto complicado para mí. ¿Cómo estar a la altura de la grandeza de esta obra? ¿Cómo conseguir transmitir lo que su lectura supuso en mi vida? Contra el cielo es una novela magistral en la que Salvador Robles disecciona con habilidad el alma humana y nos empuja a asomarnos a sus profundidades, a penetrar en la esencia del sufrimiento, a empatizar con el terrible desconsuelo de un padre que pierde a su hija en una explosión de un coche en Villa del Norte y que bien podría encarnar la aflicción de cualquier padre o madre del mundo en unas circunstancias similares. Es una obra que nos despierta y desasosiega planteándonos reflexiones trascendentes sobre la sinrazón del extremismo ideológico y el terrorismo que juegan con la vida dejando tras de sí un horrible halo de muerte y dolor. Es una historia que llega muy adentro del lector, que roza su conciencia, sus entrañas, una novela que en algunas de sus partes duele y provoca más de un suspiro auténtico, que deja poso y se queda anclada en nuestros recuerdos. Comentado [1]: Tengo una duda seria sobre si esto sobraría o si ves bien que aparezca o incluso echas en falta algún dato más sobre el contexto de la obra. Pero no quisiera dar una falsa imagen del cariz de Contra el cielo, pues lejos de ser una lectura negativa, a pesar de las circunstancias trágicas que viven sus protagonistas, Salvador ha conseguido introducir un mensaje nítido de optimismo, una luz refulgente, abordando de una manera ejemplar algunos temas fundamentales: el amor, protagonista absoluto, ese sentimiento único que cimenta la vida, que aporta las bases necesarias para no tambalearnos, que siembra esperanza donde todo podría darse por perdido… (Sin amor no se puede vivir, Rubén); la lucha por el honor, una batalla extrema que enfrenta al protagonista, a ese padre en el que podemos ver a todos los padres del mundo azotados por la crueldad de un dolor tan injusto como infinito, a defender con coraje la verdad, la verdad de Ainara; la esperanza, tan útil, tan necesaria, tan valiosa...; la degradación moral de la sociedad (pero ¿desde cuándo las personas decentes tienen que demostrar que no son indecentes?); la paz, tan vapuleada y maltratada como ansiada... Y, cómo no, porque esa es la impronta de Salvador Robles, en mi opinión, su huella más profunda, es esta una novela de valores, de los más valiosos, de los más nobles, de los que dignifican al ser humano y convierten a quienes los defienden y representan en héroes admirables. Requiere una mención especial el estilo literario del autor, sencillo, limpio, depurado, sin excesivas florituras, que en numerosos pasajes de esta novela, muchos de ellos auténticas radiografías del sufrimiento, llega a fundir la prosa con la poesía en descripciones de gran intensidad que llevarán al lector a reducir el ritmo de lectura, o incluso a detenerla, para ser más consciente de lo que Salvador le presenta, para mirar en su interior, para reflexionar, para, al fin y al cabo, parafraseando a Kafka, experimentar la ruptura de ese mar helado que todos llevamos dentro. Ha escrito Salvador una obra para degustar con calma, leer, releer, subrayar…, para encontrar en cada personaje que aparece, en cada diálogo, en cada pensamiento entrecomillado una reflexión certera y de enorme calado sobre la naturaleza humana. Decía Carl Sagan que «un libro es la prueba de que los seres humanos son capaces de hacer magia». Bendita magia la que hacen autores como Salvador Robles que, sin que necesitemos movernos del lugar de la lectura, consiguen que conozcamos múltiples dimensiones del ser humano y con ello se derrumben barreras de nuestra mente, prejuicios, se amplíen nuestros horizontes y nos hagamos más sabios, más libres, más auténticos; en definitiva, mejores. Gracias, Salvador, por aportarnos tanto con la riqueza de tu literatura. Berta Carmona, escritora y editora 1 Dionisio apenas necesitó unos segundos para contar el dinero que había en la caja registradora de su tienda de golosinas. “Menos que ayer y más que mañana”, se dijo, resignado, mientras, arrastrando los pies, rodeaba el mostrador para dirigirse a la puerta de la calle a echar la persiana. No pudo hacerlo porque, a un metro de la puerta, una atronadora explosión lo despegó del suelo. “¡Dios mío!”, exclamó antes de perder el conocimiento sepultado bajo un alud de cascotes, cromos, frutos secos y caramelos, muchos caramelos. El mundo de Dionisio se había venido estrepitosamente abajo. Eran las nueve de la noche del segundo lunes de junio de uno de los primeros años del milenio. Un minuto antes de la explosión, un todoterreno de color rojo se había detenido frente a la tienda de Dionisio, al otro lado de la calzada, a un par de metros de la marquesina de la parada de autobuses de la calle Azul, en la periferia de la Villa del Norte. En el momento en que una mano fina de largos dedos abría la puerta trasera del vehículo, éste saltó hecho pedazos por los aires. Cuatro personas perdieron la vida en el siniestro: los tres ocupantes del automóvil, que murieron en el acto, y Dionisio, quien falleció en el hospital diez días después a causa de las heridas sufridas. Horas antes de que el Ministerio del Interior lo confirmara de manera oficial, en cuanto el tam tam del boca a oreja propaló el rumor de que en el suceso habían muerto tres de los miembros del comando Bravo, uno de los más cruentos de la Organización, la opinión pública se barruntó que no se trataba de un atentado, sino de un accidente, quizás un ajuste de cuentas del destino. Varias horas más tarde, ya bien entrada la noche, el rumor se convirtió en noticia. Los más de cincuenta kilos de explosivos que transportaba el coche habían estallado de manera fortuita, y los muertos pertenecían a la Organización. 2 Noventa minutos antes de que se produjera la explosión en la calle Azul, a unos tres kilómetros de distancia, en el centro de Villa del Norte, Encarna Ríos, una vendedora del periódico callejero El Sereno, había colocado el trigésimo octavo ejemplar del día a la joven estudiante que todas las semanas le compraba al menos uno. Por cierto, ¿cuál sería su nombre? Encarna se prometió a sí misma que la próxima vez se lo preguntaría. Una clienta así se merecía algo más que el rutinario ‘Dios se lo pague’ con que despedía a sus clientes ocasionales. La joven, además, no se limitaba a comprarle El Sereno, la envolvía en una mirada fraternal mientras le entregaba el importe, y le sonreía, y, a veces, hasta le posaba la mano en el hombro. Se merecía un “Dios se lo pague” nominal. Encarna, que creía en Dios y en los ángeles y en los duendes y en los fantasmas y en las brujas y, por encima de todo, en la fuerza formidable del amor, presentía que esa muchacha estaba destinada a hacer algo grande en este mundo. Cada vez que la amable joven se detenía ante ella para tenderle el importe del periódico, Encarna se sentía inundada por una oleada de bienestar. “Esta muchacha es tan buena que hasta el sudor le huele a bondad. El aura jamás engaña, a mí no”, se dijo Encarna el día de autos, un minuto antes de interponerse, con los periódicos extendidos hacia delante, en el camino de una mujer de aspecto sofisticado cuyas joyas y ropa de alta costura proclamaban a los cuatro vientos la clase social a la que pertenecía. La mujer, al llegar a la altura de Encarna, apartó de un manotazo el fajo de periódicos, y siguió su camino, sin mirar siquiera a la vendedora. Aunque Encarna estaba acostumbrada a la indiferencia de la mayoría de sus potenciales clientes y al desprecio de alguno de ellos, la actitud soberbia de la mujer enjoyada la irritó de tal manera, que estuvo tentada de marcharse a casa sin vender los dos periódicos que todavía le restaban para completar los cuarenta. Faltaban veinticinco minutos para las ocho de la tarde, y, haciendo de tripas corazón, se obligó a permanecer otro rato, no más de media hora, para tratar de cumplir el objetivo laboral mínimo que se fijaba cada día. Encarna empezaba su jornada de trabajo alrededor de las ocho de la mañana, unos minutos antes de que la Biblioteca Municipal abriera sus puertas a las decenas de estudiantes que hacían cola en la entrada; a las dos de la tarde, iba a casa a comer... sola (¿a qué hora comería su amor marinero?); reanudaba la faena a las cuatro y media, y no daba el trabajo por concluido hasta que vendía cuarenta periódicos, ni uno menos, cifra que, por término medio, alcanzaba en torno a las siete. Con la cantidad que le reportaba la venta diaria de El Sereno, a Encarna le bastaba para ir tirando. No necesitaba más, aunque, si se lo hubiera propuesto, le habría resultado sencillísimo recaudar una suma mayor. Para ello, sólo hubiese tenido que aceptar las limosnas que le ofrecían algunos viandantes con problemas de conciencia. Pero ella jamás aceptaba ninguna limosna. Su dignidad se lo prohibía. Encarna Ríos era una trabajadora, no una mendiga. El lunes, 10 de junio, víspera de San Bernabé, no pudo vender los cuarenta periódicos preceptivos. Si bien lo había intentado con más tesón que otros días –sonrisa va, sonrisa viene, ora en versión zarzuela, ora en versión copla- le fue imposible conseguirlo, como si algún malévolo envidioso con poderes paranormales le hubiese echado el mal de ojo. Hacia las ocho menos veinte de la tarde, una vieja muy vieja le compró a Encarna el periódico número 39. Ya sólo le quedaba uno. Quizá esos dos mocetones barbudos que acababan de doblar la esquina se animarían a comprárselo. Qué ilusa eres, Encarna. Vaya tipos más antipáticos. Ni siquiera la miraron a la cara cuando les recitó, con entonación rumbera, el nombre de El Sereno, como si pasaran por delante de un perro sarnoso o un saco de basura, y no de una persona humilde que trata de ganarse la vida honradamente vendiendo periódicos en la vía pública. ¿En qué se ganarían la vida ellos? No pudo morderse la lengua. -Gracias por vuestra amabilidad, caballeros –dijo con socarronería. El menos alto, que llevaba unas gafas de sol, se detuvo a menos de un metro de Encarna, giró la cabeza con exasperante lentitud, inclinó el tronco hacia delante, y, cuando sus ojos estuvieron a la altura de los ojos de la mujer, se quitó las gafas y la miró durante unos segundos, sin pestañear. Encarna no abatió los párpados por orgullo, aunque su primera intención fue apartar los ojos de semejante mirada. Una mirada gélida, como si los ojos perteneciesen a un robot o, ay, a un muerto. -Vamos, Fran, no merece la pena; entremos en uno de estos dos bares –dijo el otro. -Vosotros sí que no merecéis la pena. En cuanto pronunció la frase, Encarna se arrepintió. Los clientes eran sagrados, los reales y los virtuales. El virtual de hoy es el real de mañana, y viceversa. El hombre menos alto hizo mención de replicar a la vendedora, pero, en el último momento, optó por calarse de nuevo las gafas oscuras y seguir los pasos de su compañero, quien acababa de entrar en el bar de La Dehesa. El encontronazo con los dos desconocidos acrecentó el malestar de Encarna, quien, por primera vez en los últimos cinco meses, al cabo de un rato, poco después de que la joven amable la saludara con la mano antes de adentrarse a paso rápido en la Biblioteca Municipal, decidió marcharse a casa sin haber vendido los cuarenta periódicos. 3 A las nueve menos un minuto de la noche del 10 de junio, el automóvil ocupado por tres presuntos miembros de la Organización se detuvo en la calle Azul, en la misma parada en donde un autobús interurbano acababa de recoger a un grupo de viajeros, frente al decrépito edificio cuya planta baja todavía albergaba la tienda de golosinas de Dionisio, otrora el comercio más frecuentado por la chavalería del barrio. Un edificio que, pese a su ruinoso estado actual, en su día, había dado nombre a la calle y, poco después, al barrio. El flamante inmueble, sin embargo, edificado con unos materiales de ínfima calidad, a los treinta y tantos años de su construcción, empezó a mostrar los primeros síntomas de una vejez precoz, la cual, a la vuelta de unos calendarios, degeneró en un estado terminal. El material barato con el que se había construido la casa, paradójicamente, salvó las vidas de los otros residentes, quienes habían ido abandonando sus viviendas durante los meses precedentes, conforme las goteras y las paredes agrietadas les fueron advirtiendo de la inminencia del desahucio; el penúltimo en abandonar el edificio, Raimundo, el vecino del segundo piso, se marchó un mes antes de la tragedia. Dionisio, el soltero más famoso del barrio (quería casarse a toda costa, quizá esa fuese la razón de que todas las pretendidas, que fueron muchas, le dieran calabazas), quien vivía en el primer piso del edificio azul celeste desde que lo trajeron al mundo, hacía casi siete lustros, se prometió a sí mismo que ni siquiera las excavadoras y las demoledoras enviadas por el Ayuntamiento quebrantarían su voluntad de permanecer hasta el fin de sus días en la casa en la que llevaba viviendo desde que su progenitora lo parió, tras un increíble embarazo, a los cuarenta y ocho años, cuando, con cinco abortos espontáneos en veinte años, la mujer había perdido la esperanza de ser madre. “Si yo también me voy, ¿qué será de los recuerdos que habitan entre estas cuatro paredes? Aquí murieron mis padres, y aquí moriré yo. Lo juro por Dios. De esta casa sólo me sacarán de cuerpo presente”, proclamó Dionisio a grito pelado, dominado por la indignación, a los emisarios del gobierno municipal que lo visitaron unas semanas antes de la tragedia. A las nueve en punto, la puerta trasera del coche se abrió, y, en el momento en que uno de los ocupantes se disponía a apearse del vehículo, éste saltó hecho pedazos por los aires. Al cabo de unos segundos, el inmueble de fachada renegrida antaño color celeste, golpeado por la onda expansiva en el centro de su ser, se desplomó como un toro al que le acaban de asestar la puntilla. Dionisio quedó tendido delante del mostrador, con el cuerpo cubierto de cascotes, polvo, trozos de madera, chicles, cromos de futbolistas y de animales, garbanzos torrados, pipas, regalices y caramelos, muchos caramelos. El cielo contra el que se recortaba el edificio azul, luminosamente despejado antes de la explosión, quedó velado por una densa humareda, como si, de repente, la negrura se hubiese abatido sobre el azulado barrio. A los diez minutos, el lugar había sido tomado por la policía, los bomberos y los sanitarios. Entretanto varios agentes, guiados por perros, rastreaban la zona en busca de las pistas que les condujesen hasta otros miembros de la banda, voluntarios de la Cruz Roja se afanaban en recuperar los cuerpos despedazados de los supuestos terroristas, y varios bomberos procedían a rescatar a Dionisio de entre los escombros del edificio azul. Las televisiones y las emisoras de radio interrumpieron su programación para dar cuenta del espectacular suceso. Durante la larga noche que un periodista radiofónico con inquietudes literarias bautizó con el nombre de noche de luna negra, todas las cadenas, sin excepción, al igual que la prensa escrita lo hizo al día siguiente, notificaron que en la explosión habían muerto tres miembros de la Organización, en concreto, dos hombres y una mujer. Se desconocía oficialmente la identidad de los interfectos, aunque según fuentes dignas de todo crédito, podrían formar parte del denominado comando Bravo, el más sanguinario de la banda terrorista, responsable de al menos una veintena de atentados. 4 Unos minutos más tarde de lo habitual, a las nueve de la noche, en el mismo instante en que se abría una de las puertas traseras del vehículo ocupado por los presuntos terroristas, a tres kilómetros, Rubén Levi bajaba la persiana de su librería, Libre Albedrío, sita en el casco antiguo de la ciudad. Sin que hubiese una causa precisa que lo justificase, la mano de Rubén que sostenía la llave se quedó paralizada a escasos centímetros de la cerradura de la persiana de rejilla, como si un cataclismo hubiese estremecido los cimientos sobre los que se sustentaba su mundo interior. En el Barrio Azul, el ocupante del coche siniestrado no había conseguido posar el pie en tierra. Aunque la barahúnda de la calle y la distancia imposibilitaban que Rubén hubiese podido oír el eco de la explosión, notó una punzada en el estómago, como si el destino le hubiese sacudido un golpe bajo, el mismo síntoma que, cuatro años atrás, precedió al presentimiento más funesto de su existencia y, ay, también el más certero. Exceptuando los meses que siguieron a la muerte de su esposa, en los que el paranoico temor a perder también a su hija lo convirtió transitoriamente en un hombre medroso que veía peligros por doquier, Rubén jamás había sido propenso a dar pábulo a las preocupaciones infundadas, por eso le conmocionó tanto la que en esos momentos articulaba su pensamiento. Sin que ningún motivo racional pudiese explicarlo, supo que había ocurrido una tragedia. Una tragedia cuyos efectos apuntaban al corazón de su ser. Ojalá que la macabra sensación que le embargaba fuese fruto del cansancio o de un presagio infundado, ojalá, pero... Sólo recordaba haber tenido una sensación análoga una vez en la vida, hacía cuatro años, cuando su esposa murió en un extraño accidente de tráfico, de camino al hospital donde iba a someterse a una sesión de radioterapia. Se obligó a pensar en algo más alentador, y, al instante, apareció en su mente la imagen de su hija, tarareando el estribillo de una de las canciones favoritas de la joven: ‘Dicen que es verdad, que su alma está...’ Una canción que, sin embargo, acrecentó la sensación de desasosiego de Rubén. Sacudió la cabeza a izquierda y a derecha, en un intento por desembarazarse de los vagos temores que le asaltaban. Como no lo consiguió, optó por recurrir a una estrategia más juiciosa. Levantó la persiana y entró en la librería. Intuía que sólo recuperaría la calma cuando oyera la voz de Ainara al otro lado del hilo telefónico. Esperó al quinto pitido, y colgó el auricular un segundo antes de que el sonido de su propia voz le respondiera desde el contestador automático. Miró el reloj. Las nueve y tres minutos. Qué raro. En época de exámenes, a esa hora, su hija acostumbraba a estar ya en casa. Rubén solía regresar a su domicilio andando, pero esa noche decidió tomar un taxi. Le habían entrado las prisas. A paso rápido, casi al trote, de camino a la parada de taxis situada a unos doscientos metros de la librería, alzó la vista al cielo, y comprobó que las previsiones meteorológicas se estaban cumpliendo al pie de la letra. Dentro de unos minutos, la luna llena brillaría en el firmamento despejado. “Una noche espléndida que invita a la quietud, y, sin embargo, estoy hecho un manojo de nervios”, se dijo mientras alargaba la zancada para impedir que alguien se le adelantase y cogiera el único taxi que había en la parada. En cuanto subió al vehículo, sin concederse ni siquiera unos segundos para recuperar el resuello, le preguntó al taxista si se había producido algún suceso en los últimos minutos. -Se refiere usted a lo de siempre, ¿no? –el taxista, de mediana edad, bastante grueso, giró la cabeza hacia Rubén antes de poner en marcha el coche. -A lo de casi siempre, o a lo de vez en cuando, o a lo de casi nunca. Los precedentes, ahora, no son relevantes. -No serán relevantes para usted, no te fastidia. Para otros ciudadanos sí que lo son. -Perdone, me he expresado mal, o usted no me ha entendido. La falta de relevancia de los precedentes aquí y ahora, no les resta ni un ápice de relevancia en otro contexto. -Así está mejor. -¿Qué ha ocurrido? -Lo de casi siempre, lo habitual, lo de vez en cuando... Las noticias son confusas. Han dicho hace un par de minutos en la radio que se ha producido una explosión tremenda en el Barrio Azul. Tremenda. Ese es el calificativo que ha empleado el locutor. -¿Está se-se-seguro de que...que... ha sido en el Barrio Azul? –balbuceó Rubén, con el rostro demudado. -Segurísimo. En cualquier otra ciudad, la gente de bien pensaría que se había producido una explosión de gas o algo parecido, pero no en ésta; aquí, cuando se registra una explosión, los ciudadanos se santiguan o se cagan en Dios, dependiendo de que sean creyentes o no. En Villa del Norte, las explosiones accidentales escasean, casi todas suelen ser causadas por la mano de algún hijo de puta que se escuda tras la bandera del patriotismo. Maldigo su patria, su ascendencia y... su descendencia también. Los muy cabronazos no pararán hasta que consigan sus objetivos, y como da la casualidad de que, en lo esencial, coinciden con los del Partido Nacionalista del Norte, pues... ¿Usted que opina? –Rubén, sumido en sus tortuosos pensamientos, parecía abstraído. El taxista miró por el espejo retrovisor- ¿Le ocurre algo, señor? -No. ¿Por qué me lo pregunta? -Porque está tan pálido como una figura de cera. ¿Se marea? Voy a parar... -No, siga. -Acabo de comprar el coche, a plazos por supuesto, y me jodería que vomitara encima de los asientos. Pararé... -¡Continúe! –ordenó Rubén elevando la voz. -No se sulfure, hombre, el taxímetro también lo detendré. Le vendrá bien tomar un poco de aire fresco. -No pare, se lo ruego, y no se preocupe por los asientos, no tengo por costumbre vomitar dentro de un coche. Mi palidez se debe a un mal presentimiento, y sólo me desharé de él cuando lleguemos allí. -Iré un poco más rápido, entonces... Por cierto, allí ¿dónde es? Ni siquiera le he preguntado a dónde vamos. Discúlpeme. -Discúlpeme usted a mí, que no se lo he dicho. Lléveme a la calle de la Montaña. -¿En el Barrio Azul? -En el Barrio Azul. -Entonces, vamos bien por aquí. Le ha picado la curiosidad, ¿eh? -Por desgracia, sí. Vivo allí. -Discúlpeme. -No se preocupe. El taxista aprovechó la parada ante un semáforo para examinar con más detenimiento a su pasajero, y lo que vio a través del espejo retrovisor interno reafirmó aún más si cabe su propósito locuaz. Llevaba en el coche a un hombre con quien podía despacharse a gusto sin correr el riesgo de ser mandado a freír gárgaras o de ser interrumpido cada dos por tres. Y como las oportunidades de los nacionalistas estatales para desahogarse de tanta frustración política, a la sazón, no menudeaban mucho en Villa del Norte, no tardó ni medio minuto en exponer su peculiar visión del conflicto que padecía el país desde hacía decenas de años. -En esta puñetera comunidad vivimos de sobresalto en sobresalto y tiro porque me toca. En mi modesta opinión, la única solución al problema del terrorismo consistiría en permitir que se celebrase la cacareada consulta popular que con tanto ahínco piden de boquilla los partidos nacionalistas a todas horas y, de vez en cuando, la Organización a tiro en la nuca. Pero, eso sí, una consulta con una pregunta clara, sin dar lugar a las interpretaciones interesadas: “¿Quiere la independencia? ¿Sí o no?” Menuda sorpresa se llevarían los unos y la otra cuando conociesen los resultados. Sorpresa y chasco. Está usted muy callado, señor. ¿Le molestan mis comentarios? Nada más verle, he supuesto que usted no es nacionalista, pero tal vez me haya equivocado. -Tranquilo, no se ha equivocado. El taxista resopló con aparatosidad. -Me quita usted un peso de encima. En los últimos instantes, había empezado a pensar que era uno de esos sujetos que resta importancia a la violencia que practica la banda porque, ya sabe, hay que situarla en un contexto histórico y bla, bla, bla, uno de esos tipos que tanto abundan en este país de idiotas...y de cobardes. -Y de valientes. -Bastantes menos que los cobardes. Si lo sabré yo... Aquí entran personas de toda clase y condición, y le aseguro que los idiotas, los nacionalistas fanáticos, y los cobardes, son las clases que más abundan entre. Yo tengo la radio siempre encendida, o sea, que se puede decir que vivo los atentados casi en directo, pues bien, cuando llevo a un cobarde no nacionalista en el coche, ni siquiera se atreve a condenar el acto en mi presencia. ¿Sabe usted por qué? -¿Por miedo? -Exacto. Temen que yo pertenezca al bando de ellos, de los independentistas que llaman al terrorismo lucha armada. ¡Cobardes, más que cobardes! -Quizá no abran la boca por prudencia. -¿Prudencia ha dicho usted? ¡Y un cuerno! En cuanto les mencionas el Athletic de Bilbao, el Real Madrid o el Barcelona, no hay Dios que los haga callar. Saben que con el fútbol no corren ningún riesgo. ¡Si serán cobardes los hijos de la gran puta! -Modere su vocabulario, hombre. Las madres no tienen la culpa de la falta de valentía de sus hijos. -¿Eso cree usted? -Lo creo, además, el fútbol provoca en esta sociedad más trifulcas que la política. -Exacto. Porque de política sólo se atreven a hablar los de siempre, los que se sienten seguros porque defienden la misma ideología que los violentos. Pero yo no me callo ante sus bravatas, no hago como otros colegas que cierran el pico cuando trasladan a un cliente nacionalista... Quizá se esté preguntando cómo saben mis colegas que llevan a un nacionalista radical en el taxi. Nada de dotes adivinas, es más sencillo de lo que parece: a ésos, a los nacionalistas radicales, se les nota a la legua, porque la ideología les sale hasta por las orejas; además, los nacionalistas fanáticos no suelen ser tan callados o prudentes como usted. Hablan por los codos... de nacionalismo, claro, o lo que es lo mismo, de una historia escrita a la medida de sus...de sus... ¡No me sale la palabra, leches! -¿Imaginación? -No. La tengo en la punta de la lengua... -No importa, le he entendido. -¡Cabronazo! ¿Ha visto el adelantamiento que ha hecho ese tío? Si será hijo de la gran... ¡Delirios! Esa es la palabra que buscaba. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Le decía que los nacionalistas radicales no paran de hablar de sus delirios, que ellos llaman historia. Además, resulta curioso oírlos, que no escucharlos, con oírlos es suficiente, porque se repiten como el ajo, como si todos hubieran aprendido la lección en la escuela de don Bartolo, la madre que lo parió. O recitabas el pasaje de la Historia Sagrada de corrido, sin equivocarte en ni una sola palabra, o el muy mamón te daba de hostias. Así eran antes algunos maestros, que no se andaban con chiquitas. Conque no sabes la lección, ¿eh? Ven para acá, chaval. Y te ponían entre sus rodillas y te atizaban con la palmeta en el pandero, allí, delante de toda la clase, alguno incluso se meaba en los pantalones entre las risas de sus condiscípulos y la mirada ardiente de don Bartolo. ¿Para qué demonios he sacado a colación al mariconazo de don Bartolo? Ah, sí, por lo de la lección de memorieta. Todos los alumnos repetíamos lo mismo, todos los que nos librábamos de los palmetazos. Pues a los nacionalistas radicales les pasa tres cuartos de lo mismo. Uno piensa por todos, y todos dicen lo que ha pensado uno. Y pobre del que no lo diga. ¡Qué borregos! Rubén se abstrajo de la verborrea incansable del taxista y se sumió en sus pensamientos, o sea, en Ainara. Lo devolvió al aquí y ahora una pregunta imperiosa del taxista. -¿Ha visto el cartel ese que cubre la cristalera de la sucursal bancaria? Rubén giró el cuello demasiado tarde. Daba igual. Había visto demasiados carteles cubriendo parcial o totalmente las cristaleras de comercios y las fachadas de edificios, carteles en los que se hacía apología del terrorismo, sin que nadie moviera un dedo para retirarlos. Nadie, ni siquiera él. De tanto ver, dejas de ver, aunque otros, los visitantes, vean y saquen conclusiones sobre la clase de valores que prevalecen en esta comunidad. -Ese, en concreto, no lo he visto, pero otros sí. Supongo que sería un cartel con un texto reivindicativo de la causa de los presos, ¿no? -De los presos políticos, que no de los otros. A los presos comunes que les den por el culo. Presos políticos. Tururú. ¿Desde cuándo el que asesina por la espalda a un hombre desarmado es un preso político? -No debería serlo, pero lo es. En Villa del Norte las palabras no significan lo mismo que en otras comunidades. Aquí los violentos han impuesto un lenguaje, que, luego, los pacíficos siguen al pie de la letra. -Aquí tragamos con todo. No me extraña que uno de los personajes más populares de las fiestas patronales sea el Gargantúa. Rubén volvió a guardar silencio para tratar de refrenar el desatado verbo del taxista. Empezaba a dolerle la cabeza. Pero el taxista, en vena parlanchina, no estaba dispuesto a callarse. -Antes de que mis ojos se estrellaran contra ese cartel de marras le estaba hablando de algo... ¿De qué? -Pues no lo recuerdo. Lo siento. Tengo un dolor de cabeza espantoso. El taxista, propenso a padecer jaquecas, se apiadó de su cliente y guardó silencio durante el resto del viaje. Conforme el vehículo se aproximaba al Barrio Azul, Rubén Levi notaba en el pecho y en las sienes cómo las palpitaciones incrementaban en ritmo y en intensidad. Su corazón era un pelele a merced de las imágenes tenebrosas que giraban, como una noria, en su pensamiento: Un coche bomba es explosionado por unos terroristas al paso de un objetivo, y la onda expansiva alcanza a varios peatones, entre ellos, una joven que regresaba a casa después de una intensa jornada de estudio en la Biblioteca... Un coche bomba es explosionado por unos terroristas al paso de un objetivo, y la onda expansiva alcanza a varios peatones, entre ellos, una joven que regresaba a casa después de una intensa jornada de estudio en la Biblioteca.... En cuanto el vehículo tomó la curva que desembocaba en la calle de la Montaña, Rubén pidió al taxista que parara en cuanto pudiera. Éste pudo una vez que remató con una expresión tabernaria, a modo de resumen, lo que pensaba sobre los nacionalistas radicales. -¡Cabrones, más que cabrones! –exclamó, al mismo tiempo que frenaba con brusquedad delante de un paso de cebra. Rubén le entregó un billete de diez euros, abrió la puerta del coche y corrió en pos de una mujer de mediana edad que, veinte metros más adelante, en bata y zapatillas de casa, caminaba presurosa por la acera. -Le sobran varias monedas, señor –le gritó el taxista. -Tómese un café. -Café, copa y puro. Muchas gracias, buen hombre. Suerte –gritó el taxista sacando la cabeza por la ventanilla del vehículo. 5 -¿Qué ha sucedido, señora? –preguntó Rubén Levi al llegar a la altura de la mujer, quien, arrastrando los pies, se dirigía, hacia el lugar de los hechos, al final de la calle, en donde, en torno a un cordón policial, ya se habían congregado centenares de curiosos. -Dicen que un coche ha estallado allí, en Azul –la vecina, sin dejar de caminar, señaló con el brazo hacia delante-, y que hay tres muertos, los tres ocupantes del vehículo. Ha sido espantoso. Estaba sentada a la mesa de la cocina y, ¡pum!, del susto se me ha escurrido de las manos el tazón de galletas maría remojadas en café con leche que estaba tomando, mi cena de todos los días del año. Por un momento, he pensado que había llegado el fin del mundo. Se rumorea que iban tres terroristas en el coche. -Si los rumores son ciertos, señora, el fin del mundo ha sido..., el fin del mundo para tres personas. ¿Ha habido más víctimas? -Al parecer, Dionisio, el de la tienda de golosinas, está atrapado entre los escombros, aunque tampoco se sabe con certeza si habrá alguna otra víctima. A pesar de los pesares, hemos tenido suerte... He oído en la radio que, un par de minutos antes de la explosión, un autobús había recogido a los viajeros que aguardaban en la parada, unos diez o doce... ¿Vive usted por aquí? Su cara me resulta conocida. -Sí, en esta misma calle. -Seguramente, nos habremos cruzado por el barrio en más de una ocasión. -Es probable. -Le decía que, después de todo, ha habido suerte porque el coche explotó en la parada poco después de que se alejara el autobús con un montón de pasajeros. Y prefiero no pensar en lo que habría pasado si a esos perturbados se les hubiera ocurrido detenerse doscientos metros más adelante, en la plaza de San Agustín –la mujer se santiguó- ¡De buena nos hemos librado! -Yo me quedo aquí, señora. Ha sido un placer. Espero que nos volvamos a ver en otras circunstancias menos dramáticas. -¡No me diga que no va a acercarse al lugar de la explosión? En la radio han descrito el espectáculo como dantesco. -El tópico de costumbre. Cuando se produce un suceso o un atentado en el que se registran varios muertos, el espectáculo siempre es dantesco, y en los espectáculos dantescos, a lo sumo ves cadáveres. ¿Y qué se puede hacer por los cadáveres además de recogerlos? -Y aunque pudiéramos, yo no movería un dedo por ayudarles, a esos sí que no. ¿A quién se le ocurre circular por la vía pública con un coche cargado de explosivos? ¿A quién? A ellos, sólo a ellos. Antes, por lo menos, antes...antes... -Mataban a quien tenían que matar, ¿no? -Yo estoy en contra de la violencia, de toda la violencia, venga de donde venga, pero... -No tema, señora, diga lo que tenga que decir, sin rodeos. -Le decía que yo lo que quiero es vivir en paz, y jamás me ha parecido bien que maten a la gente, pero antes no hacían estas cosas, antes mataban a..., en fin, que esto es un desastre. -¿Quiere decir usted que antes mataban mejor? -Dicho así suena muy fuerte, me refiero a que antes no mataban a inocentes. Escogían a sus objetivos, casi siempre entre los militares y la policía, y hacían un trabajo limpio, si se puede calificar de limpio el arrebatar la vida a un semejante; pero es que de un tiempo a esta parte les importa un bledo quién sea la víctima, como si es María Santísima... Fíjese en esos desalmados –la mujer señaló con el índice hacia el fondo, donde imaginaba que se encontrarían los cadáveres de los ocupantes del vehículo-, circulando por una calle céntrica con un coche cargado de explosivos. Estas cosas antes no pasaban. Han perdido el sentido de la realidad. -Han perdido la vida. -Me refería a los responsables de la banda esa. Y dicen que luchan por la libertad de este pueblo. Que traten de engañar a otra, porque, después de esto, a no ser que en el comunicado que hagan público nos pidan disculpas a los vecinos del Barrio Azul, conmigo que no cuenten. -Adiós, señora. -¿De verdad que no se anima a venir? -No, señora, no me animo. Lo veré en la prensa o en el telediario. -No es lo mismo verlo por los ojos de otros que por los propios. Además, con un poco de suerte, a lo mejor hasta nos sacan en la tele. Seguro que habrá un montón de periodistas de la televisión haciendo preguntas entre el público. El truco consiste en ponerse frente a ellos y adoptar un gesto apesadumbrado con un pañuelo enjugándote unas imaginarias lágrimas. Se trata de representar un papel. Yo, así, ya he conseguido salir dos veces en la pequeña pantalla. -No tengo ningún interés en salir en televisión. -¿Tampoco le interesa ver de cerca los daños que ha causado la explosión en los edificios colindantes? Además, dicen que todavía no han levantado los cadáveres de los tres... los tres... desgraciados. -No, señora, no me interesa. Además, mi hija me está esperando en casa. -Entonces, será mejor que se vaya. No sabe usted la suerte que tiene de que alguien le esté esperando en casa. Se lo digo yo, que de espera desesperanzada sé un rato largo, demasiado largo.... y ancho. ¿Su mujer no le aguarda? -Ya no. Murió. -Ah, claro, ahora caigo. Usted es el librero judío, y su mujer era Arantxa, la hija de los Ibarra, ¿no? –Rubén asintió-. Tan joven y ya viudo, porque me supongo que seguirá siendo viudo, ¿no? -Sigo, sí. Mi mujer no ha resucitado y yo no he vuelto a casarme. -La vida, a veces, es muy cruel. Arantxa murió en un extraño accidente, ¿no? -En un accidente, sí. -Extraño, ¿no? -Para mí sí que lo fue. -¿Qué es lo que ocurrió? –preguntó la mujer entre cuchicheos. -Ocurrió que mi mujer murió en el accidente. -Ah, sí, murió. Lo siento mucho, señor... -Rubén Levi. -Mi nombre es Blanca. Blanca Asensio, más conocida por la Solitaria. ¿No ha oído usted hablar de mí? -Pues...no, creo que no. -¿Seguro? –Rubén negó con la cabeza-. Será el único, ya que en este barrio me conocen hasta las ratas. La desgracia nunca pasa inadvertida. Algunos convecinos dicen que estoy loca, y tal vez tengan razón. Loca de amor..., por falta de amor, más bien. -He de subir a casa, señora, mi hija me espera. Ojalá que encuentre el amor que busca. -A mis años, sólo puedes encontrarte ya con la muerte. -No desespere. Hasta otro día. Rubén estrechó la mano de Blanca. -Ha sido un placer hablar con usted, señor Levi. Adiós, ya nos veremos por el barrio. -Seguro que sí. Adiós. 6 La puerta del piso tenía echado el doble pestillo. Ainara, por lo tanto, no había regresado, y pasaban varios minutos de las nueve y media. Rubén Levi se dirigió a grandes zancadas al salón; al fondo, a la izquierda, en medio de la penumbra, junto a la silueta de la lámpara de pie que semejaba la figura tiesa de un centinela, parpadeaba la lucecita del contestador automático del teléfono: dos llamadas. Dominado por una extraña ansiedad, encendió la lámpara con la mano izquierda al mismo tiempo que con la derecha pulsaba la tecla para escuchar el primer mensaje. Un mensaje decepcionante: Naroa, una amiga de Ainara, anunciaba que llamaría más tarde. El segundo mensaje acrecentó el desasosiego del librero. Era un tal Julián, dueño de una voz grave, algo cascada, de hombre maduro, que rogaba a Ainara que le llamara enseguida. ¿Quién sería? Rubén trató de calmar la inquietud que le embargaba sembrando de lógica el pensamiento: “Si está a punto de llegar, no tiene sentido hacer una llamada. Cuando surge un imprevisto, siempre avisa, y como esta vez no ha avisado, pronto estará en casa. Se habrá quedado estudiando hasta la hora del cierre de la Biblioteca, y ha decidido volver andando. Eso es. Ha aprovechado la espléndida noche para venir paseando despacio, muy despacio, tan despacio, que todavía se encuentra a unos centenares de metros del barrio. Y si ha llegado ya, atraída por el gentío congregado en Azul, habrá ido a averiguar lo que sucedía, y una vez allí, habrá caído en la telaraña verbal de alguna de las cotorras del vecindario. Dijo que volvería pronto y pronto volverá. ¿De qué te preocupas entonces, Rubén? Si le hubiese ocurrido algún percance, ya te habrías enterado. De las noticias malas no se libra ni Dios, se extienden como la pólvora.... ¿La pólvora?” La avalancha de argumentos lógicos, sin embargo, no había aplastado los malos augurios de Rubén, los cuales, agazapados en la frontera de la consciencia, aguardaban su oportunidad para suplantar las cábalas que se desviasen un par de neuronas del sendero de la lógica. En su insólito estado de inquietud, cualquier conjetura se le antojaba verosímil, incluso la que, en otras circunstancias, le hubiese parecido digna de Norberto, un cliente devorador compulsivo de libros, que no buen lector, la persona más aprensiva que había conocido en la vida. Y esto es lo que le resultaba inquietante a Levi. ¿Por qué daba pábulo a unos razonamientos a los que, en otras circunstancias, sólo les hubiera dedicado los segundos necesarios para deshacerse de ellos? ¿Por qué, Rubén, por qué? Consultó el reloj. Las diez menos veinte. Marcó sin ninguna esperanza el teléfono móvil de Ainara. Apagado, como era previsible. Cuando está de exámenes, el teléfono móvil no existe para ella. Encendió como un autómata el televisor, y subió el volumen. La titubeante racionalidad de Rubén enmudeció de repente, acogotada por la visión trágica que las palabras del presentador del telediario proyectaba en su pantalla mental. El corazón, azuzado de nuevo por una oleada de conjeturas de mal agüero, galopaba frenéticamente. Pugnó por acallar sus horripilantes cábalas tarareando una canción, cualquier canción, pero la que le vino a la cabeza fue una balada, de un romanticismo exacerbado, que le devolvió a tiempos pretéritos mucho más venturosos que los actuales, y, por contraste, le sobrevino un ataque agudo de nostalgia. Entró en la cocina, abrió la nevera, cogió un cartón de zumo y regresó al salón, en donde le recibieron los aullidos que profería una mujer al reencontrarse, en el escenario de un programa de televisión, con su hermano, de quien no sabía nada desde hacía más de veinticinco años. No recordaba haber puesto el televisor, quizá lo habría dejado encendido Ainara. ¿Ainara? No, habría sido él sin darse cuenta, o, tal vez, llevaba encendido desde por la mañana; se sentó en el sofá y fue cambiando de canal con el mando a distancia. En dos cadenas habían interrumpido la programación para informar del suceso. Las noticias eran confusas. Una afirmaba que habían muerto cuatro presuntos terroristas cuando se disponían a aparcar un vehículo cargado de explosivos en el Barrio Azul, y la otra aseguraba que los muertos eran los tres ocupantes del coche, sin especificar si pertenecían o no a la Organización, y que un tendero de la zona se encontraba en estado crítico. Ninguno de los dos canales disponía por el momento de imágenes del lugar del siniestro. En cuanto Rubén notó el runrún de la voz interior, la cual le describía con crudeza lo que acontecía en su imaginación, se puso en pie de un salto y trató de reproducir las contorsiones que había visto ejecutar a un yogui en el libro-vídeo Cómo mantener la forma sin perder la cabeza, en un intento desesperado de que un proceder tan insólito distrajera a su pensamiento de lo otro; pero como sus músculos, ofendidos ante semejante exigencia, le expresaron su disconformidad con un amago de tirón, optó por el movimiento y la música. Mientras daba vueltas incesantes por el salón, trató de entonar los acordes de una canción, más apropiada que la anterior, y esta vez su memoria musical no le defraudó. En efecto, empezó a tararear “Mediterráneo”, de Juan Manuel Serrat, la canción preferida de Arantxa, su esposa difunta. Y la imagen de Arantxa nadando en el Mediterráneo disipó por unos momentos sus abstrusos temores. A las diez y cuarto, la preocupación se había adueñado de Rubén sembrando el caos en su sistema nervioso. Tenía que hacer algo, sí, pero ¿qué? Decidió bajar a la calle. 7 Entre los centenares de curiosos que se apiñaban delante del cordón policial, al final de la calle de la Montaña, Rubén distinguió a Visi, una de las mejores amigas de Ainara, quien iba acompañada de un joven con el pelo cortado al cero al que no recordaba haber visto nunca por el barrio. El joven rapado, con un aro en cada oreja, a lo pirata, ostentaba en la pechera de la camisa una pegatina en la que se reclamaba el acercamiento de los presos políticos a las cárceles de la comunidad. Junto a la pareja, una madre veinteañera balanceaba el tronco adelante y atrás para tratar de dormir al niño de corta edad que sostenía entre los brazos. Nadie quería perderse el pavoroso espectáculo. -Buenas noches, Visi. -Buenas noches, señor Levi, por decir algo. -Por decir algo, sí, a veces hablamos como autómatas. ¿Has visto a Ainara? El niño empezó a lloriquear. La boca de Rubén, ajena a su voluntad, reprodujo una mueca de disgusto, que, al instante, fue imitada por la amiga de Ainara. La madre de la criatura, de unos rasgos faciales angulosos que a Rubén le recordaron a los de la actriz Glenn Close, aceleró el balanceo de su cuerpo, al mismo tiempo que, con una voz sorprendentemente dulce, entonaba una bella canción de cuna. O la criatura dejaba de llorar, o más de uno se quedaría dormido de pie. Por fortuna, el pequeño, hechizado por la voz de su progenitora, se durmió a los pocos segundos. -Por aquí no he visto a Ainara, señor Levi, pero a primeras horas de la tarde, me encontré con ella en la Biblioteca Municipal. Me dijo que se quedaría allí hasta la hora del cierre. -La Biblioteca cierra a las nueve, ¿no? -Sí, señor Levi. -¿Se sabe algo nuevo de... de esto? –Rubén extendió el brazo en derredor suyo. -De momento, lo único que sé es que un coche ha estallado frente a la tienda de Dionisio y que han muerto los tres ocupantes que iban en su interior. ¿Es nuevo o viejo lo que sé? -Viejo y nuevo, a la vez. Si eso es lo que ha ocurrido, no puede saberse nada nuevo. Tres presuntos terroristas muertos. -No son tres terroristas, sino tres presuntos miembros de la Organización –matizó el joven rapado. -¿Vas a empezar otra vez con la cantinela de siempre, Alex? -Yo no he empezado, Visi, sólo empleo correctamente el lenguaje; como acaba de decir este señor, hablamos como autómatas, sin reflexionar sobre el verdadero significado de las palabras que pronunciamos. Rubén no pudo reprimirse, esta noche no. Se había callado demasiadas veces en los últimos años, por prudencia o, tal vez, por cobardía. El sonido de una ambulancia devolvió la atención de Rubén al aquí y ahora del suceso y a sus terribles consecuencias inmediatas, lugar y momento que aprovechó para hacerse una solemne promesa a sí mismo. Alzó la vista al cielo, imperceptible a causa del humo y el polvo suspendido en el aire, y, en medio del espanto, en una atmósfera emponzoñada por el hedor a nitroglicerina y a carne chamuscada, Rubén Levi se comprometió a no volver a mostrarse indiferente ante la injusticia, ni por prudencia ni por cobardía, ya no, aunque en el envite perdiera a varios de sus mejores clientes y a algún amigo. Su compromiso empezaba en aquellos instantes. -Te llamas Alex, ¿no? -Alex, sí. -Yo me llamo Rubén –dijo tendiendo la mano hacia el joven, quien la estrechó con el mismo entusiasmo con que era estrechada la suya- ¿Puedo hacerte un par de preguntas, Alex? El joven respondió con una media sonrisa y un encogimiento de hombros. Rubén dedujo que no le arredraban las preguntas porque quizá se creía en posesión de todas las respuestas. -Cuando te refieres a los miembros de la Organización, ¿incluyes también al sujeto que mata por la espalda a un hombre desarmado? -Esa pregunta tiene trampa. Es usted muy hábil con las palabras. Tan hábil como esos demagogos estatales que se forran participando en las tertulias políticas de la radio y la televisión. -¿Trampa, demagogo? Escenas como palpitan desde hace un montón de años en la memoria colectiva de este país, ¿sabes por qué? -¿Por qué? Dígamelo usted. -Porque hemos visto ya demasiadas. ¿Crees acaso que matar en nombre de unos abstrusos objetivos políticos convierte al asesino en un patriota luchador? -No seré yo el que llame asesinos a los hombres y mujeres que luchan (y algunos también mueren) por conseguir que se reconozca el derecho de autodeterminación de nuestro pueblo. Para llegar a matar no queriendo hacerlo, hay que estar muy comprometido con una causa. -Matar y extorsionar jamás constituyen una buena causa. Los medios justifican los fines tanto o más que éstos justifican aquéllos. ¿Y qué fines pueden justificar la utilización indiscriminada del asesinato? -Por muchas zancadillas dialécticas que me ponga, no conseguirá que me pegue el costalazo. Mientras las acciones de los miembros de la Organización estén encaminadas a lograr que se reconozcan los derechos históricos usurpados a este pueblo, jamás los consideraré terroristas ni asesinos, sino compatriotas que luchan contra la opresión, quizá no de la forma apropiada, pero... -Contra la opresión que encarna gente como Dionisio, el vendedor de caramelos, al parecer, un despiadado opresor. Uno de los huevos que hay que romper para hacer la tortilla del nacionalismo excluyente –al pronunciar la última palabra, Rubén se percató de que estaba gritando, como el joven. “Todo lo malo se contagia en este país”, se dijo para sus adentros. -Lo de Dionisio ha sido un lamentable accidente. Y no sabe cuánto lo lamento. He comprado muchos cromos y golosinas en su tienda. -Otro efecto colateral del conflicto, ¿no? –Rubén bajó el volumen de voz. -Exacto. Un efecto cuya causa hunde sus raíces en un conflicto político –el joven rapado, lejos de amilanarse ante los argumentos de Rubén, se crecía conforme pasaban los segundos. Sus opiniones podían ser más o menos respetables, pero creía en ellas, y las defendía con ardor-. Cuando se resuelva el conflicto –agregó acompañando sus palabras con movimiento continuo de las manos-, y sólo podrá resolverse cuando se sienten a una mesa a dialogar, no a moralizar, todas las partes, todas, no unas pocas, entonces, nuestro pueblo tendrá la paz que tanto anhela. -El estribillo este del conflicto y de los derechos colectivos me resulta muy cansino. Lo he oído tantas veces, que me suena como un disco rayado. -¿Qué quiere decir? ¿Que hablo sin pensar? -No me atrevería a afirmarlo, porque ¿quién puede asegurarme de que no esté conversando aquí y ahora precisamente con uno de los que piensan? -¿Se está quedando usted conmigo? -No era esa mi intención, pero, ya que lo dices, trataré de quedarme contigo con una pregunta a modo de reflexión. La reflexión casi siempre produce jugosos dividendos. Allá va la pregunta: ¿Te has parado a pensar si no se habrán quedado contigo ya antes? Y cuando digo contigo, me refiero a tu libre albedrío, por cierto, el nombre de mi librería. Está en la parte vieja de la ciudad, me encantaría verte por allí algún día. -A saber qué libros vende usted. -Has ordenado mal las palabras de la frase, muchacho. Libros del saber son lo que vendo. El ensordecedor sonido de la sirena de una ambulancia devolvió la atención del grupo de curiosos al fondo de la calle, la de Rubén incluida, quien se desentendió del joven dándole la espalda. Éste, molesto por el desaire, agarró a su interlocutor por el antebrazo. -Oiga, no me dé la espalda. Le estoy hablando. -Perdona, tienes razón –Rubén giró la cabeza y mantuvo la mirada penetrante del joven al mismo tiempo que sacudía el brazo para desembarazarse de la mano que lo atenazaba. -¿Sabe lo que le digo? –Rubén se encogió de hombros-. Que su discurso políticamente correcto a mí no me engaña. Por mucho que trate de ocultarse tras una cortina de palabras progresistas, sus ‘tics’ reaccionarios le delatan. Oiga, oiga... Rubén, haciendo oídos sordos a las invectivas del joven, ladeó la cabeza y se dirigió a Visi. -Si ves a Ainara, dile que la espero en casa. -Se lo diré –la muchacha giró el cuello y, al comprobar que Alex se había encarado con un una mujer que le había afeado las últimas palabras que le había dirigido a Rubén, le hizo un gesto con la mano al librero para que se acercara un poco más- : No se enfade con Alex –le dijo bajando el volumen de voz-. Su padre era el portavoz del Partido Revolucionario del Pueblo al que mataron, hace unos años, en un atentado reivindicado por La Derecha Dura. Desde entonces, el odio gobierna con mano férrea su carácter. Antes no era tan extremista. Espero que en el futuro deje de serlo. Estaré a su lado para ayudarle. -El odio en abstracto, Visi. Ese es el gran problema de este país. -Es posible que tenga usted razón, señor Levi. No obstante, permítame que le pida un favor. -Adelante, Visi. -Procure ponerse en su lugar, y, así, quizá pueda comprender el odio que siente contra los que él considera enemigos. Le aseguro que Alex es un buen chico, a mí me gusta mucho. -Adiós, Visi. -Adiós, señor Levi. Si veo a Ainara, le diré que la está buscando. Rubén se abrió paso entre el gentío, cada vez más nutrido, que trataba de recabar alguna primicia informativa. A la derecha, a unos diez metros, flanqueando a una mujer de cabello blanquísimo vestida de negro, dos hombres, provistos de sendos prismáticos, escrutaban el fondo de la calle. -Buenas noches, señor Levi –le saludó la mujer de negro. Era Clara, la dueña de la panadería donde la familia Levi compraba a diario el pan. Una mujer cuyo marido había muerto accidentalmente hacía unos años, aplastado por un contenedor de basura que saltó por los aires al estallar un coche bomba en una calle céntrica de Villa del Norte. Los terroristas pretendían asesinar a un juez, quien sólo sufrió heridas leves. Además del marido de Clara, murieron otras tres personas en el atentado: un niño, una anciana y una mujer de mediana edad. Desde entonces, Clara vestía de riguroso luto. Un luto que contrastaba con su cabello, blanquísimo, casi albino. -Buenas noches, Clara. Estaba distraído y no la he reconocido. ¿Ha visto a mi hija? El hombre de la izquierda guardó los prismáticos en un estuche, cinco segundos antes de que el hombre de la derecha hiciese lo mismo. -No, aunque con este alboroto resulta complicado distinguir a alguien en particular. ¿Ha sufrido daños su casa? -Me supongo que no. Mi casa está a más de trescientos metros de aquí. -No se fíe. Revise los cristales, pocas viviendas de los alrededores se han librado de los efectos de la onda expansiva. Los cristales de las ventanas de mi salón comedor están hechos papilla. Vaya manera de hacer país. Mañana por la mañana pienso decirles unas cuantas cosas a algunas clientes muy... muy... muy... no sé cómo llamarlas. -Sé a quién se refiere. -Pues a ésas, mañana, les arrearé unas cuantas verdades, aunque me arriesgue a que emigren a la panadería de la otra calle, por cierto, regentada por un matrimonio nacionalista hasta la médula. He callado demasiado tiempo, y, en esta tierra, callar, como usted sabe muy bien, significa tragar, y yo ya he tragado demasiado; ha llegado la hora de soltar lastre. Esto pasa de castaño oscuro. -¿Esto de hoy, Clara? -Lo de hoy, lo de ayer, lo de mañana y mucho me temo que también lo de la semana que viene. -Matar para conseguir no sé qué objetivos políticos siempre pasa de castaño oscuro. -Estamos de acuerdo, pero lo de hoy es peor, y se lo digo yo, que perdí a lo que más quería en una de las machadas de estos héroes de pacotilla. -Disiento, Clara. Lo de su marido fue mucho peor. Aquel día, los terroristas explosionaron el coche bomba; lo de hoy, en cambio, ha sido un accidente. -¿Accidente? El vehículo ha explotado por causas que ignoramos, pero se supone que alguien habrá introducido los explosivos en el coche, un coche que alguien, otro o el mismo alguien, da igual, habrá debido conducir hasta aquí, porque, que yo sepa, los coches no circulan solos. -Tiene usted razón, Clara. Lo de hoy pasa de castaño oscuro. -Y, encima, parece que en la explosión no han muerto sólo ellos... -¿Ha habido más víctimas? –inquirió Rubén con el corazón desbocado. -Se dice que el pobre Dionisio, el de la tienda de chucherías, está clínicamente muerto. -Dionisio, sí... ¿Alguien más? -A Dios gracias, parece que no; otros cuatro que añadir a la lista de víctimas del dichoso conflicto; ya verá qué poco tardan los de siempre en venerar a los tres terroristas como si de santos mártires se trataran. Mártires que han dado la vida por su patria. ¡Patria! Si este pueblo consigue la independencia algún día, que, al paso que vamos, la conseguirá, no por el clamor popular, sino porque las restantes comunidades del Estado se hartarán de nosotros y nos mandarán a freír gárgaras, pues bien, cuando ese día llegue, si todavía estoy aquí para contarlo, el nombre oficial de la capital me importará un pimiento, porque esta menda –la mujer se golpeó el pecho con el puño- la llamará Guadaña, o Parca, o...o... -O, sencillamente, Muerte. La capital de los sepulcros. -Eso es. Muerte, la capital de los sepulcros, y a la porra con los eufemismos. El nombre más apropiado para la capital de un país construido a golpe de muertos es Muerte. Así la llamaré yo. En esta tierra, en nombre de una ficción que algunos se creen a pies juntillas (la verdad de las mentiras, que escribió alguien), mataron a mi marido –la mujer se santiguó-. Que Dios lo tenga en su Gloria. -Ojalá no tengamos que llamarla nunca por ese nombre. -Ojalá, pero... -Que tenga una buena noche, Clara. -Buena noche era, con una luna llena brillando en un cielo sin una brizna de nube, una noche digna del calificativo de mi nombre; pero el fanatismo, una vez más, la ha teñido de sangre. Mire, Rubén -la mujer señaló con el dedo hacia el cielo- ¿Qué ve? -Oscuridad. -Negrura. Hasta la luna está de luto, y eso que no se ha asomado a la ventana del alma de algunos de los presentes. “Hasta la luna está de luto”. Horas después, Rubén recordaría la expresión que Clara había utilizado para describir el cielo de Villa del Norte aquella espeluznante noche, la noche en la que Rubén Levi comprobaría en sus propias carnes que la realidad es peor, mucho peor, que la peor de las pesadillas. Una noche que jamás olvidaría, aunque viviera todos los años que a la Vida le quedaban por vivir en el planeta; una noche cuya negrura se extendería hasta los confines de su alma oscureciéndola por completo, y para siempre. Oscuridad dentro, tristeza fuera, como una tarde lluviosa y fría de noviembre vivida en una soledad forzosa; una tarde triste y solitaria multiplicada por trescientas sesenta y cinco, así sería su vida después de aquella noche. Noviembre en junio. Otoño en primavera. Otoño. Otoño en el alma, alma en un otoño sin final. De camino a casa, el corazón de Rubén aporreaba las paredes de su pecho, golpes continuos, cada vez más apremiantes y estruendosos, como si se estuviese ahogando ahí dentro y necesitara imperiosamente unas bocanadas de aire fresco; se detuvo junto al escaparate de una joyería, inspiró varias veces contando hasta cuatro, y espiró contando hasta ocho... Los ejercicios respiratorios no disminuyeron la intensidad de las escandalosas palpitaciones. No podían disminuirla. El corazón de Rubén no se ahogaba por falta de aire, sino por una terrible corazonada; lo que la cabeza ignoraba, el corazón lo sentía, y se ahogaba anegado por la angustia. Ajeno a la verdadera causa de los síntomas de su corazón, Rubén no acertaba a cortar esta hemorragia taquicárdica; probó con la autosugestión susurrándose unas palabras a las que dividió en sílabas para alargar su pronunciación y fundir así el significante en el significado: “Cál-ma-te, Ru-bén, cál-ma-te. A-sí, Ru-bén, a-sí. No ha po-di-do su-ce-der-le na-da, na-da, na-da.” Pareció tranquilizarse un poco, lo cual le animó a seguir espigando hipótesis consoladoras: “David ha ido a esperarla a la Biblioteca Municipal y se han quedado tomando algo en una cafetería. No ha pasado nada, Rubén, tranquilo, Rubén. Ainara está sana y salva. En la explosión han muerto tres terroristas, sólo tres...” ¿Sólo tres? Su afán tranquilizador le había arrojado a las fauces del desprecio. Hablaba de muertos como si fuera un general que realiza el cómputo de bajas al término de una batalla victoriosa. Tres bajas, nada más, y sólo son terroristas. A la hora de la verdad, era un ser mezquino y egoísta a quien sólo le preocupaban sus propios intereses. En la librería, con algunos clientes versados en el arte de escuchar, se sentía importante perorando sobre democracia, paz, desarrollo sostenible, distribución racional de la riqueza, globalización de la justicia y la educación (no sólo del capital), etcétera; pero, en el momento crucial, cuando la vida ponía a prueba sus grandilocuentes palabras, lo único que le importaba era que su hija estuviera sana y salva, lo demás le traía al fresco, aunque este lo demás se concretase en tres o cuatro muertos. Los muertos ajenos son eso, muertos que otros llorarán. Escupió en el pañuelo, como si así expulsara todo el asco que sentía por sí mismo, y reanudó el paso. 8 Rubén cruzó el portal como una exhalación, subió las escaleras de tres en tres, pulsó el timbre de la puerta de su casa con la mano izquierda mientras que con la derecha sujetaba la llave a un centímetro de la cerradura, esperanzado con oír al otro lado de la puerta los inconfundibles pasos de Ainara... Pero sólo oyó el silencio. Abrió la puerta, encendió la luz del vestíbulo y la apagó al instante, como si hubiese visto a un fantasma en el espejo del perchero. Se restregó los ojos, inspiró hondo, espiró y volvió a dar la luz; aunque el fantasma se había evaporado, le asustó la fatalidad que percibió en los ojos del hombre que le miraba al otro lado del espejo. Se encaminó hacia el salón con pasos muy cortos, convencido de que la lentitud de movimientos aceleraría la velocidad de sus engranajes mentales. Y, en efecto, eso es lo que ocurrió. Tres metros más adelante, el sentido común enunció una frase: “Está en la casa de David”, que sonó como un aldabonazo en el cerebro de Rubén movilizando en una empresa conjunta músculos y neuronas. El nerviosismo le había impedido razonar con lógica. ¿Dónde iba a estar Ainara sino en la casa de su novio? Entró a la carrera en el salón, descolgó el teléfono y marcó el número de David, ansioso por oír las palabras que disiparan de un plumazo los negros presagios que empezaban a nublar su horizonte mental. -No, señor Levi –respondió David-. No he visto a Ainara en toda la tarde. Cuando se encuentra preparando exámenes, sólo quedamos los fines de semana, y, ahora, que tiene en ciernes los de licenciatura, con mayor motivo. Que conste, que así lo ha decidido ella, porque si de mí dependiera nos veríamos a todas horas. Pero sobre esta cuestión mis deseos no cuentan. Ya sabe usted lo cazurra que es Ainara; cuando se le mete una cosa en la cabeza, ni Dios bajado del Cielo le haría cambiar de opinión. En fin, señor Levi, qué le voy a contar que usted ya no sepa. -No sé tanto como tú crees. Por ejemplo, ignoraba que sólo os veíais los fines de semana. -Y me puedo dar con un canto en los dientes, porque, en un principio, ella pretendía reservar los sábados por la tarde para el repaso general de los temas estudiados durante la semana. Por fortuna, la convencí de que el repaso lo hiciera el sábado por la mañana. ¿Y no le sorprende que nos veamos tan poco? -Si Ainara no estuviera a punto de afrontar los exámenes de fin de carrera, me sorprendería bastante más. -Estudia demasiadas horas. -Tal vez ella necesite más tiempo que otros para aprender la materia. No todo el mundo posee la misma capacidad que tú. Tengo entendido que sacaste el número uno de tu promoción, ¿no? -Sí, pero hace cinco años, cuando el número de alumnos por curso era mucho menor que ahora. Ainara tiene tanta o más capacidad que yo. El problema de ella es el estricto sentido del deber que rige todas sus decisiones. Se toma las cosas demasiado a pecho. En las últimas semanas, apenas nos vemos ni hablamos. Como sabrá, en período de exámenes, el teléfono móvil no existe para ella. -No te preocupes, después dispondrás de todo el verano para estar con Ainara. -Todo el verano, y el otoño, y el invierno, y la primavera, todas las estaciones de todos los años. Estoy enamoradísimo de su hija, señor Levi, y le aseguro que no se trata de ningún capricho juvenil. Soy lo bastante mayorcito para saber lo que me conviene. La semana pasada cumplí veintinueve años. Una edad idónea para fundar una familia. Le digo esto, señor Levi, porque, en cuanto Ainara saque la licenciatura, tengo intención de proponerle que se case conmigo... Si no se lo he propuesto ya, es porque no quiero dispersar su atención en unas fechas tan cruciales para ella. -Las fechas cruciales tal vez empiecen después de los exámenes de licenciatura. En cuanto termine la carrera, Ainara empezará a buscar un puesto de trabajo acorde con sus aptitudes y sus gustos. -Lo sé, señor Levi. Sólo le propondré matrimonio cuando obtenga el título, y una vez que acepte mi propuesta (no tengo dudas al respecto), le sugeriré que aplacemos la boda hasta que ella encuentre un empleo. Lamento haberle hecho partícipe de mis planes, pues ahora debo pedirle que no se los revele a Ainara. Es usted la primera persona a la que le comunico mis intenciones casamenteras. Por favor, no se me vaya de la lengua. Le tengo reservada una sorpresa a Ainara. -No te preocupes, David, mi lengua está muy a gusto conmigo, y no se me irá. -¿Le parece bien, señor Levi, que su hija y yo... nos casemos? -Me parece bien si a vosotros os parece bien. -Las once y cinco. Es extraño que no haya vuelto Ainara todavía. -Un poco extraño sí que es. -He llamado hace un rato para que Ainara me dijera lo que sabía de la explosión del coche, pero me ha respondido el contestador automático... ¿Ha ocurrido algo que yo no sepa, señor Levi? -¿Te parece poca cosa la explosión que ha matado a tres personas? -A tres terroristas, señor Levi. -Presuntos terroristas, David, y, aunque las presunciones se viesen confirmadas, personas también. -Yo, en cambio, sobre ese particular, albergo muchas dudas, será que el concepto de persona mío es muy diferente del suyo... Aparte de esto, no ha ocurrido nada más, ¿no? Me refiero a Ainara, señor Levi. -No, David, aparte de la explosión, no. Eso espero. -La Biblioteca Municipal ha cerrado a las nueve, hace casi dos horas. -Sí, se habrá entretenido. -¿Con quién, señor Levi? Rubén percibió en la entonación con que el joven formuló la pregunta un nuevo indicio que alimentaba las suspicacias que albergaba con respecto a él. -Señor Levi, señor Levi... ¿Sigue ahí? -Aquí, sigo...Perdona. Me he distraído. -Será mejor que colguemos. Quizá Ainara nos está llamando a alguno de los dos en este preciso instante. Seguro que ha llegado al barrio hace un rato y, al ver a tanta gente aglomerada al final de la calle, ha sentido curiosidad por saber lo que ha ocurrido. Estará de palique, y no se habrá percatado de la hora que es. Si no le importa, señor Levi, dígale que me llame cuando llegue. -Se lo diré. Rubén trató de imaginarse a Ainara, en medio de la muchedumbre, recabando información a diestro y siniestro, y las imágenes le resultaron demasiado forzadas, increíbles en una mujer tan prudente como ella. Cifró en dos, a lo sumo tres, las personas a las que se habría dirigido Ainara para averiguar lo ocurrido, sin perder de vista el reloj. No podía entretenerse demasiado. Su padre la esperaba en casa. Una vez más le sobrevino la sospecha, con visos de certidumbre, de que David conocía muy poco a su novia. Y él, ¿conocía mucho a su hija? La conocía lo suficiente para saber que, por muchos pensamientos que rumiase y por muy despacio que caminara, a lo sumo habría empleado tres cuartos de hora en recorrer los tres kilómetros que separan la Biblioteca Municipal de la calle de la Montaña. “Tres cuartos de hora, ni un minuto más, acaso unos minutos menos. Por lo tanto, en el supuesto de que se hubiese acercado a las inmediaciones de la calle Azul, llevaría allí más de una hora. Demasiado tiempo para una persona alérgica a las multitudes. Y si se hubiera entretenido con algún amigo, me habría llamado por teléfono para comunicarme la demora”. Todas las conjeturas que elaboraba Rubén desembocaban en la misma conclusión: “A Ainara le ha ocurrido algo malo.” Y en ese algo malo cabía cualquier cosa. Atraída por el estímulo de un enunciado tan ambiguo, una visión trágica cruzó fugazmente el pensamiento de Rubén dejando tras de sí un reguero de espanto: “Ainara desintegrada en la explosión del coche. Ainara, sí, porque ella era una de las tres personas que ocupaban el vehículo”. Apoyó la mano izquierda en la pared para mantener la verticalidad, mientras que con la derecha trataba de enjugar el sudor que le chorreaba por la frente. Al corazón no le había pasado inadvertida la espeluznante visión, y reaccionaba como es natural en él, o sea, acelerando la marcha. Los latidos, estruendosos, los sentía Rubén en los cuatro puntos cardinales del cuerpo, todo él era ahora un corazón desbocado. Rubén se dejó caer en el sofá del salón. Su pensamiento, raudo, no tardó ni cinco segundos en reanudar el hilo de su macabro discurso: “Ainara es muy puntual y...” Se incorporó y, dando bandazos, cruzó la estancia en diagonal, abrió la ventana y, con medio cuerpo colgando del vacío, inspiró y espiró profundamente durante más de un minuto. Al recuperar el aliento, percibió aliviado que, entretanto el pulso moderaba el ritmo, el sentido común tomaba de nuevo las riendas de su voz interior: “Son las once y pico de la noche y Ainara no ha vuelto todavía, ¿y qué?” Volvió a tomar aire... “¿A qué huele?” La memoria lo sabía. En la atmósfera flotaba un olor que le trasladó al instante, por el túnel del tiempo, a una excursión campestre con Arantxa, pocos días después de que ella empezara a trabajar de maestra en un colegio público, hacía más de veinte años. La tarde de las miradas. Aquel día, Rubén comprobó la sabiduría que atesoraban las romanticonas palabras que su madre, con la vista fija en su retrato de novia, henchida de orgullo, había pronunciado unos días antes: “Saber estar juntos sin decir nada: eso es el amor, hijo mío”. ¿Por qué la memoria le habría devuelto, precisamente ahora, los recuerdos de aquella tarde inolvidable en el campo? ¿Para mortificarle aún más si cabe? No. ¿Por qué, entonces? Algún motivo tendría. La memoria le había dado sobradas muestras a lo largo de su existencia de que no obraba por azar, sino por juicio. Lo que Rubén no había conseguido averiguar era la identidad del que guiaba el juicio de su memoria; pero no era el momento propicio para realizar indagaciones de semejante calado. Otro asunto más acuciante reclamaba su atención: Ainara. Volvió a asomarse al exterior y olfateó la atmósfera, como un perro sabueso que busca el rastro de su presa. ¡Horror de los horrores! La vaharada que le sacudió la cara, como el certero puñetazo de un púgil, olía igual que entonces, por eso había recordado la merienda en el campo. Olía a carne chamuscada. En sus cincuenta y dos años de existencia, Rubén había vivido ya varios episodios dolorosos, también sabía cómo las gastaba el sufrimiento; pero la angustia sólo la había sentido de manera indirecta identificándose, sobre todo, con personajes literarios o cinematográficos. Y eso no era angustia, era un sucedáneo, ahora lo sabía. La angustia era lo que él sentía en aquellos momentos. Algo inefable, una inquietud a la que su vocabulario sólo encontraba una palabra para describir más o menos sus efectos: angustia. La angustia es angustia, un sentimiento arrollador que borra de un plumazo cualquier otro sentimiento. La persona que se siente angustiada es una angustia personificada. Empezó a caminar a grandes zancadas por el pasillo, de un extremo al otro, sin parar, poniendo en práctica lo que había leído en un libro de Introducción a la Filosofía acerca de los discípulos de Aristóteles, quienes, cuanto más paseaban, más y mejor pensaban. Pero lo que no especificaba el libro era que los paseos peripatéticos, para que fuesen fecundos, debían realizarse con la mente despejada, y no presa de una inquietud creciente. Aristóteles hubiese renegado de él, un pensador patético, que no peripatético. Rubén empezó a notar un hormigueo generalizado en todo el cuerpo, el cual se intensificaba en la bóveda craneal, como si, dentro, las neuronas se apareasen unas con otras, en una orgía aprensiva. En su corteza cerebral bullía un enjambre de palabras anárquicas, ajenas a cualquier norma gramatical. La Lengua las había creado y ellas se juntaban sin orden ni concierto, unas al lado de otras, en fila, sin formar ninguna frase coherente, aunque con la virtualidad de evocar innumerables conjeturas, a cual más catastrófica. Rubén apretó el paso mientras trataba de acallar el griterío ensordecedor que bullía en su cabeza: “Ainara, coche, explosión, caramelos, terrorismo, Dionisio, conflicto, diálogo, autonomía, autodeterminación, independencia, Estatuto, Constitución, víctimas, verdugos, policía, violencia, muertos, Ainara, Ainara, Ainara...” Al borde de la desesperación, algo o alguien escindió su mente en dos Rubenes que, acuciados por la necesidad, aceptaron repartirse con equidad neuronas y conjeturas, como dos buenos amigos. Cuando la cabeza es un hervidero de preocupaciones, la racionalidad consiste en afrontarlas. “Debe de estar atrapada en un atasco. Eso es. Un atasco provocado por la explosión; la cola de coches alcanza más de un kilómetro, y como la muy cabezona se niega a llevar consigo un teléfono móvil cuando va a estudiar a la Biblioteca, no puede avisarme. Le he dicho un montón de veces que debe llevar el teléfono móvil a todos lados, pero ella, dale que te pego. Si en la Biblioteca tiene que mantenerlo apagado, ¿para qué llevarlo?”. En ese momento le vino a la mente, con una nitidez asombrosa, como si la escena se desarrollara en la palma de su mano y la mirase a través de una lupa, la última discusión que tuvo con Ainara sobre el conflicto de Palestina. ¿Por qué recordaba con tanta nitidez los detalles de una discusión tan recurrente? Quizá porque fue una de las pocas veces en las que él reconoció que era posible que Palestina, la parte débil, fuese menos culpable que Israel. ¿Sería por eso? Tal vez, pero ahora no era el momento de responder a esa pregunta. Tenía algo más importante que hacer. Desde que había vuelto de la calle, no había examinado el contestador automático. Seguro que Ainara le había dejado un mensaje. 9 Rubén irrumpió a la carrera en el salón, y se abalanzó sobre el contestador automático, como si el chisme guardase en sus entretelas la información que devolvería las cosas a su sitio, a la normalidad, la cual, ahora, a Rubén le parecía maravillosa. La lucecita que registraba las llamadas parpadeaba. Había otro mensaje. La incertidumbre avivó la esperanza de Rubén, la cual se concretó en unas estruendosas palpitaciones. Tragó saliva, bisbiseó una jaculatoria dirigida a sabe Dios quién, presionó la tecla correspondiente del aparato y... y... oyó de nuevo la voz grave del hombre de voz cascada que había llamado hacía un rato, aunque ahora denotaba más ansiedad que en el mensaje anterior: ‘Ainara, Ainara, soy yo otra vez, Julián, he de hablar contigo cuanto antes. Llámame sin falta, por favor, pronto, te lo ruego’. ¿Quién demonios sería este individuo que pretendía hablar con Ainara a unas horas tan intempestivas? El timbre del teléfono le sobresaltó. ¡Ainara! -Casa de los Levi. No. Era otra vez David. -No ha llegado todavía, David, y ahora sí que estoy muy preocupado. ¿No se te ocurre algún sitio donde pueda estar? -Ni uno. ¿Se le ocurre alguno a usted? Son ya más de las once y media. -Si lo supiera, ten por seguro que no estaría aquí hablando contigo, ¿no te parece? -Hum, sí, me lo parece. En cuanto se entere de algo, hágamelo saber, por favor. Y cuando vuelva Ainara, dígale que me llame enseguida, no importa la hora que sea. ¿Se lo dirá, señor Levi? –Rubén guardó silencio unos segundos- ¿Sigue ahí, señor Levi, o me ha dejado con la palabra en la boca? Le molestó el tono sarcástico que empleó David, como si se dirigiera a la ecuatoriana que atiende las labores domésticas de su familia a cambio de un sueldo rácano. ¿Se le habría caído la careta en un descuido? La experiencia le había enseñado a Rubén que, a favor de corriente, hasta el más misántropo de los mortales es capaz de componer un rostro afable; en cambio, cuando la vida te sacude uno de sus reveses, la afabilidad calculada se evapora absorbida por los problemas inmediatos, y es entonces cuando se descubre la verdadera faz de ciertos individuos. ¿Acabaría de mostrar su genuino rostro el otrora amable David, o la animadversión que sentía Rubén hacia él condicionaba su ecuanimidad? Cuando Ainara le presentó a David, a comienzos del verano pasado, aunque a primera vista no le agradó demasiado –a Rubén le disgustó que el muchacho se esmerara tanto en subrayar sus indudables encantos físicos, incluso le pareció que llevaba rímel en las pestañas-, haciendo un alarde de prudencia, se abstuvo de revelarle a su hija la impresión que le había causado el joven. Si de algún rasgo de su personalidad se enorgullecía Rubén era de la habilidad que tenía para descubrir en los ojos que le miraban el corazón del prójimo. Hasta donde le alcanzaba la memoria, recordaba innumerables episodios en los que esta capacidad visionaria había dado muestras de su increíble potencial. Recordaba ojos transparentes en los que relucía la bondad, unos pocos, y unos cuantos más en cuyas pupilas destellaba la malevolencia; de éstos se apartó; la compañía de aquellos cultivó; y en la conducta de unos y otros confirmó la clarividencia de su mirada. Pero una cosa es la habilidad y otra la infalibilidad. También recordaba un par de casos en los que su don se equivocó flagrantemente confundiendo el corazón de los ojos, lo provisional, con los ojos del corazón, lo perdurable; estas dos excepcionales y provechosas experiencias contribuyeron a que, a partir de ese instante, reaccionase con cierta cautela ante los mapas del mundo que descubría en los ojos del prójimo. En el supuesto de que hubiera visto lo que había que ver en los ojos que le miraban, lo habría visto en el momento presente, y ¿quién podría anticipar lo que vería mañana si volviera a tropezarse con los mismos ojos? Las personas cambian, algunas, a mejor. Además, en lo que respecta a David, aunque hubiese descubierto en los ojos del joven lo que sus exquisitos modales trataban de camuflar, de ahí en adelante, las cosas cambiarían; al lado de Ainara, todo el mundo mejoraba. En cuanto David se marchó, Ainara dirigió una mirada inquisitiva a su padre, éste, bordeando el cinismo, le dijo que tenía muy buena pinta. No mintió porque David, en efecto, tenía muy buena pinta; no dijo la verdad porque se reservó para sí lo que sus ojos habían vislumbrado. La respuesta, obviamente, no satisfizo a Ainara. -Salta a la vista, papá, que tiene buena pinta. ¿Algo más? Rubén se vio en un apuro. No quería decirle lo que pensaba realmente de él, y estaba en contra de sus principios mentir a su propia hija; además, en este caso, no se trataría de una mentira piadosa, dado que su opinión podría afectar negativamente al futuro de la relación de la pareja. ¿Qué hacer? -No te ha convencido, ¿verdad? Su torpe indecisión había hecho las veces de respuesta, y Rubén se apresuró a subsanar el error recurriendo al auxilio que en tales ocasiones presta la hipocresía. -Sólo he estado con él unos minutos, y ya sabes lo mucho que detesto las frases hechas. Podría limitarme a resaltar lo obvio, y decirte que es muy guapo, muy educado, muy inteligente... muy de lo muy; pero pretendía ser algo más original. -Y, ciertamente, lo estás siendo. No esperaba tantos rodeos para una pregunta tan sencilla. -¿Lo quieres? -Sí. -Entonces, obra de acuerdo a tu querer. No volvieron a hablar del asunto. Rubén confiaba en el querer sensato de su hija. Ella no era una de esas muchachas que se rinde incondicionalmente a los encantos físicos de un tenorio cualquiera; no podría amar a un hombre cuyo físico no le atrajera, por muchas virtudes que engalanaran su personalidad, pero tampoco se enamoraría de un guaperas cuyo carácter le desagradara, por muy cuantiosa que fuese su fortuna material. Ella buscaba un amor compatible con su amor. Nada más y nada menos. La primera impresión que le había causado David a Rubén, sin que hubiera ninguna razón objetiva que la respaldase, fue reafirmándose en los meses sucesivos. El joven poseía inteligencia, cultura, atractivo (sin maquillaje), y, además, pertenecía a una familia de clase alta; no obstante, había algo en él que no acababa de convencerle, algo que no guardaba relación con el catolicismo a ultranza que, según le habían informado algunos clientes de la librería, profesaba su familia ni con la adscripción política de ésta –a la derecha del centro derecha-. Aunque Rubén era agnóstico... a Dios gracias, en las circunstancias tan azarosas que atravesaba el país, prefería que el novio de su hija militase en un partido de derechas apoyado por la Iglesia, a que, por ejemplo, votara al nacionalismo radical, por muy laico que éste se declarase. La falta de sintonía con David tenía que ver con algo indescriptible, algo que los pretenciosos llaman ‘feeling’ y los aficionados al esoterismo denominan el aura. Algo aparentemente indescriptible que, en la noche funesta de la explosión, él sí sabría describir. Y lo describiría. Esta vez no se mordería la lengua. En cuanto Ainara volviese a casa, le expondría sin ambages lo que pensaba de David, y, sin solución de continuidad, la pondría entre la espada y la pared formulándole a bocajarro una pregunta capital (al menos, para él): “¿Estás segura, Ainara, de que ese es el hombre con el que quieres compartir tu vida?” En cuanto volviese, pero ¿volvería? Un nuevo presagio estremeció las estructuras mentales de Rubén. La imagen de Ainara y él almorzando en torno a la mesa de la cocina, una estampa típicamente hogareña, le producía un dolor agudo en el corazón de su corazón. Un dolor que Rubén, por algún fatídico motivo, relacionó con los síntomas de la añoranza, como si esa escena fuese irrepetible. ¿Lo sería? ¡Ay, la cotidianidad! Qué poco la valoramos cuando vivimos instalados en ella, y cuánto la añoramos cuando la hemos perdido. 10 Sentado en el sillón de orejas del salón, junto a la mesita donde reposaba el teléfono, Rubén volvió a consultar por enésima vez el reloj. Sólo faltaban doce minutos para la medianoche. Tarde, demasiado tarde. “¿Qué puedo hacer?”, se preguntó abrumado por la impotencia. “Piensa, Rubén, piensa”, respondió una voz en sus adentros. En los siguientes minutos, con los ojos cerrados a cal y canto para que no le distrajera ningún estímulo circundante, Rubén se obligó a seguir el curso de sus pensamientos. Unos pensamientos que, al carecer de faros que le sirviesen de referencia, navegaban a la buena de Dios empujados por olas de palabras, las cuales, después de discurrir a la deriva durante unos interminables minutos, terminaban poniendo rumbo hacia el resplandor que, al fondo, había iluminado fugazmente la línea del horizonte: el resplandor provocado por una terrible explosión en el puerto de los Levi. Se incorporó, caminó un par de metros y volvió a mirar por enésima vez el reloj. Rubén se sentó de nuevo en el sillón mientras enterraba la cabeza entre las manos y ahogaba un sollozo. “Ainara, Ainara, hija mía, ¿dónde te has metido?” Desde que Arantxa murió en el extraño accidente de coche que impidió que el cáncer la matara lentamente a plazo fijo, Rubén tuvo que luchar a brazo partido consigo mismo para que Ainara dispusiera de la autonomía que necesita una adolescente para madurar como persona. Los padres de un solo hijo, los sensatos, hacen denodados esfuerzos para regirse por unos principios educativos en los que el proteccionismo constituya la excepción, no la norma; pero a menudo no lo consiguen, ya que los virtuales peligros se multiplican por doquier cuando las ilusiones de casi toda la estirpe se concentran en un solo ser; la tentación del proteccionismo, sin embargo, resulta casi irresistible cuando uno de los cónyuges fallece y la responsabilidad educativa recae en un solo progenitor. En estas adversas circunstancias, mantenerse fiel a los propios principios, se convierte en poco menos que una proeza, dado que el padre viudo se ve acosado por el temor a que una nueva arbitrariedad del destino le arrebate lo que más quiere en este mundo, y, entonces, inconscientemente tiende al conservadurismo, a la vigilancia, al control, unas tendencias a las que sólo podrá vencer mediante una lucha tenaz contra sí mismo. Una lucha como la que emprendió Rubén Levi. Estaba en juego el futuro de su hija. Rubén era consciente de que boicotearía el desarrollo pleno de la mejor Ainara Levi si se dejaba ganar por el miedo a perderla. Así que, mientras entre bambalinas pugnaba contra sus temores y fantasmas, de cara al exterior, ante la admiración de propios y extraños, representaba el papel de un padre ejemplar cuyos actos estaban guiados por un amor y una serenidad encomiables. ¡Encomiables! Si supieran cómo se gestaba su aparente serenidad, no le encomiarían tanto. Durante el año que siguió a la muerte de Arantxa, por la noche sólo conciliaba el sueño –cuando lo conciliaba- tras ingerir la pertinente dosis de barbitúricos, y la serenidad que mostraba en las horas diurnas se debía a sus dotes de actor. Aprendió a desempeñar el papel de padre sereno y responsable, por orgullo, sí, pero, sobre todo, por amor. No quería que los clientes de Libre Albedrío le viesen hundido, y tenía el deber moral de ayudar a Ainara a superar la muerte de su madre, y no al revés, como ocurrió en las primeras semanas de duelo, que fue ella la que tiró de él y lo mantuvo a flote. Rubén Levi estaba preparado para la muerte natural de Arantxa, pero no para esa muerte, en la carretera, dirigiendo el coche hacia un precipicio. Porque él supo retrospectivamente que su esposa se había anticipado a la terrible muerte natural que la aguardaba a plazo fijo en el calendario, al cabo de varios meses, al final de un camino sembrado de sufrimientos indecibles para ella y, ay, para su familia. ¿Cómo lo averiguó? Por detalles imperceptibles para un observador neutral, que, sin embargo, adquieren un significado trascendental para un hombre enamorado; si bien, interpelado éste por un juez, no podría aportar ni una sola evidencia que confirmara su testimonio. ¿Cómo convences a un escéptico de que el beso de despedida de costumbre, aquella mañana en particular, fue dado con mucho más sentimiento que los besos de otros días? ¿Cómo demuestras que los ojos de tu esposa, apagados desde que la ciencia médica confirmó lo que ella sabía intuitivamente desde mucho antes, aquella infausta mañana refulgieron con amorosa intensidad? ¿Por qué, en vez de ir en taxi a la sesión de radioterapia, como lo había hecho en las demás ocasiones, se desplazó en su propio coche? ¿Por qué, de camino al hospital, dio un rodeo para pasar por la casa de sus padres? ¿Por qué ella, tan prudente al volante, tomó la curva a tanta velocidad? En cuanto el dolor le concedió una tregua y tuvo la mente en condiciones para analizar las circunstancias en las que se había producido el suceso, Rubén supo que no había habido tal accidente y sí la consumación de un suicidio planeado con minuciosidad. El suicidio se había camuflado de accidente, y la eutanasia de suicidio. Pero Rubén lo supo, y probablemente Arantxa supo que su esposo lo sabría a posteriori, y, para que en su saber no cupiera ni una sola duda, se despidió de él con unas palabras que las circunstancias posteriores convertirían en inolvidables: “Hasta siempre, Rubén, mi amor”. Rubén se sintió culpable por no haber sabido interpretar a tiempo las inequívocas señales que Arantxa le envió a raudales durante las semanas que precedieron al fatídico día. Si hubiese pensado, como los médicos y la propia Arantxa, que el cáncer era mortal de necesidad, tal vez se habría sentido aliviado por su muerte; pero él no había perdido la esperanza de que, en contra de los diagnósticos fatídicos, su esposa lograra sobrevivir. No sería la primera vez que un enfermo desahuciado por la medicina se cura para sorpresa de los profesionales racionales –otros los llaman agoreros- que, en tales circunstancias, no conceden al futuro ni una sola posibilidad de variar el sino escrito por el pasado. ‘Remisiones espontáneas’, lo llaman los galenos a falta de otro término más apropiado para explicar lo que a la ciencia le resulta inexplicable. Arantxa podría haber sido una de estas personas espontáneas. Si Rubén hubiera sabido interpretar el sentido oculto de los actos en apariencia triviales de ella durante los días que antecedieron al nefando día, actos que, después, con el paso del tiempo, le parecieron tan significativos. No supo, no supo, no supo. Al dolor por la muerte de su esposa, se sumó el dolor de la culpa, y, ante tal sobredosis de dolor, su organismo, sin fuerzas para afrontar los retos laborales cotidianos, se defendió desarrollando una depresión que le sumió durante varias semanas en una especie de marasmo. Una de aquellas jornadas, tres semanas después del multitudinario entierro de Arantxa, detrás del mostrador de la librería, cuando se encontraba envolviendo maquinalmente en papel de regalo los libros que Ainara le tendía, se percató de que era la mañana de un día laborable, y que a esa hora su hija debía estar en la universidad. -¿Qué haces aquí, hija? -Estoy aquí para ayudarte, papá. Ahora, Libre Albedrío nos necesita a los dos. -¿Y la universidad? No puedes faltar a clase. Perderás el curso. -Tengo toda la vida para terminar la carrera. “Toda la vida para terminar la carrera”. Fue el revulsivo que Rubén necesitaba para reaccionar. ¿Qué estaba haciendo con el porvenir de su hija? Ella había perdido a su madre, la única madre que tendría aunque viviera miles de años, y, por si esto fuera poco, ahora se veía obligada a renunciar a la universidad con el fin de evitar que la empresa familiar se fuera al garete. Su falta de coraje estaba saboteando el futuro de Ainara. Tenía que reaccionar de inmediato, y reaccionó, vaya que si reaccionó. Reaccionó a lo grande, sin permitir que la infinita pena que sentía por la pérdida de Arantxa le abocara, varios lustros antes de lo previsto, a una decadencia irreversible. -Acepto que dejes temporalmente la universidad con una condición, Ainara. -¿Cuál, papá? -Que volverás a ir a clase en cuanto me veas un día entero atender como Shakespeare manda a los clientes de Libre Albedrío. ¿Hecho? Sellaron el acuerdo con un emotivo abrazo, en presencia de Rebeca y Ricardo, dos de los clientes más fieles de la librería. Ricardo, dueño del hotel más reputado de la ciudad, era una persona por la que Rubén sentía un respeto rayano en la devoción. El hombre había tenido el valor de negarse públicamente a pagar la cifra multimillonaria en la que la Organización tasó su vida. “Matadme, si tenéis cojones, hatajo de cobardes”, había escrito Ricardo en una carta abierta a la Organización publicada en los periódicos más importantes del país. En la carta, tras detallar los horarios y las actividades de su vida cotidiana, así como los lugares en las que éstas se llevaban a cabo, declaraba ante la opinión pública que, para conservar el pellejo, él jamás financiaría los eventuales asesinatos de la banda. Si lo hiciese, no podría volver a mirarse en un espejo jamás. ¿Y qué vale la vida de un hombre que se avergüenza de sí mismo? Al día siguiente del emotivo abrazo, el Rubén librero volvió por sus fueros, y Ainara no tuvo más remedio que regresar a sus quehaceres universitarios. Durante el período de duelo, mientras la añoranza fortalecía el amor por la esposa difunta, Rubén descubrió la fortaleza de su debilidad. Supo lo que en su interior siempre había sabido, aunque jamás con tanta certeza como en aquellos días: que el éxito en la vida no consiste en hollar cumbres inmaculadas, ni en ganar concursos musicales o literarios, ni en lucir una constelación de medallas en la pechera de la chaqueta, ni en acumular una cuantiosa fortuna, ni en convertirse en el objeto del deseo de millares de personas; el éxito consiste sencillamente en, ataviado con el traje de gala de la subjetividad más objetiva, contemplarse en el espejo de la conciencia, y, tras escrutar hasta el rincón más recóndito de la memoria, exclamar bien alto para que hasta la última neurona se entere: “He hecho lo que he podido, y está bien lo que he podido hacer”. Eso es el éxito, y lo demás son unos sucedáneos con los que innumerables humanos viven engañados hasta que les resulta imposible mantener el engaño ni un minuto más porque la hora de la verdad ha llegado. Una hora que, para muchos mortales, llega demasiado tarde. Algunas noches, rememorando las vivencias estelares compartidas con Arantxa (los momentos en que ella le había exasperado por alguna bagatela, la memoria, siempre eficaz y oportuna, los había expurgado), la nostalgia irrumpía arrolladora en medio del festín evocador, y, acuciado por una pena irrefrenable, Rubén sepultaba la cabeza debajo de la almohada para que Ainara no oyera sus sollozos. La pena se transformaba en cólera cuando en su mente se dibujaban, nítidas, las imágenes del último día -el maldito último día- en que vio con vida a su amada esposa. Cólera que trataba de sofocar propinando puñetazos contra la almohada. Al final, agotado, se quedaba dormido. Ese era el momento en que aguardaban los fantasmas para visitarle en forma de pesadillas. Se afligía por la noche y mantenía la entereza durante el día. Menos mal que el tiempo puso a Arantxa en el lugar que le correspondía, en el corazón de la memoria, allá donde los recuerdos colman de significado la vida del recordador agradecido. El sonido estridente del teléfono le devolvió al aquí y ahora. ¿Ainara? No era Ainara. Era un hombre que preguntaba por Ainara. -Sí, aquí vive Ainara Levi... Diga....Dígame... ¿Quién llama? Habían colgado. ¿Quién sería? ¿Julián? Quizá fuera alguien que llamaba en nombre de Ainara desde una de esas cabinas telefónicas que se mofan del cliente tragando monedas a cambio de un pitido ominoso. Aguardó expectante sin retirar los ojos del teléfono, pero en los siguientes diez minutos no volvió a sonar. Rubén consultó de nuevo el reloj. Las doce y cuarto o, mejor dicho, las cero horas y quince minutos. Había transcurrido ya un cuarto de hora de un nuevo día. ¿Un día como otro cualquiera, o el día del fin del mundo de los Levi? La tensión de las dos últimas horas y media había degenerado en un dolor de cabeza espantoso. Su presentimiento se había convertido en una certeza. A Ainara le había ocurrido algo malo. Ella no le tendría en ascuas durante tanto tiempo. Lo que no puede ser, no puede ser, y, además, es imposible. Encendió el televisor. Todas las cadenas comentaban el trágico suceso acaecido en el Barrio Azul. Fue cambiando los canales con el mando a distancia, como un autómata, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, cinco, cuatro... De repente, se detuvo en el canal cuatro. Una mujer de apariencia juvenil y de sonrisa congelada –¿de qué sonreiría?- anunciaba que, según fuentes policiales, en la explosión habían muerto tres personas, dos hombres y una mujer, y un vecino de la zona, dueño de una tienda de caramelos, se debatía en esos instantes entre la vida y la muerte en la UCI del hospital, aunque los médicos se temían lo peor. A Rubén se le nubló la vista al par que el mando a distancia se le escurría de entre las manos y caía mansamente sobre la alfombra tras rebotarle en la rodilla. “Ainara ha muerto en la explosión”, resonó una voz de ultratumba en sus adentros, como un juez inconmovible que dicta la pena capital. ¿De dónde procedía esa sentencia disparatada? Sólo podía proceder del averno. Ahí es donde se encontraba temporalmente: en el infierno de la locura. En sus lastimosas condiciones, sumido en el temor y en la incertidumbre, constituía una presa fácil para las aprensiones más descabelladas. No podía prolongar por más tiempo su estado de pasividad aguardando una buena nueva cada vez más incierta. Desde un punto de vista objetivo, constituía un despropósito pensar que Ainara había muerto en la explosión; se le antojaba verosímil, sin embargo, la posibilidad de que Ainara yaciese mal herida en algún descampado o en la cuneta de una carretera de mala muerte aguardando a que su padre acudiera a rescatarla. “¿Dónde estás, hija mía? ¿Dónde?” Afuera, alguien tenía que saber algo de ella, algo que él no averiguaría sentado en el sillón, frente al televisor, entregado a la fatalidad. Se incorporó de un salto, recorrió el pasillo a la carrera, descolgó la chaqueta del perchero del vestíbulo y volvió a salir a la calle. 11 Al aire libre, lejos de la macabra influencia de las voces de ultratumba, Rubén sintió que recuperaba la esperanza, y la esperanza, en sus circunstancias, se limitaba a una serie de conjeturas presididas por la lógica. “Supongamos que fuese cierto que en la explosión ha muerto una mujer, ¿y qué? Puede tratarse de cualquier mujer, en esta ciudad hay decenas de millares de mujeres, ¿por qué precisamente iba a ser Ainara la elegida por el destino?” Pero la lógica se rige por unas leyes ajenas a los sentimentalismos. La lógica es... lógica. Demasiada lógica para un hombre cuyas esperanzas, a cada minuto que pasaba, iban consumiéndose engullidas por una realidad implacable. Rubén miró el reloj: las doce y media de la noche. ¡Las cero horas y treinta minutos! Tres horas de retraso, y seguía sin saber nada de su hija. Nada de nada, o sea, todo. Y ese todo abarcaba cualquier cosa, por muy disparatada o explosiva que fuese. Se cruzó en la calle con varias personas. Una de ellas le saludó con la mano. Rubén, absorto en sus pensamientos, no respondió al saludo. La gente era invisible para él. Todos los sentidos los tenía vueltos hacia sus adentros, como si el paradero de Ainara fuese un enigma que sólo su pensamiento podría desentrañar. “En la ciudad hay millares de mujeres, pero no todas viven en Azul. ¿Cuántas, sin contar a niñas y a ancianas, habrá en el barrio? No más de dos mil. ¿Y cuántas de esas dos mil vivirán cerca del lugar donde explotó el coche?” Rubén se detuvo junto a una farola, y alzó la vista al cielo. La densa humareda se había disipado, y en el firmamento brillaba la luna llena como si tal cosa, ajena a las tragedias que se escenificaban en la tierra. La luna nada sabe de los dimes y diretes de los terrícolas, no puede saberlo, y, aunque pudiera, no querría. ¿Qué satélite en su sano juicio mostraría interés por el bochornoso espectáculo que se representa día tras día en un planeta donde la minoría forja su bienestar a costa del malestar de la mayoría? La mirada de Rubén cayó abruptamente de las alturas y se estrelló contra el suelo, como si la reflexión que acababa de aflorar de los abismos de su mente fuese un pesado lastre imposible de acarrear. “También hay mujeres terroristas. También, también, también...” Se recostó contra la farola, sin fuerzas ni siquiera para levantar los párpados, y permaneció en esa posición, como un pasmarote, durante un par de minutos. -¿Le ocurre algo, señor Levi? Era Visi, la amiga de Ainara. -Hola, Visi. No es nada, sólo un pequeño mareo. -¿No ha vuelto Ainara todavía? -No. ¿La has visto? Visi negó con la cabeza. -¿Le ayudo, señor Levi? -No te preocupes, ya me encuentro mejor. -Voy en la misma dirección que usted. Si quiere, puede apoyarse en mi brazo. -Gracias, Visi, pero no es necesario. Sigue tu marcha, mi caminar es unos cuantos años más lento que el tuyo. Además, quizá vuelva a darme un garbeo por allí –Rubén señaló con el dedo hacia la calle Azul-; alguien tiene que haber visto a Ainara en las últimas horas. -¿Seguro que está bien? -Seguro, Visi. Gracias. En cuanto reanudó la marcha, el subconsciente, sin apiadarse de Rubén, le ofreció las nuevas conjeturas que había elaborado durante la pausa: “Quizá Ainara viajaba por su propia voluntad en el coche. ¿Y por qué iba a viajar Ainara en un coche cargado de explosivos en compañía de dos matones? Porque los conocía. ¿Los conocía? Sí, los conocía, aunque ignoraba que eran terroristas. ¿Y de qué iba a conocer Ainara a esos criminales? Hay terroristas no fichados por la policía que hacen vida normal, algunos incluso van a la universidad como si tal cosa y entablan relaciones con muchachas encantadoras. Ainara los conocía, de acuerdo, pero ¿por qué dos terroristas que se disponen a cometer un atentado iban a invitar a una conocida a subir en su coche? ¿Por qué?” Rubén se detuvo repentinamente junto al escaparate de una pastelería, a medio centenar de metros de donde se agolpaba el gentío. Acababa de percatarse de que ni siquiera la lógica jugaba ya a favor de sus intereses. La última pregunta que se había formulado también admitía una respuesta lógica. Los dos terroristas habían invitado a Ainara para que, sin ella saberlo, hiciera de tapadera (dondequiera que se encuentre Ainara, ese lugar se reviste de dignidad), y ella había aceptado viajar en un coche cargado de explosivos porque ignoraba que el vehículo transportaba tan mortífera carga. Así de sencillo, así de trágico. Todo se reducía a una casualidad. La vida está llena de casualidades, algunas trágicas. Apartó el pensamiento de sus tétricos pensamientos, y se propuso centrarse en los estímulos circundantes. Las imágenes ofrecidas por la televisión habían lanzado a la calle a centenares de vecinos, y resultaba casi imposible abrirse paso hasta la zona delimitada por el cordón policial, a unas decenas de metros donde se hallaban los cadáveres descuartizados de las tres víctimas. De puntillas, por encima de un mar de cabezas, Rubén avistó, en medio del asfalto, junto a un amasijo de chatarra calcinada, a tres bultos tapados con sendas sábanas blancas que eran iluminados cada pocos segundos por los fogonazos de las cámaras de los reporteros gráficos que se agolpaban en torno a ellos. -¿Se sabe algo nuevo, María? –preguntó a una vecina de escalera, a quien un reciente infarto agudo de miocardio la había dejado más cerca de allá que de acá. -He oído que también iba una mujer en el coche. Dos hombres y una mujer. Ahora actúan por tríos. Antes de darse el lote, cumplen con su trabajo de asesinos. Qué miserables. Como dice el refrán: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Pero esta vez les ha salido el tiro por la culata. Lo siento por el pobre Dionisio, sólo por él. Los otros no me dan ninguna lástima, ellos se lo han buscado. El despropósito ha fijado su residencia en este país, Rubén; si pudiera, viviría lejos de aquí, si pudiera; pero no puedo. -¿Se refiere a la salud? -Si tuviera dinero, mi estado de salud no sería un problema insuperable. Mi marido murió, mis dos hijos y los cuatro hermanos que me quedan están desperdigados por ahí, por el Estado, dicho en jerga nacionalista, o sea, en el destierro. Aunque están a pocos kilómetros, si se hallaran en Corea, no se encontrarían tan lejos. Temen venir aquí –la mujer le hizo un ademán con la mano a Rubén para que se le aproximara un poquito más y, puesta de puntillas, con voz casi inaudible, añadió-: Dos de mis hermanos, políticos del Partido Conservador, están amenazados por la Organización. Chitón, Rubén, es un secreto... Puestas así las cosas, yo ya me he resignado a subir al último tren, que, visto el panorama, cada vez me produce menos aprensión. Como leí en algún sitio, la seguridad la proporciona la muerte, no la vida. -La vida es insegura, claro que lo es, sobre todo aquí en este pedazo de tierra, pero necesitamos gente como usted para hacerla un poquito más habitable. Ánimo, María. Tiene un corazón fuerte, lo resistirá. Le deseo lo mejor. -Gracias, Rubén, pero mi corazón ya no está para florituras, uno de estos días entonará el canto del cisne, y aquí os dejaré, en uno de los peores escenarios que me había imaginado, y no es el peor, porque todavía en este trozo de tierra viven personas que merecen la pena, personas como tú y tu hija. Lástima que seáis la excepción y no la norma, porque, si no, este país de mis desvelos sería el país de mis sueños profundos. Que Dios te bendiga, Rubén. Cuando trataba de abrirse paso entre la muchedumbre, Rubén sintió una mano en el hombro. Giró la cabeza. Era la mujer con bata y zapatillas con la que había conversado al apearse del taxi, la Solitaria, quien se hallaba respondiendo las preguntas que le formulaba un periodista radiofónico. -No me han sacado en televisión, pero al menos he salido en la radio –le dijo a Rubén, cuando el periodista, después de oír la respuesta a la tercera pregunta que le había planteado, decidió buscar entre el público un testimonio más impactante. -La felicito. -Usted tampoco ha podido resistir la tentación de acercarse a husmear, ¿eh? -No, no he podido. -Cuando ocurre un suceso así, delante de nuestras propias narices, es muy difícil mantenerse al margen. A los humanos nos atrae lo truculento. ¿Sabe por qué? –Rubén se encogió de hombros-. Porque somos unos masoquistas incorregibles. Y sádicos, también. -Es posible que tenga razón. Hasta otro día, señora. El periodista quiso abordar a Levi, pero éste lo rechazó con un inequívoco gesto de la mano. Rubén desanduvo el camino a casa arrastrando los pies para no pisotear a su moral, que reptaba por los suelos, desmoralizada. Antes de entrar en el portal número 12 de la calle de la Montaña, miró al cielo, como si buscara arriba lo que no encontraba abajo; pero la noche, para Rubén, se había transformado en un pozo negro, y en el cielo, símbolo de la esperanza, a pesar de la luna llena, veía reflejada la negrura del trozo de tierra que tenía bajo los pies. Había salido de casa en busca de unas briznas de esperanza, y volvía veinte minutos después, desesperanzado, como un muerto viviente, o un viviente moribundo. Se arrepintió de su incursión callejera. Además, el lugar más idóneo para recibir noticias de Ainara no era la vía pública, sino el salón de su casa, pegado al teléfono. 12 El contestador automático parpadeaba de nuevo. Tras varios intentos frustrados, con la mano agitada por unos movimientos espasmódicos, como si padeciera el baile de San Vito, Rubén acertó a pulsar la tecla del ‘play’, y la voz cascada del tal Julián volvió a surgir del aparato: ‘Hola, Ainara, soy yo otra vez. Como puedes comprobar, estoy ansioso por hablar contigo. Llámame, Ainara, te lo ruego...’ “¿Quién diablos será este tío? ¿Poseerá él la clave de este maldito embrollo? Ainara, Ainara, hija mía de mi alma, ¿dónde te has metido?” Se sentó en el sofá, cruzó una pierna sobre la otra, la descruzó, volvió a cruzarla, inspiró, espiró, inspiró de nuevo. “Así, Rubén, recupera la calma. No te preocupes. Todo va bien. Ainara es mayor de edad, y hoy ha decidido trasnochar un poco. Eso es todo... ¡No!” Se incorporó de un salto. Acuciado por las catastróficas conjeturas que bullían en su pensamiento, se le antojaba una estupidez tratar de luchar contra su creciente inquietud. Cuando tu casa es pasto de las llamas, te transformas instantáneamente en un bombero; cuando tu hija ha desaparecido, no te queda más remedio que convertirte en un improvisado investigador. Y los investigadores no se limitan a realizar ejercicios respiratorios y a monologar mientras esperan a que sucedan los acontecimientos, los provocan... Los provocan, sí, pero ¿por dónde empezar? Se dirigió a grandes zancadas al cuarto de baño, metió la cabeza en el lavabo y se frotó la nuca bajo el chorro de agua fría que manaba del grifo. Permaneció en esta posición hasta que sintió que se liberaba de parte de la carga que le oprimía todo su ser. Cuando cerró el grifo, le pareció que había permanecido una eternidad con la cabeza bajo el agua, aunque, en realidad, apenas estuvo unos segundos. (¿Por dónde empezar?) Tras secarse a medias el cabello con una toalla de baño, se encaminó a la cocina a prepararse otra tila doble. Se la bebió de un trago sentado en uno de los sillones del salón, junto a la mesita del teléfono, en diagonal a la estantería en cuyo centro, flanqueado por sendos anaqueles repletos de libros, el televisor, ahora encendido, parecía desentonar en medio de tanta literatura. (¿Por dónde empezar?) “El mueble librería debe acoger libros, sólo libros; mañana le propondré a Ainara que cambiemos de sitio el televisor”, se dijo Rubén... “Si Ainara vuelve”, matizó una voz tenue que, sin embargo, resonó con estruendo en su oído interno. Enmudeció el aparato y, con la vista fija en la pantalla, aferrándose a la repentina sensatez que le embargaba, se esforzó en mantener apartados los presagios que le habían fustigado sin compasión en las horas previas. Paulatinamente, empezó a razonar con algo de realismo. Si las tres víctimas eran terroristas, Ainara no podía ser una de ellas. Era imposible que lo fuera. La realidad de los Levi no admitía más elucubraciones que las suyas. Ni presentimientos, ni aprensiones, ni razonamientos lógico-abstractos, ni leches en vinagre. Tres terroristas habían muerto, Ainara no era una terrorista, luego Ainara estaba viva. El problema radicaba en saber dónde se encontraba a tales horas de la noche. ¿En la casa de alguna amiga? ¿En una discoteca? ¿Paseando a luz de la luna? Hipótesis que, ateniéndose al sentido común, descartó de inmediato porque ninguna de ellas excluía la posibilidad de efectuar una llamada telefónica. ¿Y si ha sufrido heridas graves en un accidente de tráfico, y en estos momentos la están atendiendo en la sala de urgencias de un centro hospitalario? Por fin, sabía por dónde empezar. Debía empezar por lo obvio, o sea, por el principio. Llamó al Hospital Público de la Villa. Le respondió una voz femenina que, con exquisita cortesía, le informó de que, aparte del herido en la explosión del Barrio Azul, los ingresos que se habían producido en las cuatro últimas horas se debían a causas naturales, y ninguno de los pacientes tenía menos de sesenta años. La telefonista, no obstante, le aconsejó que llamara al Hospital Público Provincial, centro al que, a veces, eran trasladadas las víctimas de los accidentes ocurridos en el extrarradio de la capital. Así lo hizo. Una mujer, de voz rasposa, menos amable que la anterior, le dijo que en el hospital, en las últimas horas, sólo había ingresado una muchacha de quince años, herida al parecer en un accidente doméstico, aunque, según todos los indicios, el asunto olía a chamusquina. -¿Quiere decir a quemado? –preguntó Rubén. -Me refiero a algo turbio. Un intento de suicidio… o, quizá, se asesinato. Descartada la hipótesis del accidente... ¿o no? Descartada a medias. Ainara podría haber sufrido un percance en algún lugar solitario, y sus lesiones tal vez le impidiesen valerse por sí misma. Un percance, ¿dónde? En cualquier sitio, las posibilidades se le antojaban infinitas. “Nos creemos el ombligo del mundo cuando en realidad somos unas peleles a merced del azar. El azar lo condiciona todo en la vida. Cada día, detalles en apariencia insignificantes cambian el rumbo de la existencia de innumerables personas. ¿El de Ainara también?”. Rubén se quedó colgado de este interrogante, mirando de reojo la mesita de teléfono. Atrapado en la telaraña aprensiva, visualizaba, sobrecogido, una serie de imágenes ordenadas cronológicamente, como si tuviera ante sí todos los fotogramas de una película. Una película de apariencia engañosa, ya que empezaba como una comedia de enredo y, pronto, viraba hacia una tragedia griega. Se negó a ver el final. La película continuó proyectándose en algún lugar de su mente, pero él se obligó a hacer una nueva llamada de teléfono. -Qué sorpresa oír tu voz a estas horas, Rubén –le dijo su suegra, que no se había acostado porque estaba pendiente de las noticias-. Llamas por lo de la explosión, ¿no? Os hemos telefoneado hace un rato, pero como no contestabais, nos hemos figurado que estabais en la calle viendo...viendo...eso. -Eso, sí. Todo un espectáculo. -Un espectáculo dantesco, ¿no? -Una tragedia, Begoña. -Sí, pobres hombres..., mejor dicho, pobres personas, porque, según parece, en el vehículo también iba una mujer... ¿Está Ainara todavía despierta? -No está en casa. Precisamente, les he llamado para saber si se encontraba ahí con ustedes. -¿A estas horas? -A estas horas, Begoña. Dijo que volvería pronto, y todavía no ha llegado. -¿Le habrá pasado algo? Es muy tarde, Rubén. -No se alarme, Begoña. Se habrá entretenido con alguna amiga. La suegra se mostró sorprendida de que Ainara, en un día laborable, en plena época de exámenes, sobrepasada la medianoche, estuviera en la calle; aunque le sorprendía todavía más que ni siquiera hubiese llamado por teléfono para comunicar el motivo de la tardanza. -Ainara es muy formal para estas cosas. ¿No te parece raro que no haya llamado, Rubén? -Sí, bastante raro, pero estoy seguro de que sus razones tendrá. -¿A qué te refieres? -A nada en concreto, Begoña. -Lo sé. No te preocupes, hijo, se le habrá olvidado mirar el reloj. A veces, nos entusiasmamos tanto con lo que hacemos, que las horas pasan en un santiamén. Si lo sabré yo, que me he hecho vieja en unos cuantos calendarios. -Usted no está vieja, Begoña. -La procesión va por dentro, Rubén. Las desgracias envejecen mucho más que los años. Volviendo a Ainara, lo más probable es que esté con su novio, en sus brazos, quiero decir. -Con su novio no está. He hablado hace un rato con él. -¡No? Algún motivo tendrá que explique su tardanza. No debemos preocuparnos, Rubén, es una muchacha muy responsable. -Seguro que tendrá algún motivo. Seguro que sí...Voy a colgar por si acaso llama. -Sí, será lo mejor. Avísanos en cuanto llegue, no importa la hora que sea. Mientras continúen informando del suceso y resista el sueño, permaneceré delante del televisor. -¿Qué tal se encuentra Carmelo? -Muy bien. Está aquí, a mi vera, dormido como un ceporro. Se duerme en cualquier parte y a cualquier hora. Hace unos minutos ha hecho un comentario jocoso sobre uno de esos anuncios machistas que tanto proliferan en televisión, le he respondido recordándole otro par de anuncios publicitarios. “¿No te parecen incluso más machistas?”, le he preguntado. No ha dicho ni mu. No podía. Estaba en el limbo. No he conocido jamás a ninguna persona que se duerma tan rápido como él. En cuanto se lo propone, y se lo propone varias veces al día, le basta agitar los párpados una o dos veces, como si fuesen dos alas, para cruzar la frontera que separa la vigilia del sueño. Qué envidia me da. Con todo el lastre que arrastra la memoria de los Ibarra, no sé cómo puede dormirse con tanta facilidad, tal vez esa sea la razón: se duerme para silenciar los gemidos de sus recuerdos. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo. -Ainara les llamará dentro de unos minutos, Begoña. -Que Dios te oiga. -¿Por qué ha dicho eso, Begoña? -¿A qué te refieres, Rubén? -Ha dicho exactamente: ‘Que Dios te oiga’. -¿Eso he dicho? -Sí. -Lo habré dicho sin pensar. Para una simple llamada telefónica, no hay que invocar a Dios. 13 Rubén se dejó caer en el sillón: “Que Dios te oiga... Que Dios te oiga…” Estiró las piernas, las encogió, cruzó los brazos contra el pecho, los descruzó, se mordió las uñas de una mano, de la otra, se puso en pie: “Que-Dios-te-oiga-que-Dios-te-oiga...”. Empezó a dar vueltas por el salón a grandes zancadas, como un muñeco parlanchín al que le han dado cuerda: “QueDiosteoigaqueDiosteoiga...” No logró quitarse de la cabeza la frase de marras hasta que, al cabo de diez minutos, detuvo su frenético deambular frente al retrato enmarcado de Arantxa y Ainara. Había tomado una decisión. Una decisión que el miedo había ahuyentado durante las tres últimas horas. Entreabrió los labios para dar salida al suspiro que le permitiese aliviar la tensión acumulada, mas el suspiro no se produjo. Resulta difícil tomar ciertas decisiones, pero lo realmente difícil es ponerlas en práctica. Volvió a sentarse en el sillón de orejas, junto a la mesita del teléfono, su puesto de guardia, en donde permaneció hasta que hizo acopio de todo el valor que pudo reunir en sus adentros, y entonces, sólo entonces, se aprestó a hacer lo que, si el miedo no le hubiese nublado la razón, debería haber hecho hacía ya rato. En los casos objetivamente desesperados, en general, el hombre, subjetivo por naturaleza, cierra los ojos a las evidencias y los abre de par en par a los indicios que le confirman aquello en lo que cree; dicho con otras palabras, en un formidable ejercicio de racionalización que hace las delicias de los psicoanalistas, el humano huye de la desesperación construyendo a trompicones una realidad a la medida de sus deseos, la única opción que le queda de que un malvivir como el suyo se transforme en el sobrevivir que le traslade a la buena vida. Así, los familiares del paciente que sufre un cáncer terminal lloran en secreto la muerte inminente de su ser querido al mismo tiempo que éste, en el cuarto contiguo, ignorante del carácter irreversible de su dolencia, se ríe a carcajadas mientras contempla una película de los hermanos Marx o de Charles Chaplin. Las conjeturas habían sido en las últimas horas las carcajadas de Rubén, y su casa, el cuarto contiguo del enfermo. Con los dedos de la mano atacados de nuevo por un aparatoso tembleque, luego de una docena de intentos fallidos, acertó a marcar el número de la central de la comisaría de policía entretanto el mal presentimiento, transmutado en una certeza, se perfilaba con todo detalle en su mente: “Ainara camina por la acera, un coche circula por la calzada y....” Al otro lado del hilo telefónico le respondió la voz lánguida de un agente, a quien Rubén le explicó a trompicones la naturaleza de su problema. -Más despacio, señor, más despacio. -Perdone, estoy bastante nervioso. -Cálmese, señor, y tómese un respiro. Inspire por la nariz contando hasta tres y expire mientras cuenta hasta seis... Uno, dos, tres... ¿Me oye? -Le oigo, y le ruego que se ahorre sus recomendaciones respiradoras. Soy consciente de mi nerviosismo, esa es la razón por la que les he llamado. Si no estuviera preocupado por mi hija, a estas horas me encontraría en la cama durmiendo a pierna suelta y, por lo tanto, no estaría hablando con usted, ¿no le parece? -Me lo parece, claro que me lo parece. Y, ahora, entremos en materia: ¿Cuánto tiempo lleva desaparecida su hija? -Esta mañana fue a la Biblioteca Municipal a estudiar, y no ha vuelto, y... -¡Esta mañana? ¿A la Biblioteca Municipal? ¿Qué edad tiene su hija? -Veintidós años. -¿Me está tomando el pelo? ¿Llama usted a la Policía porque su hija, de veintidós años, no ha llegado a casa cuando apenas pasan unos minutos de la medianoche de un día espléndido de junio? Es tardísimo para una mujer hecha y derecha, ¿verdad? -Usted juzga prematuramente, con poca educación por cierto, una situación cuyo contexto ignora por completo. Déjeme que le explique, y seguro que se hace cargo de mi desasosiego. -¿Con poca educación, dice usted? ¿Sabe cuántas llamadas hemos recibido en las últimas horas? En fin, le tomaré nota de sus datos, pero le adelanto que, si quiere presentar una denuncia por desaparición, tendrá que personarse en la comisaría para entregarnos una fotografía de su hija y firmar el impreso correspondiente. ¿Cómo ha dicho usted que se llama? -Ainara. -Me refiero a usted. -Rubén Levi. -¿Levi? ¿Es judío? -Sí, judío nacido, al igual que mi hija, en este país... -En este país, ¿qué quiere decir? ¿Que son naturales de esta comunidad o del Estado? -En este país. Qué más da dónde nací. No he llamado para que me someta a un interrogatorio. -Está bien, no se sulfure, señor Levi. ¿Mantiene buenas relaciones con su hija? -Excelentes. ¿Y qué tiene eso que ver? -Mucho. No podemos descartar una desaparición voluntaria. ¿Tiene novio? -Sí, pero no está con él. -Bueno, señor, persónese en la comisaría en cuanto pueda. -Espere, no cuelgue. ¿Saben ya la identidad de los tres fallecidos en la explosión? -Información reservada, señor Levi. -Vivo cerca de donde se ha producido la explosión y… -¿Qué quiere decir, señor Levi? -He oído en la televisión que en el suceso ha muerto una joven. -¿Y por qué no ha empezado por ahí? ¿Sospecha usted de su hija? -¿A qué se refiere? -Está claro a lo que me refiero, señor Levi. Le pregunto si tiene usted sospechas de que su hija pertenezca a la banda terrorista. -Pero ¿qué diablos está usted diciendo? -Está bien, olvidémonos de las preguntas endiabladas y terminemos de una vez. Vaya describiéndome a su hija de la manera más gráfica que pueda. -¿No me ha dicho antes que he de personarme en la comisaría? Para evitar malentendidos, será preferible que le proporcione los datos dentro de unos minutos, cara a cara. No tardaré. -Dígamelos ahora, y así se los transmitiré a los compañeros de los coches patrulla. A lo mejor, con un poco de suerte, le recibo en la comisaría con una buena noticia. -De acuerdo. Su nombre es Ainara Levi Ibarra, tiene veintidós años, es alta... -Más despacio, que estoy tomando nota a mano, y no tengo ni puñetera idea de taquigrafía. Ainara Levi Ibarra, de veintidós años, alta... ¿Cómo de alta? ¿Como una modelo o como una pivot de baloncesto? -Un metro y setenta dos centímetros. Tiene ojos de color verde, es delgada, de cabello castaño claro y nariz más bien respingona… -Un aspecto nada judío el de su hija judía, señor Levi. -Usted tiene una imagen de los judíos demasiado esquemática. Además, Ainara es judía sólo por parte de padre. -Ah, sí, el segundo apellido es Ibarra. Vaya cruce. Levi Ibarra. Por los datos que me ha dado, deduzco que su hija es una muchacha muy atractiva. No podía ser de otra manera con semejante macedonia genética. Yo, a diferencia de la mayoría de mis colegas, creo que el mestizaje mejora a la especie humana en todos los sentidos, y que si los blancos procrearan más a menudo con los negros, la sociedad mejoraría porque... -Agente, le ruego que se ahorre sus digresiones antropológicas y acabemos de una vez con este trámite burocrático, o mucho me temo que los datos de mi hija jamás llegarán a sus compañeros de patrulla. -Acabemos, sí, pero recuerde que ha de presentarse cuanto antes en esta comisaría con una foto de su hija. ¿Cómo iba vestida? -Déjeme pensar... Creo que llevaba unos pantalones vaqueros negros y una blusa blanca. Ah, se me olvidaba, tiene una pequeña cicatriz, apenas visible, junto a la comisura del labio, en la mejilla izquierda. -No cuelgue. La espera se prolongó durante dos larguísimos minutos. Rubén, con el alma en vilo, oyó unos cuchicheos ininteligibles al otro lado del hilo telefónico. -Señor Levi –era otra voz. -Dígame. -Soy el inspector Romero. Le llamaremos dentro de unos pocos minutos. -¿Que me llamarán? ¿Qué es lo que ocurre? -Ahora no puedo concretarle nada. Es probable que dentro de unos minutos podamos proporcionarle alguna información sobre su hija. Tenga paciencia. -¿No puede ser un poco más explícito, inspector? ¡Mi hija ha desaparecido, y lo único que se le ocurre a la Policía es pedirme que tenga paciencia? -Paciencia, sí. En estos casos, es la mejor receta. Le llamaremos pronto, señor Levi. -Oiga, pero no les he dado mi número de teléfono... Habían colgado. Rubén se levantó del sofá y, sacudido por unas súbitas contracciones en el estómago, se dirigió a paso ligero al cuarto de baño; a mitad del pasillo, intentó acelerar la marcha, pero no pudo; sus pies parecían lastrados por sendas bolas de plomo. A escasos centímetros de la puerta del cuarto de baño, la fuerza del vómito lo desequilibró, y cayó de rodillas en la moqueta sobre un líquido oscuro que despedía un hedor agrio. Pugnó por levantarse, pero al no conseguirlo ni siquiera al octavo intento, optó por permanecer recostado contra la pared del pasillo los minutos necesarios para recuperar las fuerzas; en sus circunstancias, cualquier lugar de la vivienda era igual de bueno e igual de malo. Estaba en manos del destino y no podía hacer nada, salvo esperar, esperar como espera un condenado a muerte el indulto que impida su ejecución. “Ainara, hija mía, ¿qué te han hecho? Ainara, Ainara, Ainara...” Necesitaba hablar con alguien, pronto o, si no, perdería el juicio; alguien que le devolviera el sentido de la realidad. Se le ocurrió llamar a su hermana, residente en la capital del Estado, a casi cuatrocientos kilómetros de distancia. Si no se hallaba de guardia en el hospital, seguro que estaría levantada. Sara, como casi todos los Levi, sólo utilizaba la cama para dormir lo suficiente, ni un minuto más, y en lo que respecta al sueño, lo suficiente para ella se cifraba en no más de seis horas. Reptando como un gusano, consiguió llegar hasta la mesita del teléfono del salón. Marcó tres dígitos, y, cuando se disponía a marcar el cuarto, se quedó con el índice colgado del aire, sobre la tecla. Decidió postergar la llamada unos minutos. La Policía podía dar señales de vida antes de lo previsto, y si se topaba con la línea ocupada, a lo peor, no le llamaba en toda la noche. El vómito parecía haberle sentado bien. No se encontraba tan mareado como minutos antes. Se incorporó y dio unos tímidos pasos por el salón para estirar las piernas. El hecho de que el policía literato le dijera que quizá, dentro de unos minutos, le proporcionarían información sobre Ainara, no significaba nada... malo. Podría significar simple y llanamente que un coche patrulla la había encontrado en la calle, no demasiado lejos de la Biblioteca, desvanecida a causa del esfuerzo mental de los últimos días. “Sí, ¿por qué no? Resulta menos inverosímil que lo otro. Si hubiera venido a casa andando, posibilidad remota, seguro que se habría metido por el callejón de La Merced, ¿para qué iba a dar toda la vuelta y tomar la calle Azul? Nunca la da, y menos en época de exámenes. Claro que... No. ¿Cómo iba a viajar en el coche de unos terroristas? Imposible. Ha sufrido un desfallecimiento y la ha recogido un vehículo policial. Seguro... ¿De verdad que estás seguro, Rubén?” 14 El teléfono volvió a sonar a la una y media de la noche. Rubén, recostado en el sofá, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados, en un intento inútil de atraer el sueño para escapar de la angustiosa espera, se sorprendió a sí mismo alargando el brazo con desgana hacia el receptor, como si ya hubiese renunciado a la esperanza de oír al otro lado del hilo telefónico la voz de Ainara. ¿Por qué? -Casa de los Levi. -Buenas noches, señor Levi. ¿No ha regresado todavía? Era el novio de Ainara. -No, David. Y ahora sí que estoy muy preocupado. -Y yo empiezo a estarlo, señor Levi. No sé dónde se habrá metido a estas horas. A Rubén le pareció percibir un deje socarrón en las palabras de David. Y su orgullo (o su vanidad), siempre beligerante, en cualquier circunstancia y en cualquier lugar, se encabritó. -Si no ha regresado, sus razones tendrá –dijo retrepándose en el sofá. -¿A qué se refiere? -A que quizá le haya pasado algo. -¿Ha llamado a los hospitales, señor Levi? -Sí, y a la Policía también. -¿A la Policía? -Sí, pensé que Ainara podría haber sufrido algún percance y... -¿Y? Rubén se abstuvo de reproducirle la breve conversación que había mantenido con el inspector Romero, ya que lo único que le apetecía en esos instantes era colgar el teléfono, y no responder a la batería de preguntas de un novio angustiado. Además, no era sólo cuestión de apetencia, sino de conveniencia. La Policía llamaría en cualquier momento, tal vez lo estuviera haciendo ahora mismo. -¿Está ahí, señor Levi? -¿Qué?... Sí, aquí estoy. -¿Qué le ha dicho la Policía? -Nada, por supuesto. Si supiera que Ainara ha sido víctima de algún percance, no estaría hablando contigo. Prometo llamarte en cuanto sepa algo. -Pero, señor Levi… -Hasta luego, David… Un momento, David. ¿Hay alguien entre tus amistades o conocidos que se llame Julián? -¿Julián? Déjeme pensar... El número dos de mi promoción se llama Julián. Lo suelo ver de vez en cuando en el gimnasio. ¿Por qué me lo pregunta? -¿Lo conoce Ainara? -Sí. Se lo presenté hace unas semanas en una cafetería. -¿Tiene la voz grave, un poquito cascada? -¿Voz grave? La voz de Julián es aguda, como la de una niña repipi. Es uno de esos individuos que prefiere la compañía de los hombres a la de las mujeres. O sea, un marica. -Un homosexual. -Si prefiere llamarlo así... -¿No conoces a ningún otro Julián? -Pues no... Bueno, sí, el profesor de Sociología de la Universidad se llama Julián. -¿Qué edad tiene? -Cuarenta y bastantes, no creo que llegue a los cincuenta. ¿Por qué lo pregunta? -Por nada, simple curiosidad. Te llamaré. Se incorporó, dio una vuelta en círculo por el salón mientras miraba de reojo el teléfono. Eran las dos menos cuarto de la noche, y la Policía continuaba sin dar señales de vida, y eso que el inspector Roncero o Ranero o Reguero o como diablos fuese su apellido le había dicho que le llamaría enseguida...Y, de pronto, descifró el terrible significado oculto en las triviales palabras pronunciadas por el policía: Es probable que dentro de unos minutos podamos proporcionarle alguna información sobre su hija. “Alguna información, ¿cuál?” Una información mortal de necesidad. La Policía no te llama a las tantas de la noche para desearte felices sueños. “¡Ainara!” Rubén Levi cayó de rodillas sobre la alfombra, alzó los brazos por encima de la cabeza, con los dedos entrelazados, y, elevando la vista al techo, transmutado en el Cielo del Antiguo Testamento, improvisó una plegaria dirigida a Dios: “Ayúdala, Dios mío, ayúdala, y te prometo que yo... yo...” Miró en torno a sí, como si fuera observado por un enjambre de curiosos, y se sintió ridículo. ¿Qué demonios podía prometer él a un Dios en el que ni creía ni creería? ¿Acaso una persona racional, con el sentido crítico desarrollado, puede creer en un Padre omnipotente que permite que sus hijos cometan todo tipo de tropelías? Si él, Rubén Levi, hubiera fabricado un robot con apariencia humana, manejable por control remoto, y viese, desde la ventana de un edificio, que su criatura se dispone a colocar una bomba en los bajos de un coche aparcado en la calle, ¿acaso no lo impediría? Y él era un simple mortal, entonces, ¿por qué Dios, si existía, toleraba tanta iniquidad en un mundo creado por Él? ¿Por qué?... “Porque no existe. La existencia del hombre es la evidencia que demuestra la inexistencia de Dios”, resonó una voz de ultratumba en sus adentros. Rubén hincó la barbilla en el pecho y ahogó un sollozo. 15 Cansado de deambular por los cien metros cuadrados de la vivienda, Rubén se detuvo delante de la habitación de Ainara, indeciso, con la mano suspendida sobre la manilla de la puerta. Respetaba tanto a su hija, que consideraba poco menos que una abominación aprovecharse de las circunstancias para curiosear entre sus pertenencias. El sentido común, ajeno a los sentimientos abominables surgidos del corazón de un padre desesperado, empero, le instaba a registrar el dormitorio, ya que, si había algo en la casa que permitiera desentrañar el misterio de la desaparición de Ainara, tendría que encontrarse allí; sin embargo, las razones lógicas, lejos de convencerle, acrecentaron aún más si cabe sus dudas. Impertérrito, permaneció delante de la puerta sin mover ni un músculo, como una estatua de sal, hasta que, al cabo de unos segundos, le pareció oír al otro lado de la puerta el sonido de una voz inconfundible: “Pasa, papá”, que resolvió de un plumazo sus vacilaciones. En cuanto traspuso el umbral, sintió una punzada aguda en el pecho, a la altura del corazón. ¿Otro mal presagio? La habitación, como siempre, ofrecía un aspecto impecable. En los dominios de Ainara, el desorden estaba proscrito. Para Rubén, en cambio, el orden era un lujo del que se podía prescindir en su propia casa. Prefería que las cosas estuviesen en el lugar correspondiente, pero si no lo estaban, no pasaba nada. Bueno, sí, pasaba que, a veces, tenía que emplear unos cuantos minutos en buscar algún objeto, nada más... “Y nada menos, papá. Si en Libre Albedrío fueses tan desordenado como en casa, habrías tenido que cerrar hace tiempo por falta de clientela”. En la librería no le quedaba más remedio que ser ordenado, estaban en juego su prestigio y su supervivencia profesional. En el hogar, donde se podía y se debía prescindir de las apariencias, a Rubén le resultaba muy complicado dejar cada cosa en su sitio. Por eso, cuando Ainara daba cumplida cuenta del desbarajuste de su padre, éste, a veces, se exasperaba al comprobar que era incapaz de encontrar en el orden lo que antes hallaba fácilmente en el desorden. “¡Ainara! ¿Dónde has guardado el abrecartas que dejé encima de la mesa de la sala?” ¿Dónde lo iba a guardar? En su sitio, o sea, en el cajón del escritorio. El problema surgía cuando Rubén buscaba algo y Ainara estaba ausente... Ausente. “¿Dónde te has metido, hija mía de mi alma?” Un entrañable olor le devolvió al aquí y ahora. De pie, apoyado en el quicio de la puerta, con los párpados entornados, inspiró profundamente para absorber el olor a gloria que emanaba de la habitación. Al cabo de un minuto, antes de que la memoria, inspirada por el olor a Ainara, una mezcla de incienso, narcisos y jazmín, le mostrase el ramillete de recuerdos que había espigado de entre lo más florido de su colección, abrió los ojos y miró. Lo primero que vio fue una reproducción del ‘Guernica’, de Picasso, colocado a propósito por Ainara enfrente de la cama para que fuese lo último que viera cada noche antes de entregarse al sueño; a renglón seguido, los ojos de Rubén brincaron a la derecha y cayeron en un póster, desplegado en la pared, justo encima de la cama, en el que se distinguía a un niño bosnio, dentro del autobús que le conduciría al exilio, posando la mano abierta contra el cristal de la ventanilla, al otro lado de la cual la mano de su desconsolada madre trataba de testimoniarle el amor imperecedero que sentía por él, tal vez el último acto de amor en la vida de la mujer. La cama estaba cubierta por un edredón y dos cojines a juego con las cortinas, de color salmón; sus ojos volvieron a desplazarse a la izquierda, hacia la pared, atraídos por el magnetismo del ‘Guernica’, bajo el que se alineaban unos estantes ocupados por centenares de libros ordenados alfabéticamente. Un niño bosnio partiendo hacia el desarraigo, el ‘Guernica’, y libros, muchos libros. “¿Leemos El pequeño Nicolás, papá?” “¿Otra vez, hija?” “Otra vez”. “Pero si lo hemos leído más de diez veces en los dos últimos meses”. “No importa, papá”. Claro que no importaba. Un padre y una hija han de quererse mucho para leer juntos diez veces el mismo libro. “¿Accedería a que se lo leyera ahora, a sus veintidós años?”, se preguntó Rubén, con los ojos fijos en el lomo de El Pequeño Nicolás. “Seguro que sí. Llevamos casi doce años sin leer a cuatro ojos, cabeza contra cabeza. En cuanto vuelva, se lo propondré”. Adosado a la estantería, al lado de la ventana, había un pequeño escritorio de madera en cuya superficie barnizada, junto a una cadena de música y una pila de casetes y cedés, descansaba una pluma estilográfica sobre unas hojas de papel. Rubén se acercó al escritorio. En los folios no había escrito nada. Se dirigió al ropero colocado a la izquierda, en diagonal a la cama, posó la mano en el tirador y dudó unos instantes; se sentía como un canalla que traiciona la confianza que ha depositado en él la persona a la que más ama. No lo abrió. Después de deambular por la habitación tratando de convencerse de que lo suyo no era intrusión, sino amor por Ainara, decidió abrir el cajón de la mesita de noche y hurgar en su interior. Flanqueada por un bolígrafo y el teléfono móvil (¡Ay, el teléfono móvil!), halló una diminuta agenda. Pasó nerviosamente las páginas hasta llegar a la letra jota. Leyó y releyó todos los nombres, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, de arriba abajo y de abajo arriba, pero no encontró el número de teléfono de ningún Julián. El olor a Ainara, su fragancia predilecta, cubría su memoria con el manto de la añoranza (“La he perdido, la he perdido”). Abrió un poco más el cajón, y, al fondo, descubrió un diario. “¿Lo leo o no lo leo?” Se le antojó una profanación leer, movido por una curiosidad morbosa, lo que Ainara había escrito para sí misma en unas circunstancias normales; aunque, claro, éstas no eran unas circunstancias normales, eran las más anormales que había vivido desde que Ainara estaba en este mundo. No lo dudó más. “Las situaciones anómalas, Rubén, exigen conductas insólitas”, se dijo mientras abría lentamente el diario e inclinaba la cabeza hacia delante para ojear lo que su hija había escrito; pero, en el último momento, apartó la vista. ¿Y si sus páginas guardaban un terrible secreto? No, no lo abriría. Lo que Ainara había escrito en la intimidad, en la intimidad debía quedarse. Detrás de la agenda, contra el fondo del cajón, había dos libros no demasiado voluminosos, uno encima del otro. Abrió del todo el cajón, y sus ojos se tropezaron con la cubierta de “Habla memoria”, de Vladimir Nabokov. Ainara se merece un Nabokov, Nabokov se merece a una lectora como Ainara. Bajo la obra autobiográfica del escritor de origen ruso, reposaba “Cartas a Theo”, de Van Gogh. Este libro le sorprendió menos que el otro. En alguna ocasión, Rubén le había hablado a Ainara de esas cartas. El librero se dispuso a cerrar con sumo cuidado el cajón de la mesita, como si temiera perturbar el descanso eterno de Vladimir Nabokov y de Vincent van Gogh, pero, antes de que el cajón se cerrara del todo, le pareció ver de manera fugaz una cosa que prefirió no verificar, tal vez se había tratado de una alucinación; suspiró, dio media vuelta y, mientras sus ojos regresaban a Guernica, sus otros sentidos se pusieron en alerta, como si presintiesen la cercanía del peligro. En medio de la atmósfera solemne de la estancia, que le remitió a Rubén a un mausoleo, oyó un gravoso silencio, roto al cabo de unos segundos por una voz ronca que le instaba a abandonar la habitación. “¿Por qué?”, preguntó. “Porque, bajo su pulcra fachada, está infestada de malos presagios. Sal, Rubén”. Trató de mover las piernas sin conseguirlo en primera instancia, aturdido por el olor, antaño de gloria, y ahora de difuntos; se taponó la nariz, tomó impulso con los brazos, y, de un impresionante salto, llegó al umbral de la habitación, lo cruzó de una zancada y, de espaldas a la puerta, sin girar la cabeza para no caer hipnotizado por los efluvios del jazmín, el incienso y los narcisos, extendió el brazo derecho hacia atrás, tanteó con la mano en el aire hasta sentir el roce frío del metal de la manilla, la aferró y dio un golpe seco hacia delante. Cuando sintió la puerta cerrarse, resopló aliviado, como si, al cerrarla, impidiera que los malos presagios irrumpieran en la realidad. En el pasillo, avanzó un par de metros y se detuvo frente a la ventana que daba al patio interior de la vivienda, el cual casi siempre despedía un aroma a chuleta de vaca a la plancha, un sabor que a Rubén le repugnaba, no porque no le gustaran las vacas, sino porque le gustaban demasiado... vivas. Bajo el efecto del perfume de Ainara que todavía llevaba impregnado en las fosas nasales, su corazón latía con desgana, como si se hubiese resignado a la fatalidad. La fragancia que desde tiempos inmemoriales enardecía sus sentidos, se había convertido, en cuestión de horas, en un perfume letal. Necesitaba olfatear otro aroma, aunque fuese el de chuleta a la plancha. Abrió la ventana, sacó medio cuerpo fuera, tomó aire y, paradójicamente, en unos pocos segundos, el aroma de la carne le devolvió la vida. Rubén se encaminó a la cocina a prepararse otra tila. Si en esos instantes se hubiera contemplado en un espejo, no se habría reconocido. Y si lo viera alguna otra persona, huiría aterrorizada, como si hubiese tropezado con un ser de ultratumba. Un minuto antes de las dos, volvió a sobresaltarle el timbre del teléfono. Un sobresalto de mal agüero. El sonido era diferente al de otras llamadas, más acuciante, como si al otro lado se encontrara la mala ventura, ansiosa por desembarazarse de las calamidades que portaba. ¿Y si se trataba de la buena ventura? En estas circunstancias, también tendría prisa, no por ella, sino por el destinatario de la primicia. Además, si no era la buena ventura, podría serlo si la invocaba convincentemente: “Ainara, Ainara, Ainara...” Tiroriroriro....Tiroriroriro... “Ainara, Ainara, Ainara...” Tiroriroriro... Tiroriroriro... Alzó el auricular con mano temblorosa. -¿Ainara? Le respondió una voz grave, desconocida, en tono categórico: la mala ventura. -Evidentemente, no soy Ainara, ojalá lo fuera. ¿Es usted el señor Levi? -Sí, dígame. -Soy el inspector jefe Rodrígues, así como suena, o sea, con ese final. Lamento llamarle a unas horas tan intempestivas, pero no lo haría si no fuera por una razón de peso –el inspector hizo una pausa de unos segundos, la cual elevó el ritmo del corazón de Rubén medio centenar de palpitaciones por minuto, se aclaró la garganta con un aparatoso carraspeo y, bajando el volumen de voz, agregó-: Lamento tener que ser el mensajero de una noticia como la que tengo que darle, señor Levi. No es la primera vez que hago una cosa así, gajes del oficio... ¿Me oye, señor Levi? -Le oigo, y le ruego que desembuche de una vez lo que tenga que decirme. El inspector Romero me comunicó hace más de una hora que me llamarían enseguida. Un silencio opresivo siguió a las palabras apremiantes de Rubén. El silencio más angustioso que Rubén había oído en toda su vida. En apenas diez segundos, Rubén oyó, (y vio y olió y probó y palpó) la pormenorizada descripción de calamidades, todas las imaginables, que le anunciaron, entre sonidos de timbales, los cuatro jinetes del Apocalipsis. -Disculpe nuestra tardanza en llamarle, pero le aseguro que el retraso no se debe a la negligencia, sino al celo profesional. Hay ciertas noticias que sólo se pueden comunicar una vez que se han adoptado todas las prevenciones. Se lo diré sin más rodeos: Tenemos razones fundadas para afirmar que su hija es una de las víctimas mortales de la explosión en el Barrio Azul –el inspector volvió a carraspear, antes de añadir, impostando la voz-: Le acompaño en el sentimiento, señor Levi. A Rubén se le nubló la vista al mismo tiempo que la cabeza empezaba a darle vueltas, o quizá era la habitación la que se movía en círculo, como una noria gigantesca que giraba a una velocidad vertiginosa; de repente, notó que una fuerza avasalladora, como un huracán, arrancaba la imaginación de sus raíces y la propulsaba hacia arriba, muy arriba. ¿A dónde? Al infierno. El infierno suyo no se hallaba en las entrañas de la tierra, sino arriba, sobrevolando su cabeza, contra el cielo. Estaba soñando, seguro, un sueño pesaroso; no podía ser real lo que estaba sucediendo en esa noche apocalíptica. La realidad no es tan terrible, no puede serlo. Imposible que lo sea. Se trataba de una pesadilla diseñada por una mente diabólica; pronto se despertaría, y saltaría de la cama, y recorrería el pasillo a la carrera, y, excepcionalmente, entraría en el cuarto de su hija sin llamar a la puerta, y, con el olor a jazmín iluminándole los ojos, se arrojaría en sus brazos, y la cubriría de besos, y... Se pellizcó el brazo, el muslo, se pisó el pie derecho con el talón izquierdo... No sintió ningún dolor; no había duda: estaba durmiendo. Entonces, si se encontraba en la cama durmiendo a pierna suelta, soñando con malos sueños, ¿cómo había podido pisarse el pie? Se lo había pisado porque en el sueño no estaba dormido, sino despierto, atendiendo una llamada telefónica. -Señor Levi...Señor Levi... ¿Sigue ahí, señor Levi? -Aquí sigo, al menos, eso creo. -Estamos prácticamente seguros de que su hija viajaba en el coche siniestrado... No, no era un sueño. Era la realidad convertida en una pesadilla, la peor de las pesadillas. El infierno está aquí entre nosotros, casi nadie se libra de él, sólo es cuestión de más o menos tiempo. La única diferencia radica en que unos, después de un período de penosa reclusión, logran evadirse de él, mientras que otros, en cambio, una vez que son arrojados a sus fauces, ahí se quedan, para siempre jamás. Cuando la naturaleza es violentada, y un padre viudo se ve obligado a velar a su única hija, muerta en un atroz accidente con implicaciones terroristas, no hay posibilidad de escape; la vida se ha transformado en un valle de lágrimas en el que el día es la noche y la noche es oscuridad. Un valle cuyo cielo, envuelto en una capa tenebrosa y sombría, ha sido despojado de todas sus metáforas. Para Rubén Levi, desde el trágico 10 de junio, el cielo, a lo sumo, se reduciría a una inconmensurable superficie neutra, opaca, carente de mitos, o peor, mucho peor, una superficie cuarteada, como las paredes resquebrajadas del mundo que se había desplomado sobre él. Contra el cielo. Los humanos que viven ajenos a la desgracia, han hecho del cielo el símbolo de la esperanza, el lugar que alberga los sueños que alguna vez alcanzarán en la vida –en ésta o, para los creyentes, en la otra-. Pobres ilusos. ¿Qué representa el cielo para un padre que acaba de perder a su única hija? Lo mismo que la tierra. Abajo está arriba, y arriba está abajo. Todo es infierno. ¿Qué puede esperar de la existencia un padre que no es padre, un esposo que ya no es esposo? ¿Cómo se llama al padre que se ha quedado sin hijos? ¿Ex padre? ¿Hijopadre? ¿Padrehijo? ¿Padre luctuoso? ¿Y cómo se denomina al desgraciado ser que ha perdido a su esposa y a su hija? Solitario. No hay un nombre más apropiado que ese. ¿Solitario a secas? No. Solitario Desesperanzado. En el estado de ánimo de Rubén, por los suelos del subsuelo, su imaginación sólo acertaba a vislumbrar un horizonte vital ennegrecido por densos nubarrones contra los que se recortaba la añoranza. Densos nubarrones que jamás serían traspasados por un sol en torno al cual gravitaría el trozo de tierra que pisaría Rubén. Un sol mortecino, agónico, sin vida; una vida muerta, despojada del futuro que guía al presente en pos de lo posible. Sin Ainara, todo sería imposible, todo... menos la desesperanza. -¿Me oye, señor Levi? Oiga, oiga, ¿sigue ahí? -Aquí...aquí estoy –y bajando el volumen de voz, ya casi un murmullo inaudible, añadió-: Contra el cielo. -¿Contra el cielo? En fin, supongo que en su estado... ¿Por dónde iba? Ah, sí. Le decía, señor Levi, que tenemos fundadas sospechas de que su hija es una de las tres víctimas mortales de la explosión del coche... ¿Me oye, señor Levi? -Le...le oigo. ¿En qué...qué basan esas sospechas? –balbuceó, como un autómata. Hablaba sin que las palabras pasaran por la conciencia, como si fuese otro el que hablase por él. -Entre los restos calcinados del coche, hemos hallado el carné de identidad de su hija, intacto por increíble que parezca, así como un par de libros chamuscados, en uno de los cuales pudimos distinguir su nombre... ¿Sigue ahí? -Aquí sigo. -Le reitero mi pésame, señor Levi. ¿Estaba al corriente de las actividades de su hija? “¿Qué está diciendo este sujeto? ¿He oído lo que creo haber oído o me lo he figurado?” -¿Qué es lo que me ha preguntado, inspector? -Le preguntaba por las actividades de su hija. Había oído perfectamente. No, no estaba viviendo un pesadilla, lo que vivía era el auténtico infierno, el cual nada tiene que ver con las pesadillas que agitan los sueños. El infierno real es peor, mucho peor, que la peor de las pesadillas. El infierno real, no el infierno mitológico al que se alude en algunos libros religiosos. En el infierno mitológico existen el dolor y el rechinar de dientes; en el infierno de Rubén Levi, el sufrimiento superaba cualquier intento de descripción. Para una desgracia como la suya, las palabras, abrumadas, enmudecen. Como diría el poeta, hasta el aire que respiraba le dolía. -¿Se refiere usted, inspector, a actividades terroristas? -Por ejemplo. Hay muchas formas de morir, y a su hija querían matarla de la peor de las maneras. Rubén tenía la obligación moral de salvarla de la infamia y la indignidad. Una obligación que no admitía demora. Sacando fuerzas de no sabía dónde, probablemente del instinto de supervivencia, se juró a sí mismo que no descansaría hasta restablecer la honorabilidad de su hija. -¿Por ejemplo? Suelta usted la peor de las infamias y la remata con por ejemplo? -¡Pues sí, por ejemplo! –Gritó el inspector, quien, al instante, moderó el volumen de la voz-: Su hija ha muerto dentro de un coche cargado de armas y explosivos. Un coche de la Organización. Me hago cargo de su dolor, pero las evidencias son indiscutibles. Actividades terroristas, señor Levi... Señor Levi, señor Levi... Rubén había colgado el teléfono como un autómata. Una retirada a tiempo. En su estado, al borde del colapso, no podía defender a su hija como ella se merecía. Necesitaba refugiarse en la soledad para dar rienda suelta a todo su dolor. El dolor de los dolores. Tiroriroriro. Descolgó el teléfono: “Oiga...”, lo colgó y lo volvió a descolgar. Recostado contra la pared, a la derecha de la mesita del teléfono, junto al quicio de la puerta del salón, se dejó resbalar hasta que quedó sentado en el suelo, con los ojos abiertos de par en par, sin pestañear, como si estuviera alelado; ahí permaneció durante las dos horas siguientes, con la vista fija en la ventana, aunque sólo veía lo que acontecía dentro de su cabeza. La memoria le mostraba cuidadosamente las páginas de un álbum de recuerdos imborrables, junto a Ainara, como si en la hora de la muerte algo o alguien se empeñase en avivar lo que la poesía romántica proclama que nunca muere mientras el amor viva. Unas decenas de kilos de explosivos no pueden destruir los recuerdos cosechados durante veintidós años de convivencia, los poetas tienen razón: los recuerdos son inmortales, deben serlo, porque, si no, ¿qué mierda de vida sería esta vida mortal? “Ainara, Ainara, Ainara”. El álbum se abrió por la primera página. Rubén visualizó el quirófano del hospital donde Ainara vino al mundo, como si estuviera reviviendo el milagroso momento. “Empuja, Arantxa, empuja”, le ordena el médico a la parturienta, y Rubén, sentado en la cabecera de la camilla, con las manos de su esposa entre las suyas, le susurra al oído palabras amorosas entreveradas con apasionados besos en el lóbulo de la oreja, en el cuello, en la frente, en los párpados, en las manos... Aliento con aliento, olor con olor, corazón con corazón. La cercanía de una nueva vida nacida de la propia vida ilumina su boca con un rosario de ternezas cuya autoría corresponde al Rubén romántico que lleva inédito más de tres años: “Empuja, Arantxa, corazón, mi amor. Empuja”. Arantxa, maravillosamente sorprendida por la locuacidad sentimental de su marido, empuja con todas sus fuerzas y... una cabecita pelona emerge de sus entrañas, entretanto Rubén, todo él, es sacudido por un formidable estremecimiento propiciado por el instinto paternal, el cual, por lo visto, también existe para los hombres que se atreven a invocarlo. Esa criatura que berrea es su hija, la ha engendrado con la mujer a la que ahora estrecha entre sus brazos y cubre de besos. El milagro de la vida. Una vida que vino al mundo al cabo de nueve meses y tres días, y que necesitó veintidós años para convertirse en el ser admirable que fue hasta las nueve de la noche del lunes 10 de junio de uno de los primeros años del milenio. Una muchacha admirable. Eso es lo que fue y siempre será, por mucho que los policías y los periodistas se empeñen en convertirla en otra cosa. En tanto alguien no demuestre lo contrario, siempre será lo que en verdad fue. Y nadie demostrará lo contrario porque es imposible demostrar lo indemostrable. Veintidós años destruidos en un segundo. Qué poco se tarda en destruir lo que tanto cuesta construir. La humanidad ha perdido a una joven excepcional. Una pérdida irreparable. No existirá otra Ainara Levi, nunca, jamás. “¿Qué te han hecho, hija mía? ¿Qué le habéis hecho, canallas? Ainara, Ainara, Ai...” Se había quedado con la sílaba en la boca, traspuesto, como si su propio cerebro se hubiese aplicado un anestésico. Tenía los ojos entreabiertos, pero sólo vislumbraba sombras; su mente estaba en blanco, enmudecida, huérfana de pensamientos, y si los tuvo, más tarde no pudo rememorar en qué había pensado en esos minutos fatídicos. Se arrodilló delante del sofá, enterró la cabeza entre los brazos y, aunque trató de ahogar la pena en llanto, no consiguió derramar ni una sola lágrima. 16 Unas horas después, ya de madrugada, alguien pulsó con insistencia el timbre de la puerta del piso de los Levi. Rubén se despertó bruscamente y miró la esfera luminosa del reloj: las cinco y media. “¿Quién será a estas horas?” Le extrañó verse tirado en el suelo. En una noche como aquella cualquier cosa era posible, incluso despertase de un tormentoso sueño despatarrado sobre la alfombra del salón. Supuso que se había quedado dormido en el sofá mientras veía en la televisión algún programa soporífero y que, luego, zarandeado por los embates de una tempestuosa pesadilla, había caído por la borda. Volvió a sonar el timbre. “No parece el sonido del portero automático”. Ding dong. “No, no lo es; y si no lo es, el que llama se encuentra en el rellano de la escalera, delante de la puerta. ¿Cómo habrá llegado hasta ahí? ¿Quién le habrá abierto a estas horas la puerta del portal? Como siga llamando, despertará a Ainara”. Ding dong. -Abra, señor Levi, soy el inspector jefe Rodrigues. ¿Se encuentra ahí? Abra, o nos obligará a forzar la cerradura. ¡Abra! “¿La Policía? Entonces, no he sufrido ninguna pesadilla mientras dormía, sino que es el sueño el que me ha alejado de la pesadilla. O, a lo mejor, la visita de la Policía también forma parte del sueño... A lo mejor, a lo mejor, a lo mejor...” Se incorporó en varios tiempos, como si emprendiera la ascensión a una empinada montaña. Primero, se puso de rodillas; a renglón seguido, con la mano derecha apoyada en el suelo, agarró con la mano izquierda la pata de la mesita del teléfono, inspiró, espiró, contó mentalmente hasta cinco, tomó impulso y, tras bambolearse durante unos segundos, logró mantener la verticalidad. -¡Abra, señor Levi! Tenemos una orden del juez. “¿Del juez? ¿Qué juez? ¿Qué diablos dice este individuo?” -Le doy diez segundos, señor Levi, abra o... -Voy –acertó a decir Rubén con un hilo de voz. Dando bandazos, como un borracho que camina por la acera abrazándose a las farolas, llegó al vestíbulo, giró el picaporte de la puerta y se tropezó con una cabeza calva en la que refulgían dos ojos oscuros como el azabache que le miraron con acritud, primero, y, después, con un atisbo de compasión. Al inspector, pulcramente trajeado, como si acudiese a una fiesta, le acompañaban tres agentes de uniforme con los rostros velados por sendos pasamontañas. -Buenas noches. ¿Es usted el señor Levi? -Sí, dígame. -Soy el inspector jefe Rodrigues, he hablado con usted hace unas horas. Le acompaño en el sentimiento, señor Levi –el inspector le tendió la mano, que Rubén no estrechó porque, absorto en las connotaciones de las terribles palabras pronunciadas por el policía, no se percató de su gesto cordial. -¡Que...que...que me acompaña en el sentimiento? -Su hija. Ya le dije por teléfono que encontramos algunas pertenencias suyas en el lugar de la explosión. ¿No lo recuerda? He hablado con usted hace unas horas. Traigo una orden de registro. -¿Mi hija...ha... ha muerto? -Lo único que puedo asegurarle por el momento es que en el coche siniestrado hemos encontrado varios objetos de ella. Estamos investigando, y el registro de su casa forma parte de la investigación. Traemos una orden judicial. -¿Buscan armas? -Armas, documentos, cualquier cosa que nos permita detener a algún miembro de esa banda de criminales. -Perderán el tiempo. Aquí no encontrarán nada de lo que buscan. Rubén Levi, dominado por la indignación, sintió que volvía a recuperar las fuerzas y la lucidez, lo cual no dejó de sorprenderle, pues hacía unos pocos minutos era un moribundo y, ahora, parecía un temerario púgil dispuesto a pegarse hasta con el lucero del alba; probablemente, el inconsciente colectivo de los Levi, ante la injusticia que se estaba perpetrando contra uno de los suyos, había puesto en pie de guerra todas sus energías, muchísimas más de las que Rubén se imaginaba. En general, los humanos que se caracterizan por su prudencia tienen un concepto de sí mismos que no hace justicia a su real valía, por eso, cuando se enfrentan a una situación límite, son los primeros en sorprenderse de su comportamiento. Rubén se hallaba en una situación límite, acaso la más límite de todas. Su hija había muerto en un terrible accidente, y, a renglón seguido, la Policía –a la que pronto, con toda seguridad, se sumaría la opinión pública- pretendía matar también sus recuerdos, lo único que nos queda cuando ya no estamos aquí, cuando la muerte nos ha arrebatado la vida. “No lo permitiré, Ainara, te lo juro por... por... ti te lo juro”. -¿Por qué está tan seguro de que no encontraremos nada? -Porque mi hija no era..., no es ninguna terrorista. -Comprendo que se sienta así, señor Levi. Yo, en su lugar, también negaría las evidencias; pero no estoy en su lugar, sino en el de un policía, y los policías debemos ceñirnos a los hechos, por desgracia, en esta ocasión, demasiado clamorosos para ignorarlos. Los agentes, después de registrar hasta el último rincón de la vivienda y no hallar a simple vista nada comprometedor, decidieron llevarse, en varias cajas de cartón, diversos objetos de la habitación de la joven: el ordenador, libros, cedés, disquetes, cuadernos, cintas de casetes y de vídeo, dibujos, álbumes de fotografías... -Espérenme en el coche. Bajaré dentro de un par de minutos –les ordenó el inspector jefe. -Pero ¿qué hacen? Esas son cosas privadas. -Lo lamento, señor Levi, pero lo que usted considera cosas privadas, quién sabe, a lo mejor nos permiten frustrar la comisión de nuevos atentados. -Si no lo estuviera viendo con mis propios ojos, no podría creérmelo. -¿Qué es lo que no podría creerse, señor Levi? -Que fuesen ustedes tan estúpidos. -¿Estúpidos? Hum. Ya veremos lo que hay en el disco duro y en esos disquetes y cedés –apuntó, con un deje irónico, el inspector jefe. -Sólo encontrarán trabajos universitarios, algunas poesías, textos de correos electrónicos... -El correo electrónico es justo lo que más nos interesa. -El correo electrónico de mi hija, salvo que sean ustedes una panda de cotillas, les interesará muy poco. Encontrarán sólo mensajes intercambiados con unas cuantas amigas y, sobre todo, con su novio, David Aragón. -¿Tiene por costumbre leer los correos electrónicos de su hija, señor Levi? -Por supuesto que no. -Entonces, ¿cómo sabe el tipo de mensajes que nos encontraremos? -Porque conozco a mi hija. Están cometiendo un lamentable error. Váyase por donde ha venido y no haga más el ridículo, inspector Rodríguez. -Rodrigues, con ese. -Rodrigues. -Es posible que estemos cometiendo un error, pero eso sólo lo sabremos cuando hagamos nuestro trabajo. Su hija, señor Levi, viajaba en un coche cargado con más de cincuenta kilos de explosivos. Esos son los hechos. Comprendo que usted se niegue a aceptarlos, es su padre y... Ojalá pudiera decirle que su hija ha sido víctima de una banda de desaprensivos, y, así, dentro del dolor de la pérdida, confortarle de alguna manera; pero las cosas son lo que son... Las apariencias engañan, señor Levi. Es un tópico, lo sé, pero en este caso me temo que a usted también le han engañado. Una joven que actúa amparándose en la legalidad, o sea, que no está fichada por la policía, no iba a confesarle a su padre, un hombre respetable, que milita en una sanguinaria banda terrorista. Un hombre al que el amor de padre le impide percatarse de ciertos detalles que un observador imparcial calificaría de elocuentes evidencias. Lamento hablarle con tanta crudeza, señor Levi, pero he de ceñirme a mis obligaciones. La labor de la Policía consiste en prevenir los delitos y, cuando esto resulta imposible, en perseguir a los delincuentes. En general, se nos da bastante mal proporcionar consuelo a las víctimas; a título personal, lo intenté en alguna ocasión, pero mis intentos se saldaron siempre con unos ridículos clamorosos. Si fuéramos hermanitas de la caridad, no seríamos policías. Los cometidos de estas dos instituciones son irreconciliables. Una parte de la mente de Rubén estaba en la habitación, la otra flotaba en el limbo, exiliada de una realidad que se le antojaba inconcebible: “¿De qué me habla este tío? ¿Qué coño me importan mí las apariencias, los terroristas sanguinarios, los policías que se sienten ridículos cuando confortan a las víctimas de los delitos que ellos no supieron prevenir? A mí lo que me importa es Ainara, mi hija. ¿Sabe usted dónde está o...o recurro a... a... las hermanitas de la caridad?” -Señor Levi, señor Levi –el inspector le zarandeó por el hombro unos minutos más tarde, cuando terminó el registro-. Señor Levi, ¿quiere que llame a un médico? -¿Un médico? -Sí, señor Levi. Está usted tan pálido como un cadáver... Ejem, siento haber utilizado un símil tan macabro. ¿Puedo ayudarle? -¿Quién es usted? -El inspector Rodrigues. He venido por lo de su hija... Y Rubén Levi se cayó del guindo y se dio un costalazo contra la cruel realidad. Ainara necesitaba la ayuda de un padre coraje, y él distaba mucho de serlo..., de momento. -Le estaba diciendo... -Sé lo que me estaba diciendo, inspector Rodrigues –dijo Rubén poniéndose en pie. Hay cosas que nunca se pueden disimular. Un padre de profundas convicciones éticas, por mucho que sea el amor que nubla sus ojos, no puede convivir con una hija asesina y considerarla una persona de una categoría excepcional. Y cuando Rubén calificaba de excepcional la categoría humana de su hija, se refería sobre todo a la bondad. ¿Acaso la bondad se percibe exclusivamente por el sentido de la vista? Hubiera querido describir con minuciosidad al inspector el catálogo de virtudes que jalonaban la personalidad de Ainara, y refrendar la descripción con una cita lapidaria que su memoria, oportuna, le acababa de recordar: “El honor le sea dado a quien de veras lo merece”. Todo eso hubiera deseado decirle al inspector Rodrigues, pero finalmente sólo pudo añadir: -Buenas noches, inspector Rodrigues. -Hasta pronto, señor Levi –el inspector extendió el brazo con la mano abierta hacia Rubén-. Créame que lo siento, señor Levi. -Le creo –dijo Rubén estrechando la mano recia y sudorosa del inspector. 17 Cuando el inspector jefe y sus subordinados se marcharon, al alba, Rubén encendió la radio, como si hoy fuera ayer, y la vida, con el nuevo amanecer, reanudase su formidable rutina. Le saludó la sintonía clásica que antecede a las noticias. “Señoras, señores, muy buenos días. Son las seis de la mañana –anunció la voz dulce de una locutora en cuanto sonó el sexto pitido-. Anoche, alrededor de las nueve, tres terroristas murieron en el Barrio Azul...” Tres terroristas, tres, tres. Apagó el aparato y se derrumbó literalmente. Tumbado sobre la alfombra del salón, Rubén enterró la cabeza entre los brazos y se dispuso a deshacer, a base de llanto, el nudo que le oprimía el corazón; pero no logró verter ni una sola lágrima. Su dolor no toleraba ningún tipo de alivio, como si antes de remitir, le exigiera que lo experimentara en toda su intensidad. Se dispuso a hacerlo y, al instante, la punzada en el pecho se intensificó. “¿Será verdad que el alma se aloja en el corazón?”, se preguntó a sí mismo. “Tal vez se trate de un infarto de miocardio”, se respondió... ¿Un infarto? Demasiado sencillo. El dolor que padece un padre que ha perdido a su única hija es incomparable. Es el dolor que anticipa el sufrimiento de los sufrimientos: la nostalgia irrevocable. ¿Por qué no podía llorar? ¿Por vergüenza? ¿Hasta ese extremo llegaban los resabios de la educación machista, o, acaso, es que le faltaba práctica? No. A él no le importaba llorar, en público y en privado, había tenido oportunidad de comprobarlo cuando murió Arantxa. En la misa de cuerpo presente, derramó algunas lágrimas furtivas, sólo algunas; pero, minutos después, en su casa (desangelada, vacía), abrazado a Ainara, lloró hasta que no le quedó ni una lágrima por derramar. Y, entonces, sólo entonces, se sintió con fuerzas para afrontar la ausencia definitiva de su amada esposa (aunque al cabo de varios días sufriera una recaída, lógica según los expertos en los asuntos del duelo). ¿Por qué ahora, que su hija había muerto de una manera tan ignominiosa, no podía llorar? Gemía de pena, como gime un perro junto al cadáver caliente de su amo, pero no lloraba. Y con el corazón abrumado por el dolor y el cuerpo exánime, dudaba de que estuviera en condiciones en los próximos días de dedicarse a desentrañar la verdad (sin verdad, ¿hay esperanza?) Si el llanto no aligeraba el peso que le oprimía el alma, temía derrumbarse en el momento y lugar más inoportunos, por ejemplo, dentro de unas horas, en el campo de tiro de los cazadores de la prensa sensacionalista. “¿Y si pruebo a gritar?”, se preguntó sentándose en el suelo, como si se le hubiese ocurrido una idea genial. “¡Sí! Eso es”. Se incorporó, cerró los ojos, apretó los puños, carraspeó, abrió la boca de par en par y de su garganta, más que el grito a lo Tarzán que esperaba, salió un sonido desfallecido. Ni gritos ni lágrimas. Dolor, sólo dolor, un dolor intenso en el lado izquierdo del pecho que le dificultaba hasta la respiración. Se la dificultaba, pero no se la impedía. Rubén sabía que continuaría respirando después, después de después y más tarde, mucho más tarde, del después de después. Conocía muy bien cómo las gasta el dolor por la muerte de un ser querido. Cuando llorase todo lo que tenía que llorar, el dolor le dolería de una manera generalizada, y no sólo en el corazón como ahora; se replegaría en sus adentros y paulatinamente, sin estridencias, tomaría posesión de él abarcando hasta la última célula de su ser. Un dolor fantasma. Su sabio interior lo sabía, como también sabía que la causa de Ainara necesitaba al mejor Rubén, no a un ecce homo. Por eso confiaba en que el dolor le concedería una tregua cuando, dentro de unas horas, emprendiera, a campo abierto, la lucha para revocar la sentencia que la opinión pública había dictado contra la memoria de Ainara Levi Ibarra: condenada eternamente por terrorista. ¡Qué ultraje! Casi todos contra su palabra, él contra la de casi todos. Dio dos pasos hacia delante y se detuvo a un palmo de la fotografía enmarcada de Ainara que colgaba de la pared, junto a la de Arantxa, en cuyo cristal se superponía el reflejo de sus propios ojos dirigiéndole una mirada inquisitiva: “¿Qué piensas hacer, Rubén?” Se prometió a sí mismo, en presencia de su esposa y su hija, que jamás cejaría en su empeño de que prevaleciera la verdad mientras le quedara un hálito de vida. “¡Lo juro por la memoria de mis antepasados!” La biografía de su hija debía quedar limpia de todo lo que le era ajeno. No podía permitir que el nombre de Ainara Levi fuera mancillado hasta el final de los tiempos, él era el único que podría impedirlo, porque, cuando él muriera, ¿quién velaría por el buen nombre de ella? Y, en ese instante, para respaldar su determinación justiciera, algún ancestro musitó en su oído interno un proverbio judío: “Si no ahora, ¿cuándo? Si no tú, ¿quién?” Ainara estaba dos veces muerta. La explosión había hecho pedazos su vida, y, si nadie lo impedía, la opinión pública, en los próximos días, a base de patrañas, mataría su honorabilidad. Pero la honorabilidad, al igual que muere, es susceptible de resucitar cuando alguien le da motivos para hacerlo. Él sería ese alguien... desde ya mismo y hasta el final de sus tiempos. Y, mientras buscaba los motivos inapelables que convencieran a la honorabilidad que dispensa la opinión pública, Rubén Levi convertiría a Ainara en un recuerdo imperecedero para mucha gente. “Hablaré de ti, Ainara, mientras permanezca entre los vivos, hasta a los patos del parque les describiré tus innumerables virtudes; tu recuerdo no morirá, te lo prometo, hija mía”. Y, en ese instante, su formidable memoria, oportuna como siempre, le devolvió la voz de su madre: “La felicidad es un fin en sí mismo, la desdicha no. La desdicha es el comienzo de todo, porque los humanos desdichados deben inevitablemente superar su desdicha para seguir viviendo. Estás vivo, Rubén”. Y como la memoria funciona por asociación, junto a las palabras de su progenitora, enlazado a ellas como las cerezas, Rubén recordó el célebre pasaje con el que empieza una de las grandes novelas de la Literatura Universal, Ana Karenina: “Todas las familias dichosas se parecen, pero las desgraciadas lo son cada una a su manera.” León Tolstoi tenía razón. La desgracia de Rubén Levi era muy particular, y lo normal es que una desgracia de ese calibre reduzca a un hombre a una piltrafa que suscita la compasión de sus semejantes, no la admiración. Desafiando los elementos, Rubén se prometió por enésima vez a sí mismo en las últimas horas que, a pesar del atroz sufrimiento que le incitaba a echarse en la cama y a no despertar hasta que Arantxa y Ainara le abrieran los ojos en el otro mundo, lucharía a brazo partido contra todo hijo de vecino para que la verdad de los Levi acallase todas las mentiras. Sacaría fuerzas hasta de su última célula enlutada. No tenía nada que perder (¿qué puede perder quien lo ha perdido todo?). En sus circunstancias, la vida sólo tenía un sentido: hacer justicia a Ainara. Adelante, Rubén. “Va por ti, hija mía, dondequiera que estés... ¿Estás en algún sitio, o en la nada?” 18 El teléfono sonó un segundo después de que Rubén, de camino al cuarto de baño, lo colgara maquinalmente. Eran las ocho y media de la mañana. Respondió como un autómata, sin que fuera consciente de lo que decía. Su voluntad estaba en su pensamiento, y su pensamiento estaba en Ainara. Su voluntad era Ainara. -¿Sí? -¿Es la casa de Rubén Levi? Era una voz desconocida que, no obstante, le transmitió buenas vibraciones. -Habla usted con Rubén Levi. -Mi nombre es Ramiro Ramírez, y le llamo de parte de Francisco Redondo, el director de La Voz de la Mañana... Mi más sincero pésame. ¿Me oye, señor Levi? Francisco Redondo, la voz de las mañanas radiofónicas, uno de los comunicadores más prestigiosos del país, director y presentador del programa que llevaba más de diez años encabezando las listas de audiencia en su franja horaria, de seis a once y media de la mañana. “¿Este periodista también se apunta al morbo?”, se preguntó Rubén. -Le oigo. Dígame, Ramiro Ramírez. -Un nombre curioso el mío, ¿verdad? Mi apellido es bastante común, pero mis padres pensaron que si le añadían un nombre del mismo origen, apellido y nombre, juntos, adquirirían un esplendor que ni uno ni otro mostraban por separado. -Unos padres muy inteligentes los suyos, Ramiro Ramírez. -Gracias, señor Levi. Y, ahora, sin más dilación, le explicaré el objeto de mi llamada. Mi director, el señor Redondo, tiene muchísimo interés en que usted intervenga en la edición de hoy de La Voz de la Mañana. Nuestro código deontológico nos prohíbe entrometernos en la vida privada de una persona que acaba de perder trágicamente a su hija, y créame que, hasta la fecha, hemos respetado la prohibición. Esta vez, sin embargo, deseamos hacer una excepción porque el sexto sentido de mi jefe intuye que usted tiene algo importante que decir a nuestra millonaria audiencia, por eso le ofrecemos nuestros micrófonos. Digamos que, en esta ocasión, La Voz de la Mañana actúa por razones altruistas... ¿Me oye, señor Levi? -Le oigo, Ramiro Ramírez, y le escucho, al menos eso creo. Corríjame si no le he escuchado bien. ¿Ha dicho usted que su programa actúa por razones altruistas? -Eso he dicho. En este caso, así es. -Un altruismo muy peculiar, ¿no? -Bueno, matizo. Digamos que actuamos por razones solidarias. -Solidarias, sí. Ustedes me hacen un favor que les favorece a ustedes. -En esta profesión, la audiencia es la que manda, no seré yo quien lo niegue. No obstante, en su caso, estoy en condiciones de garantizarle que mi jefe, como es su costumbre, le dispensará un trato exquisito, sin forzarle a decir lo que usted quiera callar; él no es uno de esos profesionales sensacionalistas, que no sensacionales, que acorralan a sus entrevistados con preguntas tramposas para hacerles declarar lo que éstos ni en la peor de sus pesadillas se hubiesen imaginado que serían capaces de decir, uno de esos profesionales que, luego, cuando, convertidos ya en estrellas fugaces de la televisión, son entrevistados por el colega adulador de turno, lejos de manifestar el menor atisbo de autocrítica, se jactan del periodismo agresivo que practican, entre los cabeceos babosos de su entrevistador y las risotadas procaces del público que llena las gradas del estudio... En fin, nuestra profesión es un reflejo de la sociedad en la que vivimos. Menudo rollo que le he soltado. Discúlpeme, señor Levi... ¿Está en condiciones de aceptar nuestra invitación? Rubén se lo pensó unos segundos. La Voz de la Mañana, un programa oído hasta en los confines del territorio nacional, le ofrecía una excelente oportunidad para vindicar el buen nombre de su hija, sobre todo, si preparaba su intervención con objeto de no dejarse en el tintero ningún detalle importante. La lucha empezaba...ya. -Antes de responderle, deseo pedirle un favor. -Si está en mi mano, le ayudaré con mucho gusto. -¿Puede leerme los titulares de las primeras páginas de los periódicos de hoy? -¿De todos los periódicos? -Unos cuantos. -¿Cuáles? Rubén mencionó el nombre de tres periódicos, los de más tirada. -¿Se refiere usted a los titulares de las noticias de la explosión? -Exacto. -Aguarde unos segundos. -Oiga, espere, no se moleste en leérmelos, sólo deseo saber si en los titulares de las primeras páginas califican de terroristas a los muertos por la explosión. -Creo que sí, pero se lo confirmaré enseguida. No cuelgue... Ramiro Ramírez tardó un par de minutos en satisfacer la curiosidad de Rubén. -Todos los periódicos, señor Levi, consideran a los fallecidos terroristas, si bien la mayoría les añade el calificativo de presuntos. -Muchas gracias. -No cuelgue, señor Levi. Mi jefe desea que intervenga usted inmediatamente en La Voz de la Mañana. -¿Dentro de cuántos minutos? -Dentro de nada. Ahora mismo. -En mi estado, no sé si...si... Rubén trató de razonar su negativa, pero desistió al cabo de unos segundos. ¿Cuándo estaría en mejores condiciones? Aunque, en las semanas siguientes, recuperara las energías, cosa que estaba por ver, y afrontara con arrojo la épica tarea de seguir viviendo, su estado de ánimo empeoraría conforme empezara a padecer realmente, no sólo en la imaginación, las consecuencias de la ausencia definitiva de Ainara. Dicen que el tiempo lo cura todo. Se equivocan los que acuñaron esta frase. El tiempo lo cura casi todo, no el dolor de un padre que ha perdido a su única hija. La herida que deja en el alma ese dolor, el dolor de los dolores, es irrestañable. Además, conforme transcurrieran las horas sin que el infundio fuese desmentido, a Rubén le resultaría más difícil extirpar la falacia de entre la opinión pública. La honorabilidad de Ainara no podía esperar, cada minuto era crucial para restablecer la verdad. El único inconveniente radicaba en que debería improvisar su intervención, aunque, pensándolo mejor, más que un inconveniente, quizá constituyera una ventaja. La deliberación tiende a templar el sentimiento, y la verdad de un padre huérfano, para sacudir las conciencias de las personas decentes, ha de ser expresada con palabras cargadas de emoción. -¿Acepta, señor Levi? La voz de Ramiro Ramírez acariciaba su oído, y la experiencia le había enseñado a Rubén que las voces mendaces no acarician, sino que irritan. -Acepto. -¿Ahora mismo? -En cuanto ustedes quieran. -Perfecto. -¿Estamos ya en antena? –preguntó Rubén. -Espere... Lo estaremos dentro de unos segundos. Ramiro Ramírez era un hombre de palabra. En efecto, no había pasado ni un minuto, cuando Rubén oyó al otro lado del hilo telefónico una voz muy conocida, quizá la más popular del país. Era una voz diáfana y cálida que inspiraba confianza. -Tenemos con nosotros al padre de Ainara Levi, la joven que murió anoche, junto a otras dos personas, en el trágico suceso acaecido en el Barrio Azul. A Rubén le agradó que Francisco Redondo no se refiriera a Ainara como una presunta integrante de la Organización. -Buenos días, señor Levi, le acompaño en el sentimiento. -Muchas gracias, pero, si usted me lo permite, desearía hacerle una precisión. -Faltaría más. Adelante, señor Levi. -Aunque por desgracia he de reconocer que todos los indicios apuntan a que mi hija es una de las tres víctimas mortales de la explosión, su muerte todavía no me ha sido confirmada de manera oficial. Supongo que a ustedes, los periodistas, no les cabrá ninguna duda. -Por lo que concierne a La Voz de la Mañana, como hacemos siempre en estos casos, nos limitamos a basarnos en las informaciones oficiales. No voy a formularle ninguna pregunta, señor Levi, le cedo el micrófono para que diga lo que desee. -Es usted muy amable. De momento, dadas mis circunstancias, me limitaré a decir que mi hija no era ninguna terrorista. Lo repito para que no haya malentendidos: Niego con rotundidad que mi hija fuese una terrorista. Y, ahora, le ruego que me pregunte en qué fundamento mi convicción. -Una pregunta muy interesante. ¿En qué se basa para negar la pertenencia de su hija a la Organización? -En una razón vital. Nadie la conocía mejor que yo. Y, si no le importa, pregúnteme a continuación qué hacía mi hija en el interior de un coche cargado de explosivos. -¿Qué hacía su hija en ese coche, señor Levi? -Esa es una cuestión a la que espero responder en los próximos días..., o semanas, o meses, o años si es preciso. Mientras las fuerzas me respondan, no desistiré en mi empeño de dar con la respuesta. Se lo he prometido a mi hija, y los Levi jamás incumplimos nuestras promesas. -Cuando encuentre la respuesta, y vaticino que la encontrará más pronto que tarde, si lo considera oportuno, los micrófonos de La Voz de la Mañana los tendrá a su disposición para difundirla a los cuatro vientos. -Muchas gracias. Le prometo que, llegado ese momento, que llegará, su programa será el primero al que me dirigiré. -¿Sea cual sea la respuesta? -Ignoro por qué mi hija se hallaba en ese coche, pero sé que mi hija no era una terrorista. -Espero que tenga razón. -La razón mía, señor Redondo, no se espera; se tiene. -Le admiro por su entereza, señor Levi. -No me admire, señor Redondo. La terrible injusticia que se está perpetrando contra la memoria de mi hija es la que me insufla las fuerzas. Si hubiese muerto de una muerte normal, en estos momentos no podría articular ni una simple frase de dos palabras. La indignación me mantiene con las botas puestas, y disculpe el tópico; los explosivos han matado a Ainara, la opinión pública la ha rematado, yo la he de resucitar. 19 El teléfono volvió a sonar en cuanto Rubén se despidió de Francisco Redondo. Aunque supuso que se trataría de otro periodista, se obligó a responder una vez más, sólo una. Quién sabe, a lo mejor era cierto que los milagros existían. A despecho de las evidencias, algo dentro de él se negaba a renunciar a la esperanza. Algo, ¿qué? El corazón, claro, que, cuando todo está perdido para la razón, él sigue aferrándose a sus razones, por ejemplo: una amiga de Ainara se había sentido repentinamente mal en la Biblioteca unos cuantos minutos antes de las nueve de la noche, y Ainara, siempre tan solícita, la había acompañado al hospital dejándose, con las prisas, los libros encima de la mesa corrida; por fortuna, una condiscípula, vecina del Barrio Azul, los había recogido con la intención de entregárselos a Ainara esa misma noche; la condiscípula, a la salida de la Biblioteca, se encontró con un par de amigos que casualmente se dirigían al Barrio Azul, la invitaron a ir con ellos en el coche y... O tal vez una terrorista le había robado a Ainara el bolso con todas sus pertenencias, documento de identidad incluido… O quizá, un comando de la Organización la había secuestrado al confundirla con la hija de uno de los pocos empresarios de la región que se niegan a pagar la extorsión que ciertos medios de comunicación llaman impuesto revolucionario, sin comillas ni cursiva. -¿Casa del señor don Rubén Levi? –preguntó una voz de mujer, acaramelada y amable, sospechosamente amable. -Está usted hablando con él. -Soy la secretaria del director del semanario Revelación, perdone que le moleste a unas horas tan tempranas, señor Levi, pero en Revelación somos muy madrugadores, tenemos que serlo si queremos llegar al meollo de la noticia antes que nuestros competidores, y le aseguro que queremos, vaya que si queremos. Y podemos. Le llamo porque la publicación para la que me cabe el honor de trabajar tiene mucho interés en hacerle una extensa entrevista, en exclusiva, claro. Nuestra intención es que salga publicada en las páginas centrales de nuestro próximo número, con llamada incluida en la primera página, por supuesto, faltaría más. -¿Una entrevista sobre qué? -Usted es el padre judío de la terrorista que ha muerto en... -¡No le consiento que califique usted a mi hija de terrorista, no en mi presencia! –vociferó Rubén. -Perdone. Presunta terrorista. -Nada de presunta. ¿Qué le parecería a usted que yo la llamara presunta ladrona? -Me parecería una ofensa intolerable. -Exacto. Una ofensa intolerable. ¿Y si proclamara a los cuatro vientos que es una presunta secretaria? -Pues... Retiro lo de terrorista, porque me supongo que el calificativo de judío no le molesta, ¿o sí? -La verdad nunca me ha molestado. Soy judío, y ni me avergüenzo ni me vanaglorio de ello. Me siento orgulloso de ser hijo de mis padres, unas personas extraordinarias, independientemente de que fueran judíos, arios o árabes. Lo que me importa en los seres humanos es lo que depende de su voluntad. -Ojalá pudiera yo decir lo mismo de mis padres. En fin, como le iba diciendo, Revelación desea publicar en las páginas centrales de su próximo número una detallada entrevista con usted. Y las entrevistas, como su propio nombre indica, aunque algunos periodistas de pacotilla las hagan por teléfono, se hacen cara a cara, faltaría más. Queremos que la entrevista se celebre en su propia casa con el objeto de que el lector, ilustrado por la formidable visión de nuestro laureado reportero gráfico, Narciso Pino, pueda hacerse una idea cabal de cómo es usted. Dicen que una imagen vale más que mil palabras, imagínese lo que valdrían mil palabras suyas, transcritas por uno de nuestros mejores redactores y acompañadas por tres o cuatro imágenes del mejor fotógrafo de prensa del país... ¿He dicho fotógrafo? Más que fotógrafo. Narciso Pino es un artista genial. Faltaría más. Si viera usted las sensuales fotos que me sacó el día de mi boda, y las que me hizo en la...la... Le aseguro, señor Levi, que será un privilegio para usted ser fotografiado por un genio como Pino. Acabo de hablar con él y... -No siga, señorita. Lo lamento. Ahora no estoy para entrevistas. -¿Cuándo lo estará? -Para su publicación, es probable que nunca. -Probable, que no seguro, ¿verdad? Hace usted bien en no cerrarse en banda, faltaría más. Escúcheme bien, señor Levi, porque voy a hacerle una oferta irresistible. Estamos dispuestos a pagarle veinticinco mil euros por sus declaraciones. Cantidad que le abonaríamos en dinero negro, por supuesto, faltaría más. La única condición que le ponemos es que nos garantice la exclusividad de sus palabras. ¿Qué me dice ahora? -Lo mismo que antes, faltaría más. Adiós, señorita. -Espere, señor Levi. ¿Y si dobláramos la oferta? Estoy autorizada a llegar hasta los cincuenta mil euros, siempre que se trate de una exclusiva. Rubén colgó de golpe el auricular. En la hora siguiente, el teléfono de Rubén sonó unas cuantas veces más. Las llamadas a las que contestó, al menos una decena, fueron de otros tantos periodistas de la prensa, escrita y hablada, aunque ninguno de ellos le ofreció dinero por sus declaraciones. Tal y como se temía Rubén, la prensa se hizo eco de que Ainara era la primera mujer con sangre judía que pertenecía a la Organización, hecho que el periódico afín a los postulados ideológicos de la banda calificó de histórico, pues, en su opinión, demostraba palmariamente que “la causa contaba con adhesiones de todos los pueblos”. El conflicto, según este medio, empezaba por fin a internacionalizarse. -Mi hija no era ninguna terrorista –declaró con voz lacónica Rubén a otros tantos requerimientos de los reporteros. No era. En cuanto pronunció por décima vez consecutiva la frase, se dio cuenta de que había empleado el verbo en pasado. La esperanza que, alentada por la incertidumbre, había sobrevivido a trancas y barrancas hasta el amanecer, se había extinguido irrevocablemente por la mañana, fulminada por la más terrible de las certezas, la que acompaña su certidumbre de una monstruosa mentira. Volvió a dejar el teléfono descolgado, y, provisto de un bolígrafo y un cuaderno, se aprestó a elaborar el plan de lucha de un padre coraje. Una hora después, las abundantes notas que había garabateado en el cuaderno, tal y como se le iban ocurriendo, sin cernerlas por el filtro de la crítica, las había resumido en una veintena de líneas escritas en un folio aparte. Se sentía exhausto y, al mismo tiempo, vacío; le faltaba Ainara, le faltaba todo, la fatalidad le había arrebatado la ilusión por el futuro, y ¿qué es la vida cuando a uno ya no le importa el porvenir? Un presente sin futuro, eso es la vida, o lo que es lo mismo, un presente en el que predomina el pasado, y en el pasado de Rubén dos acontecimientos destacarían siempre muy por encima de todos los demás: las muertes trágicamente prematuras de su esposa y, sobre todo, de su hija. Además del otro dolor, inextinguible, a Rubén le dolían intensamente las sienes, como si un par de sádicos torturadores se las estuvieran horadando con sendos punzones. Intentó incorporarse para estirar las piernas, y cuando, al cabo de varios segundos, lo consiguió, recorrió el pasillo de un extremo a otro media docena de veces arrastrando los pies, antes de entrar como un autómata en su habitación y quedarse atónito contemplando al patético sujeto que le miraba desde el espejo del ropero. Se llevó las dos manos a la cara, se palpó la frente, los pómulos, el cuello... Era imposible que el caballero de la triste (y penosa) figura que le miraba de hito en hito fuese él, en unas cuantas horas no podía haber envejecido tanto. “¿Estaré soñando? Ojalá”. Cerró los ojos al mismo tiempo que daba unos pasos con los brazos extendidos hacia delante; cuando rozó el cristal con los dedos, entreabrió los párpados y volvió a contemplarse: la barba entrecana había adquirido una tonalidad grisácea, el cabello presentaba unos increíbles mechones blancos, la frente parecía una tierra de labranza; los ojos que le miraban con un inconfundible signo de asombro le resultaban ajenos, ya que, subrayados por unos cercos amoratados y tumefactos, habían perdido el fulgor que les caracterizaba; los hombros se le habían caído abruptamente, como dos manzanas maduras... No se reconoció. El imposible era posible. ¿Tanto puede envejecer un hombre en unas pocas horas? Sí, tanto como rejuvenecería si Ainara irrumpiese en el dormitorio. Tanto, no, rejuvenecería incluso más. Si girase la cabeza y viese a Ainara en el vano de la puerta saludándole con una tímida sonrisa, consternada por no haber cumplido su palabra de regresar pronto, no más tarde de las nueve y media, se quitaría treinta años en un segundo. Su madre tenía razón. El cuerpo y el espíritu o el alma o la mente o el corazón, o como queramos llamar a esa misteriosa instancia de la naturaleza humana que no vemos pero sentimos, no son dos ámbitos diferenciados de la persona, están indisolublemente unidos, como dos hermanos siameses. El dolor físico se siente en el alma, las penas del alma duelen en el cuerpo. Muchas personas acuden a diversos centros clínicos en busca de la operación de cirugía estética que disimule las huellas visibles que el tiempo deja, tarde o temprano, en todos los mortales, varones o hembras, de derechas o izquierdas, nacionalistas o estatales, patriotas o apátridas, negros o blancos, católicos o protestantes; y cuando esas indeseables manifestaciones físicas han sido convenientemente corregidas y los presuntos beneficiarios de las habilidades del cirujano plástico de turno ya se parecen más a otros que a sí mismos, descubren que siguen siendo igual de felices o infelices, porque, entonces, sólo entonces, se percatan de que sólo en el vivir cotidiano, en la relación con el otro, es posible encontrar el verdadero remedio contra las vicisitudes existenciales: la alegría. “La alegría es el más valioso de nuestros tesoros, hijo mío, el mejor regalo que podemos hacer al mundo. Un mundo alegre es el mejor de los mundos”. “Sí, madre, la alegría es el más valioso de nuestros tesoros, por eso nos cuesta tanto encontrarlo”. El Rubén Levi que reflejaba el espejo semejaba un vejestorio, ¿recuperaría alguna vez la envidiable figura de joven maduro que presentaba hacía menos de veinticuatro horas? (¡Toda una vida en menos de veinticuatro horas!) Sólo la recuperaría si un milagro le devolviese a su Ainara. Un milagro, o sea, un imposible. Él no creía en los milagros, pero ¿y si...? De repente, creyó oír un ruido. ¿Qué ha sido eso? Parecía el sonido que hacen unos pies al deslizarse por un suelo de madera. ¡Sí! Alguien camina de puntillas por el pasillo, se ha detenido... El dolor agudo a la altura de la sien desapareció como por ensalmo, giró la cabeza, y en el vano de la puerta estaba... el vano de la puerta. Ainara había muerto. Si estuviese viva, se habría puesto en contacto con él, salvo que... “Deja de engañarte, Rubén, y planta cara a la realidad de una puñetera vez. Has perdido la esperanza, no pierdas también la cabeza. Ainara está muerta, literalmente hecha pedazos, y, mientras alguien no rehabilite su nombre, habrá muerto como una vulgar terrorista. Alguien, alguien, alguien...” Un vozarrón restalló en su pensamiento: “Si no tú, Rubén, ¿quién? Si no ahora, ¿cuándo?” Ahora, sí, pero ¿qué podría hacer en su lastimoso estado? Ahora, Rubén, Ahora... Y la frustración se adueñó de él, una frustración avasalladora que le reprochaba lo que pudo ser y no fue. “Si, en lugar de atender a ese cliente rezagado justo cuando me disponía a cerrar la librería, me hubiese dirigido a la Biblioteca Municipal, quizá habría llegado antes de que ella subiera al maldito coche... ¿Y qué habrías hecho si Ainara se encontrase ya dentro del coche? Pues le habría dicho que se bajara inmediatamente porque, porque... ¿Y si ella se hubiese negado? La habría sacado aunque fuera a rastras. La habrías sacado si ellos te lo hubieran permitido, porque dudo mucho de que, en esas circunstancias, los terroristas se limitasen a escuchar impasibles los denuestos proferidos contra ellos por un desconocido. Si hubiesen tratado de impedirlo, me habría enfrentado a ellos. ¿Con qué? ¿Con las manos desnudas? Con lo que fuese, cogería lo primero que tuviese a mano y... ¿Y los matarías?” Rubén dudó antes de responder a su propia voz bramando desde el corazón de la conciencia. “Cogerías lo que tuvieses a mano, pongamos que recogieses del suelo una barra de hierro dejada ex profeso por el ángel de la muerte... ¿Los matarías?”, insistió la voz. “Si no me quedase otra opción, sí, los mataría; por salvar a Ainara, sería capaz de cualquier cosa, hasta de matar a uno, dos o tres semejantes”, respondió Rubén cayendo de rodillas sobre la moqueta, derrotado por el dolor y la vergüenza. Él, por lo que considerase una buena causa, también sería capaz de matar, como ellos. Permaneció en esa posición más de un minuto, antes de incorporarse en varios tiempos (primero, apoyó una mano, luego la otra, después las rodillas, cogió impulso... y mantuvo la verticalidad tras oscilar a izquierda y derecha unos segundos) y dirigirse trastabillando al cuarto de baño. La imagen que le devolvió el espejo de la pared del pasillo ya no le produjo lástima como hacía unos minutos, sino miedo, mucho miedo. Vio el rostro de la muerte. ¿La suya o la de otros? ¿Tendría en sus entrañas la suficiente maldad para vengar la muerte de Ainara? Goterones de sudor le resbalaban por la frente. Se tocó la camisa. Estaba empapada. Se olió los sobacos y casi le da un pasmo. Jamás su cuerpo había desprendido un olor tan abyecto, como a carne putrefacta. El dolor de los dolores olía a muerte. Se dirigió a paso rápido al cuarto de baño. El agua fría de la ducha le provocó un estremecimiento, la sensación que demostraba que la vida todavía latía en su interior. La vida que la muerte indigna de Ainara necesitaba para descansar con dignidad. Una vez duchado, con la barba recortada, peinado y perfumado, miró el espejo de encima del lavabo, y vio a un hombre que, aunque aparentaba varios años más de los cincuenta y dos que tenía, ya no era el ser decrépito de hacía unos minutos; se había convertido en un viejo aseado que, incluso, podría resultar atractivo para alguna mujer... anciana. Si comiese algo y remitiera la intensidad del dolor de cabeza, a lo mejor el viejo rejuvenecería todavía unos cuantos años más. A lo mejor. Haciendo un esfuerzo supremo, consiguió engullir un yogur líquido y un huevo pasado por agua. El dolor en las sienes persistía, así que se tomó de golpe tres aspirinas disueltas en agua, y un café a la cuarta potencia. Aguardó sentado en la cocina a que los analgésicos y la cafeína surtiesen efecto. Como estaba convencido de que la mezcla de café y aspirinas iba a reactivar a su depauperado organismo, eso es lo que ocurrió. A los cinco minutos, se encontraba vistiéndose en su habitación. Quedaba mucho por hacer. Al día siguiente, en unos minutos de lucidez, rememorando los acontecimientos de la víspera, se sentiría orgulloso de su comportamiento. Un orgullo matizado por la objetividad: “Todo se debió a la indignación”. Como declararía a alguien, probablemente a uno de los periodistas que hacían guardia en el rellano de la escalera de su casa, si Ainara hubiese muerto en uno de los innumerables accidentes de tráfico que siegan las vidas de tantos jóvenes, él se habría arrojado de cabeza al pozo de la desesperación, un pozo sin agua, y nadie hubiese podido rescatarlo. Nadie, sólo la muerte. 20 Enfundado en el terno negro y la camisa blanca que vistió en el funeral de Arantxa, con el folio escrito sujeto con las dos manos contra el pecho, Rubén Levi se sentó en el sillón de orejas, desde el que, al fondo del pasillo, se divisaba la puerta de la calle, como si alguien que no fuese él o Ainara pudiese acceder a la vivienda por sus propios medios. Intuía que el piso, pronto, se convertiría en el punto de encuentro de informadores de toda clase y condición, y estaba dispuesto a recibir a los visitantes como realmente se merecían. La causa de Ainara necesitaba un padre coraje, y un padre coraje sería. Más adelante, ya tendría tiempo de lamer, que no restañar, las heridas del alma, contaba con todo el tiempo del mundo para este menester; independientemente de cuántos años o meses o semanas durase, sería suficiente. Cuando su tiempo finalizara y se reuniera con los mortales en ningún sitio, el mundo, para él, habría terminado, y, entonces, ¿qué diablos importaría lo que ocurriese aquí, entre los vivos?... El discurrir de su pensamiento se detuvo inopinadamente, como si hubiese tropezado con un obstáculo infranqueable; desanduvo unas cuantas frases hasta llegar a una bifurcación, y, en donde antes había girado una oración a la derecha, torció ahora a la izquierda... Cuando su tiempo finalizara, sí que importaría lo que ocurriera entre los vivos, porque los recuerdos sobreviven a los muertos, ¿y qué recuerdos permanecerían de Ainara en este mundo si él fracasaba en su propósito? Ahora era el tiempo de la lucha, y lucharía hasta el último aliento para que cuando él dejara de existir, el recuerdo de los Levi brillara en la memoria de los humanos decentes (en los indecentes, difícilmente brillaría, pero Rubén confiaba en que, al menos, cuando la verdad rasgara la telaraña de mentiras en la que el nombre de Ainara había quedado atrapado, los difamadores, para no avergonzarse de sí mismos, borrarían de su memoria el nombre de los Levi para siempre jamás). El café no había despejado la bruma que enturbiaba el cerebro de Rubén, así que decidió tomarse un par de las anfetaminas que un médico amigo suyo le había recetado meses atrás para preparar los exámenes finales del primer curso de Filosofía en la Universidad a Distancia. Sabía que su organismo soportaba muy mal los efectos secundarios de los fármacos estimulantes, mas no le importaba. Ya no tenía nada que perder, ni siquiera la salud. Se cumplieron sus vaticinios. A las diez de la mañana, llamaron al timbre de la puerta de la calle. Ding dong, ding dong. Preveía una llamada más apremiante, algo así como un dingdongdongdong, y no un toque tan sutil y delicado. Ding dong. Abrió sin ni siquiera atisbar por la mirilla, y sus ojos se dieron de bruces con los ojazos de una mujer de unos treinta y pocos años, esbelta, maquillada en exceso para el gusto de Rubén, embutida en un vestido rojo entallado de alta costura; si no fuera por el cartapacio que llevaba en la mano derecha y por el joven que la acompañaba, un fotógrafo de prensa, Rubén habría pensado que se trataba de una actriz o una célebre modista. La mujer esbozó una amplia sonrisa, nada artificiosa, que descubrió una dentadura blanquísima, como si acabara de ser remozada, la cual fue secundada al instante por el joven, aunque la sonrisa de éste no le pareció a Rubén tan natural como la de aquélla. -Hola. ¿Rubén Levi? Rubén asintió con la cabeza. -Ustedes son de la prensa escrita, ¿no? -Se nos nota, ¿verdad? Me llamo Alicia Ramos, y soy redactora de El Diario de la Actualidad; éste es mi compañero, el periodista gráfico Gonzalo Sastre. Siento mucho lo de su hija, señor Levi. -Muchas gracias. Pasen antes de que sus colegas me vean. -No se preocupe. Se encuentran en el bar de la esquina celebrando el cumpleaños de uno de ellos. El agasajado les ha invitado a unas copas de cava. -Y usted ha aprovechado la coyuntura. -En efecto. ¿Le parece mal? -No. Usted está haciendo su trabajo como mejor sabe. Pueden pasar. -Muchas gracias por recibirnos. -Lo hago por mi hija, y por su llamada. -¿Mi llamada? -Sí, su forma de pulsar el timbre. -No, no le entiendo. -Resulta difícil explicar lo inexplicable. Rubén les condujo al salón, y les invitó a sentarse en el sofá. El joven pidió permiso para sacar fotografías. -Adelante, saque usted las que guste. Mientras el fotógrafo tomaba instantáneas desde las posiciones más inverosímiles –en cuclillas, arrodillado, dando un salto, a la pata coja, reptando por la alfombra-, Rubén se aprestó a responder a las preguntas de la mujer, por cierto no tan alta como en un principio se había figurado, ya que sus pies, sin medias, con las uñas de los dedos barnizadas de rojo carmesí, a tono con el vestido, estaban encaramados a unas sandalias provistas de una cuña de nueve o diez centímetros. -Le reitero mi pésame. Lamento mucho lo sucedido, señor Levi –al sentarse en el sofá, el vestido entallado dejó al descubierto buena parte de los muslos de la mujer, quien, al percatarse de ello, los cubrió con el cartapacio. -Gracias, Alicia... Cuando dice que lamenta lo sucedido, se refiere a la muerte de mi hija, ¿no? -De su hija, claro, porque estoy hablando con usted. Lamento igualmente la muerte de los otros dos terroristas. También eran seres humanos. -¿Ha dicho usted los otros dos terroristas? –preguntó Rubén poniéndose en pie de un salto. -Eso...eso he dicho. -Entonces, usted también es uno de ellos. -¿A qué se refiere? -A que pertenece a uno de los periódicos que han publicado en primera página, en letras descomunales, en la misma frase, el nombre de mi hija y la palabra terrorista, sin vocablos intermedios que desvinculen al nombre del calificativo. -Se equivoca, señor Levi. En lo que a mi periódico se refiere, entre el nombre de su hija y el vocablo terrorista, hemos intercalado un adjetivo clave: presunta. -Presunta. Una argucia legal para evitar posibles querellas –Rubén volvió a sentarse. -Llámelo como quiera, señor Levi. Pero el adjetivo ‘presunto’, diccionario en mano, en este contexto, significa que se supone que es terrorista, pero no es seguro. Su hija, según la nota oficial del Ministerio del Interior, viajaba en el coche de la Organización, y, por lo tanto, desde un punto de vista racional, es lógico pensar que pertenecía a la Organización. Pero lógico no es lo mismo que seguro, de ahí la coletilla de presunta. Rubén sintió cómo las anfetaminas, mezcladas con la sobredosis de cafeína, surtían un efecto fulminante en sus decaídas neuronas, como si a un joven ciclista profesional, una figura en ciernes, que acaba de perder contacto, en una etapa decisiva, con el grupo de cabeza a causa de un súbito desfallecimiento, desde el coche de su director deportivo, una mano le tendiera un botellín, el cual, en vez de agua, contiene una sustancia capaz de resucitar a un muerto... para matarlo después a cámara lenta, cuando ha terminado la temporada o, quizá, la carrera profesional del ciclista. Rubén sabía lo que tenía que decir, y lo dijo de un tirón, con contundencia, pero sin perder la compostura. -Dejémonos de retóricas y enfrentémonos a los hechos. Ustedes acostumbran a convertir en noticia lo que sólo es un rumor, y, luego, las consecuencias de su falta de rigor profesional les traen al fresco. Un titular en primera página es suficiente para destruir irreversiblemente el honor de una persona, o lo que es lo mismo, de una familia entera, a veces, de todo un pueblo. En los casos, demasiados, en los que los hechos posteriores demuestran que metieron la pata hasta el zancarrón, se limitan como mucho a publicar una nota de rectificación, tan escueta como un telegrama, en un recuadro minúsculo, debajo de las cartas al director, en el lugar menos visible de la página, y a otra cosa mariposa, aquí paz y después gloria. Sus rectificaciones llegan tarde para las víctimas de sus infundios, porque la opinión pública ya aceptó la falsedad como verdad; los desmentidos obligan a reestructurar los esquemas mentales, algo que muy poca gente está dispuesta a hacer porque cuesta esfuerzo, mucho esfuerzo. Pero esta vez se han topado con la horma de su zapato. No cejaré hasta que la prensa publique la verdad sobre mi hija, aunque sea lo último que haga en mi estancia sobre esta tierra (que si no es lo último, sí será lo último que haga de provecho), les juro que no pararé hasta conseguirlo. ¿Dónde han dejado el código deontológico por el que teóricamente debe regirse la conducta del buen profesional de la comunicación? ¿En el cubo de la basura? Ustedes tienen de periodistas íntegros lo mismo que tengo yo de piloto de aviación. Ainara no podrá refutar sus infamias, pero yo sí. Y juro por la memoria de mi hija que lo haré. ¡Lo juro! Corra la voz entre sus colegas, señorita. -Nos ha metido a todos en el mismo saco, señor Levi. Le disculpo porque me hago cargo de que, en contra de las apariencias, por dentro estará sufriendo lo indecible... -No necesito su compasión, señorita. Guárdesela donde le quepa, y si no le da la gana de guardársela porque prefiere sacarla a pasear, utilícela apropiadamente con mi hija, o sea, sirviéndose de la verdad y no de las mentiras. -Le repito que, en lo referente a su hija, en mi periódico nos hemos limitado a reproducir la nota oficial que ha difundido el Ministerio del Interior –la mujer se incorporó, Rubén hizo lo propio. -Y antes de publicar la nota oficial, ¿por qué no se han molestado en comprobar si lo que decía el Ministerio se correspondía con la verdad? -Y mientras no lo averiguábamos, ¿qué sugiere usted que teníamos que haber hecho? ¿No publicar la identidad de las víctimas de la explosión? -Deberían haber publicado los nombres de las víctimas cuyos antecedentes no demostraran su pertenencia a la Organización. Nada más que los nombres. -Todo el mundo es presunto en tanto no sea juzgado y condenado, hasta un asesino en serie al que se le detiene justo cuando acaba de estrangular a su última víctima es presunto –la mujer volvió a sentarse, y esta vez no se preocupó de tapar sus muslos con el cartapacio. El reportero continuó de pie sacando fotografías. -Usted sabe tan bien como yo que unos son más presuntos que otros –Rubén también tomó asiento. -En casos como el que nos ocupa, los periodistas tenemos que fiarnos de la Policía, que es la fuente autorizada. Comprendo su indignación, señor Levi, pero a quien tiene que reclamar es a las autoridades, no a la prensa. -Se equivoca usted. La Policía no es la fuente autorizada. Un padre es la fuente más autorizada de todas. El joven reportero, que parecía haber dado por concluido su trabajo, se sentó junto a su compañera, y, si trató de disimular la atracción que sentía por los muslos de la mujer, su intento se saldó con un clamoroso fracaso. -Pero, señor Levi –la mujer miraba fijamente a los ojos de Rubén, una mirada franca y penetrante, ajena a las miradas lujuriosas de su colega-, su hija viajaba en un coche de la Organización que trasladaba varias decenas de kilos de explosivos, el mismo coche en el que iba Fran, alias Cejijunto, uno de los asesinos más sanguinarios de la banda. ¿Cómo explica la presencia de su hija en el vehículo? -De momento, de ninguna manera; pero si es cierto que Ainara iba en ese coche, averiguaré por qué viajaba en él, no les quepa ninguna duda de que lo averiguaré. -¿Qué quiere usted decir? ¿No está confirmado que la muchacha que murió en la explosión del coche sea su hija? -Pregúntenle a la fuente autorizada en estos casos. -Tiene usted razón. Usted es la fuente más autorizada. -Otra vez se equivoca, señorita. -Señora, si no le importa..., o tal vez sí sea señorita –la mujer giró la cabeza hacia su compañero-: ¿Las mujeres divorciadas son señoras o señoritas? –el fotógrafo se encogió de hombros. La periodista miró inquisitivamente a Rubén- ¿Lo sabe usted? -Yo creo que son señoritas, aunque a mí los formalismos me importan un rábano. -A mí también. Llámeme señora o señorita, como prefiera, o mejor, llámeme Alicia, que es mi nombre. -Pues bien, señora, como le decía, se ha vuelto a equivocar. Si lo que pretende es saber si mi hija viajaba en ese coche, pregunte a las fuentes oficiales. Si lo que quiere averiguar es si Ainara Levi Ibarra era una terrorista, no hay fuente más autorizada que su padre. -¿Dónde cree que se encuentra su hija, señor Levi? -Ojalá creyera otra cosa, pero me temo que está muerta. -O sea, que confirma la versión de la fuente autorizada en estos casos. -Su periódico, insisto, no se ha limitado a publicar que mi hija ha muerto en la explosión ocurrida en el Barrio Azul. Ha informado asimismo que formaba parte de una banda terrorista. Mal informado, más bien. -Y ese dato, claro, usted lo desmiente, ¿no? -Rotundamente. -¿Puede demostrarlo? -Pero, ¿desde cuándo las personas decentes tienen que demostrar que no son indecentes? ¿Hasta ese extremo de degradación moral hemos llegado en esta sociedad de mierda? ¿Está usted en condiciones de demostrar que mi hija era una terrorista? -interpeló Rubén elevando la voz y clavando una mirada incendiaria en la periodista, quien, aunque pugnó por sostenerla, no pudo; quemaba demasiado. -Pues yo... yo... -Dispone usted, señora, de una oportunidad inmejorable para ejercer lo que en su gremio pomposamente denominan periodismo de investigación –Rubén se incorporó-. Buenos días, o buenas tardes, o buenas noches. He perdido la noción del tiempo. -Señor Levi... Sonó el timbre de la puerta de la calle. Rubén no se inmutó. -Han llamado, señor Levi. -Que esperen. Serán más periodistas, los hay por doquier... -Entonces, señor Levi, en lo que... -Perdone, señori... señora, pero no voy a responder a más preguntas. Si no les importa, les agradecería que me dejaran solo. No sé cómo puedo aguantar de pie tras la noche que he pasado, será el efecto de las pastillas. -O el amor de padre –sugirió la periodista. -Quizá. -Espero y deseo que pronto nos volvamos a ver. -Sólo accederé a verla de nuevo, señora, cuando su diario rectifique lo que ha publicado sobre mi hija. Si se dedica al periodismo de investigación y hace bien su trabajo, volveremos a vernos, ¿sabe por qué? –Alicia Ramos denegó con la cabeza-: Porque, a poco que escarbe en la superficie, se dará de bruces con la otra realidad, la que resulta imposible de captar mientras uno no se desprenda de las anteojeras de los prejuicios. La otra realidad, o sea, la verdad de Ainara Levi. Se sucedieron las llamadas al timbre de la puerta en los siguientes minutos. A la décima, Rubén decidió atisbar por la mirilla. El rellano de la escalera estaba atestado de hombres y mujeres, conocidos –un par de vecinos- y desconocidos, a estos últimos su aspecto los delataba: eran periodistas. Aunque estuviera al límite de sus fuerzas y no dispusiera de ninguna evidencia que respaldara su testimonio –el amor de padre, para la prensa, no será jamás una evidencia-, consideró que no debía dejar escapar la oportunidad de enfrentar, de una tacada, a una docena de periodistas con las miserias de su profesión. Las piernas le flaqueaban y la cabeza le daba vueltas; necesitaba otra ración de anfetaminas para encarar a semejante tropa. En cuanto tragó la segunda pastilla, sintió que una fuerza impetuosa, como un huracán, irrumpía en su cerebro barriendo las tinieblas que le embotaban el pensamiento. Quizá se trataba de los efectos de la sugestión, fuera lo que fuese, el caso es que sintió que recuperaba la lucidez, aunque la euforia que le embargó hacía unos meses, cuando se tomó unas dosis de anfetaminas para acometer el examen de Filosofía, se había trocado esta vez en irritación. Una irritación agresivamente lúcida. Justo lo que necesitaba en esos momentos. En cuanto abrió la puerta, un alud de micrófonos se precipitó contra su boca, y sólo la rapidez de reflejos le salvó de que alguno de ellos le partiese la dentadura. -¿Señor Levi? –rezongó el vozarrón de un hombre corpulento enmudeciendo súbitamente los murmullos que subían y bajaban por la escalera. -Yo soy el señor Levi. Un coro de voces desafinadas pugnó, a grito pelado, por captar su atención con un rosario de preguntas, a cual más tenebrosa, si bien Rubén sólo pudo captar palabras sueltas pertenecientes a cuestiones diversas: terrorista, asesinato, sorpresa, víctimas, verdugo, judío... Levantó los brazos con las manos abiertas y los dedos extendidos, como si le amenazara un enjambre de pistolas, un gesto que, por inusual, acalló al instante el vocerío. -Señores, señoras, en estos momentos, no pienso responder a ninguna de sus preguntas, sólo deseo hacer una declaración –las teclas de grabación de varios magnetófonos fueron pulsadas al alimón; Rubén empezó a recitar las palabras escritas en el folio, como un alumno que repite al pie de la letra la lección aprendida de memoria-: Me llamo Rubén Levi, hijo de padres cuyos ascendientes se remontan a los judíos de Sefarad, soy el padre de Ainara, según la Policía, una de las víctimas mortales de la explosión en el Barrio Azul. Contra toda evidencia, a trancas y barrancas, a lo largo de la interminable noche pasada, he mantenido viva la esperanza de volver a ver la sonrisa de mi hija, una esperanza moribunda que ha expirado al amanecer. Mientras hay vida, hay esperanza, dice el tópico; pero a mí no me queda esperanza, porque no hay vida para Ainara. No me pregunten cómo lo he averiguado, porque no he emprendido ningún proceso de indagación que haya culminado en una conclusión irrefutable; lo sé porque sé que lo sé, y punto. Mi hija, Ainara Levi Ibarra, viajaba en el coche que explotó en el Barrio Azul, pero les aseguro que ella no era una terrorista, tal y como confío en demostrar sin ningún género de dudas en los próximos días. Sí, las personas de bien han escuchado perfectamente. Soy yo, un padre empantanado en el dolor más doloroso de todos, quien se ve obligado a demostrar que su hija no militaba en ninguna banda terrorista, así funciona la opinión pública de este país en cuestiones de ética y justicia. Y son ustedes, los periodistas, los que son los máximos responsables de esta subversión de los valores –se oyeron algunos carraspeos- Sí, ustedes, que, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, despreciando el código deontológico del que tanto hacen gala cuando les interesa, por ejemplo, para proteger a sus fuentes informativas, han causado un daño irreversible a la memoria de mi hija, un daño al que, por mucho que me esfuerce y por muchas evidencias que presente sobre su inocencia, nunca podré reparar. Mi hija era una excelente persona con innumerables cualidades, aunque una de ellas resaltaba por encima de las demás: la bondad. Y como ustedes deberían saber, las personas bondadosas no matan a sus semejantes, los ayudan a vivir, antes de ser muertas por su exceso de bondad. Tengo la certeza absoluta de que si Ainara siguiese viva, el mundo, mañana, sería mejor de lo que será. Y para terminar, permítanme que recurra a una socorrida metáfora: Las campanas no deben doblar sólo por los Levi. Por el momento, no tengo más que declarar... Bueno, sí, son ustedes unos sicofantes. -¿Qué nos ha llamado? –preguntó una atildada periodista cuyos labios, desorbitadamente gruesos como si los hubiesen hinchado con un inflador, estaban pintados de un rojo intensísimo. -Sicofantes. -¿Y eso qué coño significa? –inquirió la voz ronca de un hombre corpulento cuya cabeza asomaba por encima de la de la mujer de labios gruesos. -Consulten el diccionario. -Señor Levi, señor Levi, se ha pasado usted cien pueblos en... El señor Levi cerró la puerta. 21 A la una y media de la tarde del día siguiente a la tragedia, un sonido agudo devolvió a Rubén a su desoladora realidad. Después del accidentado encuentro con los periodistas en el rellano de la escalera, recostado en el sofá del salón, con la mirada fija en el retrato enmarcado de Ainara y Arantxa, abrazadas, que colgaba de la pared, a dos palmos de la ventana, para que le diese la luz natural y el aire fresco, Rubén, temeroso de que el olvido le arrebatara para siempre lo mejor de su hija, se había estrujado los sesos tratando de recuperar retazos de la vida de Ainara con el fin de facilitar el trabajo futuro de su memoria. Los esfuerzos resultaron baldíos. Cada vez que intentaba perfilar la imagen de su hija, alguien dentro de su cabeza le obligaba a dedicarse a lo más vitalmente urgente: recobrar las energías para afrontar la colosal tarea que le aguardaba. “Tienes toda la vida por delante para pensar en Ainara –le decía una voz interior que le recordaba a la de su padre-, para añorarla más bien, lo prioritario ahora es reponer fuerzas, las necesitarás todas para imponer la verdad a la falacia. Te enfrentas a la opinión pública. Nada más y nada menos. Un enemigo de cuidado que no dará su brazo a torcer hasta que le endilgues una evidencia tan evidente que no admita ni la más mínima duda, y aun entonces algunos se negarán a aceptarla...” Fue lo último que escuchó antes de quedarse dormido durante unos minutos. Un sueño corto pero reparador. Rubén, haciéndose el muerto, flotaba sobre la tersa superficie del Mar Mediterráneo, con los ojos fijos en el luminoso cielo azulísimo, relajado como nunca antes lo había estado; su mente, en el sueño, no estaba ocupada por ningún pensamiento, había alcanzado la cumbre de la meditación, allí donde el pensamiento sólo piensa en un pensamiento que no piensa. Entreabrió los párpados, alertado por el discreto ruido que entraba en el salón procedente del pasillo. Ding dong... Pompompom... Ding dong... Pompompom. Era el sonido del timbre de la calle, contrapunteado por unos golpes tenues en la puerta, como si al visitante le consumiera la impaciencia por ver a Rubén, una impaciencia a la que la buena educación le impedía armar un escándalo. Se espabiló. Rubén supo que esta llamada no tenía nada que ver con las otras. Logró incorporarse tras dos intentos fallidos que le devolvieron al sofá, y arrastrando los pies y apoyando las manos en la pared, llegó al vestíbulo, recostó la espalda contra la puerta unos segundos para recobrar el resuello, se dio la vuelta, escrutó por la mirilla... y abrió atropelladamente. Era Sara, su hermana. -¡Rubén! -¡Sara! -En cuanto me enteré de lo ocurrido, te llamé por teléfono no sé cuántas veces, pero no hubo manera de comunicar contigo. Volví a intentarlo más tarde, en el aeropuerto, antes de embarcar en el avión, sin ningún resultado. Supuse que habías descolgado el teléfono... ¡Rubén! Los dos hermanos se fundieron en un prolongado abrazo bajo el dintel de la puerta, ante la ávida mirada de la media docena de periodistas que todavía hacían guardia en el rellano de la escalera. El reportero gráfico de una agencia de noticias obtuvo la instantánea que, al día siguiente, recogerían casi todos los periódicos del país, algunos incluso la publicarían en primera página. Cuando Sara recorría, beso a beso, el rostro demacrado de su hermano, se abrió la puerta del ascensor. Era el inspector jefe Rodrigues. Los hermanos deshicieron su emotivo abrazo. -Señor Levi. -Sara. Te presento al inspector Rodríguez. -Rodrigues. Con ese, no con zeta. -¿Qué desea, inspector? -Tengo noticias. -¿Noticias? ¿Qué noticias, inspector? –inquirió un reportero. -Sí, inspector. Díganos cuáles son esas noticias –repitió otro, bolígrafo en ristre. -Noticias que, de momento, sólo le conciernen al señor Levi. ¿Me permite entrar? -Adelante. -¿De momento, inspector? ¿Y después del de momento? –interrogó una joven redactora. El inspector cerró la puerta de la calle de golpe. Dos periodistas, enfundados en sendas camisas amarillas, pegaron literalmente la oreja en la superficie de la puerta, en un intento inútil de captar alguna palabra que diese alas a su ardorosa imaginación. -Los periodistas siempre andan husmeando la carroña –ironizó el inspector. -Como los policías –agregó Sara. -Con una diferencia, señora. Nosotros somos los buitres que nos encargamos de limpiar lo que ellos ensucian. Como dice el inspector Varela, un policía cuyo pasatiempo favorito es la lectura... Les sorprende, ¿verdad? –Aunque Sara y Rubén no manifestaron ningún signo de sorpresa, el inspector no se desvió ni una sílaba del hilo de su discurso-: Si hay presidentes de naciones poderosas que declaran, sin que se les caiga la cara de vergüenza, que llevan años sin leer un libro, ¿por qué no van a existir policías aficionados a la literatura? Pues bien, Varela, mi camarada, dice que a los periodistas de este país, como a los gorrinos, les encanta refocilarse en la porquería. Por eso mismo nos dan tanto trabajo. Su especialidad, según Varela, es ensuciar la mierda, y la mierda sólo puede ser ensuciada con más mierda. -Supongo que el inspector Varela, con esa pestilente metáfora, se refiere a los rumores infundados que terminan por convertirse en infamias que los periódicos publican en primera página, ¿no? –apuntó Rubén. -Por ejemplo. -Y viceversa, inspector –puntualizó Sara-. A veces, son los periodistas los que deben limpiar la mierda que dejan otros periodistas... o algunos policías. -Y viceversa de su viceversa, señora, no seré yo el que se niegue a reconocer el trabajo riguroso y objetivo que realizan algunos profesionales de la información... ¿Nos sentamos, señor Levi? Aquí, de pie, en el vestíbulo, no es el lugar más adecuado para conversar. Además, algunos de ésos –el inspector señaló con el pulgar izquierdo hacia la puerta- poseen un oído tan aguzado como el filo de una navaja albaceteña. -Vayamos al salón. Los hermanos Levi se sentaron en el sofá, frente al inspector, separados por una mesa rectangular de cristal sobre la que descansaba un cenicero adornado con una vista panorámica de una playa del Mediterráneo. Rubén observó que los dedos de su hermana iban desnudos, sin anillos, algo insólito en ella; ni siquiera llevaba la alianza de casada. También le sorprendió el aspecto de sus uñas, cortas y descuidadas. -Usted dirá. El inspector extrajo del bolsillo de su chaqueta una pulsera de oro y se la tendió a Rubén. -¿La reconoce? El rostro demacrado de Rubén adquirió un tono amarillento, como el color de la leche agria. A su esperanza, muerta, la fatalidad le había asestado la puntilla, por si acaso. -Sí, pertenecía a Ainara –respondió con la mirada fija en el cristal de la mesa-. Se la regalé para su vigésimo cumpleaños. -El cuerpo está... en fin, irreconocible. Hasta que no se hagan las pruebas de ADN no podremos confirmar oficialmente la identidad de los fallecidos, pero... -La realidad es obstinada, ¿no? -Exacto. No hay duda de que su hija viajaba en el automóvil siniestrado, un coche robado al que le habían cambiado la matrícula. Todo apunta a que preparaban un atentado gordo. ¿Preparaban? ¿Quiénes eran esos quienes que, según el inspector, preparaban un atentado gordo? Obviamente, los ocupantes del coche, o sea, Ainara también. La presencia de su hermana insufló renovados bríos a las famélicas energías de Rubén. -¿Preparaban, quiénes? –sostuvo la mirada fría del inspector hasta que éste entornó los párpados. -¿Quiénes van a ser? Pues los ocupantes del coche –respondió el policía con los ojos fijos en las punteras de sus relucientes zapatos. -Los ocupantes, claro. ¿Incluye usted también a mi hija entre ellos? -Pues... -Mi hija no era una terrorista. Lo comprobará en cuanto investigue un poco más, inspector. ¿Sabía usted que era una de las fundadoras del grupo pacifista Voluntarios por la Paz? Sí, el grupo que convoca concentraciones de protesta en los mismos lugares en que se produce un atentado. ¿Lo sabía? El inspector se encogió de hombros. -No, no lo sabía. Pero eso no demuestra nada, señor Levi. Ojalá tenga usted razón, pero la pertenencia de su hija a ese grupo pacifista podría indicar lo contrario de lo que usted piensa. Podría tratarse de una tapadera. -¿Una tapadera? Por lo que veo, usted también ha caído en las redes de la infamia. Le exijo un poco más de rigor en sus palabras... y en su trabajo, inspector. -No he difamado a nadie, señor Levi. Me he limitado a apuntar una hipótesis lógica dada las circunstancias. En el trabajo de investigación de un policía riguroso, el establecimiento de hipótesis ocupa un lugar preeminente. -Hipótesis en plural, no una hipótesis preconcebida que encauce sus investigaciones en una dirección única; indague entre los amigos y conocidos de Ainara, y ya me contará las tapaderas que descubre. ¿No nos ha dicho antes que ustedes, los policías, entre sus variadas ocupaciones, también se encargan de limpiar la mierda que dejan los periodistas? Pues ahora se le ofrece una inmejorable ocasión de demostrar sus dotes higiénicas. Averigüe si la bondad de mi hija y su simpatía natural y su empatía y su vitalidad y su amor por los animales y su compromiso ecológico y su lucha activa contra la violencia..., averigüe si todos estos rasgos eran también tapaderas con las que disimulaba su militancia terrorista, averígüelo, inspector, y vaya preparándose para renovar sus aperos de limpieza. Los que tiene ahora, dentro de unos días, despedirán un tufo irrespirable. El olor de la mierda. -Ojalá tenga que hacerlo, pero... -¿La realidad es obstinada? -Demasiado obstinada. -Sobre todo, cuando lo que se busca en ella es confirmar lo que uno cree. -Yo creo en lo que veo. Es mi deber de policía. Ni puedo ni debo guiarme por lo que me dicte el corazón. -¡Ustedes no tienen corazón! –exclamó Sara, con la voz quebrada por la emoción. El inspector, dominado por un súbito arrebato de ira, ladeó el cuello con brusquedad, dispuesto a ajustarle las cuentas a una acusación tan injusta; pero, en cuanto se dio de bruces contra los ojos vidriosos de la mujer, la rabia se le evaporó. -Cuando trabajamos, no lo tenemos, señora, y así debe ser. Si nos basáramos en nuestros sentimientos, seríamos unos profesionales de pacotilla. -O no. Estoy convencida de que si la cabeza del cuerpo de la Policía prestara más atención a los latidos del corazón, su trabajo sería mucho más provechoso. El inspector quiso decir algo, pero, en el último momento, se mordió los labios ahogando las palabras en un murmullo ininteligible. Menos mal. La réplica con la que su arrogancia pretendía rebatir la tesis de la mujer, de haberla pronunciado, le habría sonrojado ahora, después y mucho después de después; sabía por experiencia cómo las gastaba su memoria en estos casos. En lo bueno y en lo malo, su memoria era implacable. Para disimular, extrajo una cajetilla de tabaco del bolsillo interior de la chaqueta. -¿Les importa? –preguntó, señalando con el mentón la cajetilla- Con este cenicero resulta difícil resistir la tentación de fumarse un pitillo. -Yo tampoco puedo resistir el influjo del cenicero. Lo trajo mi hija de un viaje de estudios. El Mediterráneo era su mar preferido. Confío en que, pronto, parte de sus cenizas puedan descansar allí para siempre. Ainara se sentía una ciudadana del mundo, y proclamaba este sentimiento por doquier, incluso en los foros donde hacer semejantes revelaciones acarrea ciertos riesgos. Una actitud que no casa con la de una integrante de la Organización, ¿verdad? -Pues... -No se esfuerce en buscar eufemismos, inspector. ¿Le importaría darme un cigarrillo? Sara miró de hito en hito a su hermano. -¿Desde cuándo fumas, Rubén? -Desde... dentro de unos segundos. Creo que aquí y ahora una dosis de tabaco me sentará la mar de bien. Incluso, me tomaría con mucho gusto un lingotazo de whiski. Lástima que no haya ni una gota de alcohol en toda la casa. -Pero tú eres abstemio, Rubén. -Sí, lo era hace unas horas, cuando también era padre de una hija. Sara, sin saber qué decir, optó por guardar silencio. Rubén, con el cigarrillo entre los labios, inclinó la cabeza hacia el mechero encendido que sostenía el policía y, a la primera calada, le sobrevino un acceso de tos. -He perdido la costumbre –dijo al mismo tiempo que ahogaba el cigarrillo en el mediterráneo. Sara trató en vano de disimular la sonrisa de satisfacción que espontáneamente se perfiló en su boca. El inspector se puso en pie. -Volveremos a vernos. Ojalá pudiera ayudarle, señor Levi, pero le adelanto que no me resultará sencillo. La labor de la Policía consiste en perseguir a los criminales para evitar que cometan nuevos delitos, no en desmentir las eventuales falacias divulgadas por la prensa. De eso se encargan los tribunales de justicia. No obstante, en el caso que nos ocupa, al haber terroristas de por medio, es posible que podamos averiguar algo que respalde su versión de los hechos. Es posible. -Posible, que no probable, ¿no, inspector? -Me encantaría salir ahora mismo al rellano de la escalera y comunicar oficialmente a la prensa que su hija no pertenecía a la banda terrorista, de verdad que me encantaría, créame, usted me ha caído muy bien, señor Levi; pero un policía no debe actuar guiado por sus simpatías personales, sino por las pruebas, y las pruebas, en este caso, son claras, tan claras como una evidencia. ¿Por qué estaba su hija en ese coche? Esa es la pregunta clave. ¿Tiene alguna respuesta, señor Levi? -Una casualidad, o un secuestro, o qué sé yo. Averígüelo, inspector Rodrigues. No se trata de refutar una infamia, sino de descubrir la verdad. Y el descubrimiento de la verdad debería ser un imperativo legal y moral para todo buen policía. -Eso es lo que trato de hacer, cumplir con mi obligación. Volveremos a vernos. Señor Levi, señora –el inspector extendió la mano que Rubén, primero, y su hermana, después, estrecharon con un entusiasmo dispar. 23 En cuanto el inspector se marchó, Rubén sintió, de golpe, el vacío que la muerte de Ainara había dejado en él, un vacío inconmensurable que abarcaba todo su ser; en cuestión de horas, a su alma le habían absorbido el jugo vital dejándola tan seca como una naranja recién exprimida. El pasado y el futuro arrebatados por un presente avasallador. Un presente que dejaba detrás y delante de sí un reguero de copias de sí mismo, las cuales se repetían como un disco rayado: dolor, dolor y dolor. -¿Por qué no te vas a la cama, Rubén? -En la cama es donde peor me siento. Allí sólo me aguarda Ainara..., la muerte de Ainara quiero decir –respondió Rubén con la barbilla hincada en el pecho y los ojos entrecerrados. Sara, al ver a su hermano hundirse en el cenagal del dolor, tomó una decisión drástica; desoyendo todas las admoniciones de su conciencia, en un acto que hubiese escandalizado incluso al ciudadano más libertino de la Villa, se sentó a horcajadas sobre las piernas de Rubén y empezó a acariciarle el semblante con las dos manos. Éste, sorprendido por la insólita reacción de su hermana, alzó los párpados y trató de componer una mirada severa, pero no pudo. En cuanto se encontró con los ojos de Sara y vio reflejado en ellos su propio rostro, el rostro de la muerte, comprendió la razón que la había impulsado a adoptar tan indecorosa pose. Trató de insuflar vida a la muerte derramando algunas lágrimas, pero su pensamiento, ajeno a cualesquiera demandas del presente, con la voluntad colonizada por la memoria y la imaginación, se recreaba exclusivamente en las escenas del pasado vivido y del hipotético futuro por vivir. Un futuro al que una certeza demoledora, la desesperanza, lo desposeía de todas las incertidumbres. Un pasado, el suyo, inapelable y definitivo, ya que las vivencias de los virtuales presentes jamás ejercerían un efecto retroactivo sobre él... “¿Seguro que no, Rubén?” Se quedó de una pieza. ¿Quién osaba formularle una pregunta semejante? ¿Con qué objeto? Una pregunta absurda. Sólo había un objeto posible. Ainara había muerto, pero sus actos pasados seguían ejerciendo efecto en el presente y, por lo tanto, en el futuro también. Sus actos, todos sus actos, los conocidos y los ignorados. La voz desgarrada de Sara, a punto de naufragar en un sollozo, le distrajo por unos segundos de sus lúgubres elucubraciones. -¿Qué te ocurre, Rubén? El hombre, con los brazos cruzados contra el pecho y la mirada perdida en el vacío, alzó lentamente la cabeza y, cuando la mujer sintió los ojos de su hermano fijos en los suyos, enternecida, empezó a besarle febrilmente las manos. -Perdóname, hermano mío, por hacerte una pregunta tan absurda. Lo siento, Rubén, quiero ayudarte y no sé cómo hacerlo –Sara, sin soltar las manos de su hermano, se sentó en el sofá en un intento de aplacar el vocerío recriminador que atronaba su cabeza. -Lo sabes mejor que nadie, Sara. El problema no es tuyo, sino mío; no hay manera de ayudar a un hombre que... que... La imaginación de Rubén, elevándose por enésima vez en las últimas horas por encima del tiempo cronológico, sobrevoló Villa del Norte un día tibio de primavera en el que el nombre de Ainara, limpio como los chorros del oro, resplandecía en la memoria colectiva, mientras que él, Rubén, cumplida su misión de restablecer la verdad de la verdad, se dedicaba día tras día a rumiar la pena derramando todas las lágrimas que hasta ese momento había retenido en su fuero interno; y, al vislumbrar esa eventualidad convertida en presente, por unos instantes, creyó que todo carecía de sentido, que ya no merecía la pena nada, absolutamente nada, ni siquiera la causa de Ainara (aunque consiguiera restablecer su honorabilidad en un futuro inmediato, nadie le devolvería la vida). Embargado por esta deprimente visión, entretanto se resignaba a representar el papel de víctima perpetua que se regodea en la autocompasión, el corazón, el suyo, estuvo a punto de cesar en sus vitales funciones, así, de repente, porque le daba la gana, como a tantos otros corazones que, desquiciados por el desamor, deciden poner fin a su latir sin ton ni son. Lo impidió en el último momento el indomable instinto de supervivencia de los Levi, el cual le habló con la voz de Ainara: “No te rindas, papá. Muerta para la vida estoy, pero no para la memoria. Tú harás que me recuerden como he vivido, no como he muerto”. Rubén estuvo a punto de desplomarse sacudido por la conmoción, como un boxeador que, en el último asalto del combate más importante de su trayectoria profesional, cuando lleva una amplia ventaja a los puntos, recibe un terrible golpe que le hace tambalearse, y, justo cuando se dispone a doblar las rodillas, el orgullo o el coraje, o, quizás, el coraje y el orgullo logran mantenerle en pie hasta que suena la campana. Lo peor ha pasado. Este combate tiene un ganador. -A un hombre que ha perdido a su única hija. Pero sí hay manera, Rubén. Yo intentaré ser la manera. -Necesito ir al cuarto de baño, Sara. He tomado unas anfetaminas, y... y... -¡Que has tomado anfetaminas? ¿Quién te las ha dado? -Me las recetó un médico, cliente de la librería, para preparar unos exámenes. -¿Exámenes? -Sí, me matriculé en la Universidad a Distancia. Estoy estudiando Filosofía. -¡Rubén! Eres un... un... hombre admirable. ¿Cuántas pastillas te has tomado? -No muchas. -¿Cuántas son no muchas, Rubén? -Tranquila, Sara, tres, cuatro a lo sumo, no lo recuerdo bien. Sólo así podía enfrentarme a esa gente de ahí afuera, y debía hacerlo, por Ainara. -Menos mal que no hay bebidas alcohólicas en casa, porque si se te hubiese ocurrido mezclar el alcohol con las pastillas... Ay, mi Rubén –la mujer envolvió a su hermano en una mirada colmada de ternura-. Te ayudo, hermano mío. Enlazados por la cintura, los dos hermanos Levi se dirigieron al cuarto de baño. El decoro impidió a Sara ir más allá de la puerta. -Te aguardo aquí, Rubén. Rubén traspuso el umbral y, apoyando las manos en la pared, pasito a paso, llegó hasta el inodoro, en donde, pese a intentar repetidas veces desabotonarse la bragueta del pantalón, las manos, temblorosas, no acertaron a soltar ni un solo botón. -¿Estás bien, Rubén? –preguntó su hermana al otro lado de la puerta. -No, Sara, lo siento, necesito que me ayudes. -Voy, Rubén. Sara, desembarazándose de un plumazo del pudor, abrió la puerta con decisión, se acuclilló frente a Rubén, le desabotonó con suma delicadeza los botones de la bragueta del pantalón, se lo bajó cuidadosamente, hizo lo propio con el calzoncillo, lo ayudó a sentarse sobre la taza, y, sólo entonces, recuperó el recato y salió de puntillas del cuarto de baño. -Avísame cuando termines. Contemplando los azulejos blancos de la pared que la diligente eficacia de Ainara había dejado tan relucientes como un espejo, quizá ayer mismo, muy temprano, antes de que anocheciera, Rubén adquirió conciencia de la catástrofe que se había producido en su mundo, una catástrofe que lo había precipitado al abismo; había caído tan bajo como su cuerpo extenuado. Ya no podía ni bajarse el pantalón. Las fuerzas le habían abandonado por completo dejando a su organismo a merced de la beneficencia. Un abandono momentáneo, porque su orgullo hervía de rabia, la cual, pronto, saldría incontenible al exterior, en cuanto su cuerpo reuniera las energías que reservaba para las situaciones desesperadas, y no existía una situación más desesperada que ésta. Ainara, su amada hija, estaba muerta. Una muerte que, paradójicamente, lo mantenía a él con vida, ya que si Ainara hubiese muerto como mueren otros muchos jóvenes, por ejemplo, en un accidente de tráfico, el dolor infinito que sentiría Rubén, carente de la cólera que ahora bullía en su interior contra el mundo, sin ninguna causa por la que luchar, lo habría arrastrado irremisiblemente a la autodestrucción. No es lo mismo morir que sufrir una muerte deshonrosa. Su esposa había muerto en la flor de la vida, en un extraño accidente que impidió que el cáncer la matara a cámara lenta; pero a ella nadie la había despojado de lo más florido de su biografía. Los recuerdos de Arantxa, para el mundo, quedaron inmaculados. Ainara, por el contrario, había sido destrozada por la dinamita que trasladaba el coche de un comando terrorista, una muerte abominable que, además de arrebatarle la vida en el corazón de la juventud, amenazaba con sembrar de cizaña su ejemplar trayectoria vital. Amenaza que se cumpliría de manera inexorable si alguien no lo remediaba. ¿Alguien? No, sólo una persona debía asumir esa magna tarea: Rubén Levi. Debía, sí, pero ¿podría hacerlo si ni siquiera era capaz de bajarse los pantalones? En estos momentos no podía, pero podría, claro que podría, por Ainara podría. “¡Te lo prometo, hija mía!” Cuando los intestinos de Rubén se hartaron de evacuar deshechos licuados, su hermana le condujo del brazo a la sala y le obligó a tenderse en el sofá, como una madre que trata de meter en cintura a su travieso hijo. -No, Sara, tengo mucho que hacer. Parezco una piltrafa, pero me recuperaré en cuanto me tome otro par de anfetaminas...O, si no, un lingotazo de whisky. ¿Quieres traer una botella de la tienda de Santos? -Lo que tengas que hacer, lo harás, sin alcohol ni anfetaminas, cuando te restablezcas físicamente. Ahora, necesitas descansar para que el dolor cumpla su cometido. Lo primero es lo primero, y toca descanso. ¿Qué haces con los zapatos puestos? Siéntate en el sofá, ya te los quito yo. ¿Y el pijama? -Está debajo de la almohada de la cama, supongo, salvo que Ainara... Ainara lo haya echado a lavar. ¡Ainara! –Rubén se cubrió la cara con las manos y ahogó un sollozo. -Llora, hermano mío, suelta lastre. Voy a traerte el pijama. Rubén intentó llorar, pero tampoco esta vez consiguió verter ni una sola lágrima. -¿No puedes llorar, hermano? El hombre negó con la cabeza. -Ya llorarás. Las lágrimas auténticas son como los recuerdos, vienen cuando les da la gana, no cuando las invocamos. La mujer le ayudó con delicadeza a quitarse la ropa y a ponerse el pijama. -Y, ahora, échate en el sofá –Rubén continuó sentado, con la mirada perdida en el vacío-. Descansa un rato mientras te preparo algo de comer. ¿No vas a tumbarte? –el hombre no respondió-. Acuéstate, Rubén –le ordenó Sara. Obedeció. Sara tenía razón. En sus lamentables condiciones, poco podría hacer por Ainara. Estaba demasiado débil para afrontar la formidable empresa que le aguardaba. El descanso le devolvería parte de las fuerzas perdidas. Descansa, Rubén, descansa. -¿Te tapo? Aunque Rubén hizo un gesto ostensible con la cabeza, la mujer, a lo suyo, le cubrió las piernas con una toquilla azulada. -¿De dónde has sacado esta toquilla? –preguntó Rubén enderezando el tronco súbitamente. -Estaba en el armario del cuarto de invitados y... -Es la toquilla con la que Ainara se tapaba cuando se echaba la siesta –Rubén cogió la prenda de punto y la estrechó contra el pecho mientras sus ojos derramaban sendas lágrimas. Una cada uno. Sólo una. Le tendió la toquilla a su hermana y volvió a acostarse. -Tápame, Sara. -Así, Rubén, así. Sara se inclinó hacia delante y depositó un beso en la frente de Rubén mientras éste se percataba, en primer plano, del estado marchito que presentaba el otrora resplandeciente cutis de su hermana. ¿Cuánto tiempo hacía que no la veía? Unos meses, seis a lo sumo. En medio año, su semblante había envejecido varios lustros; o, quizá, el aspecto de la mujer no acusase ni siquiera los seis meses transcurridos y eran los ojos de Rubén los que, enfangados en el dolor, no veían la realidad, sino que era la realidad la que se miraba en ellos; o, quizá, el repentino envejecimiento de Sara, una evidencia indiscutible desde hacía ya varios años, sólo ahora podía distinguirlo Rubén, ya que, antes de la tragedia, contemplaba a su hermana con los ojos embelesados que sólo perciben la belleza de la persona a la que se mira. Como filosofaba en uno de sus habituales arrebatos magistrales el profesor Agustín, uno de los clientes más fieles de Libre Albedrío, los humanos, a despecho de lo que tenemos delante de nuestras narices, solemos ver lo que deseamos ver, o sea, lo que estamos habituados a distinguir –la percepción se ha hecho hábito-. Dicho en otras palabras, la realidad que percibimos es nuestra realidad, no la realidad. Una realidad hecha a la medida de nuestros deseos y necesidades. Una realidad relativamente real. -¿Por qué me miras así, Rubén? ¿He dicho algo que te haya molestado? -¿Molestarme, tú? -Me miras tan fijamente... -Busco el fulgor de tu mirada, y no lo encuentro. ¿Qué te pasa, Sara? -Rubén, hermano mío, ¿me preguntas qué me pasa? Ainara, nuestra Ainara, se nos ha ido para siempre. Ainara. Ainara no había muerto sólo para su padre, había muerto para todas las personas que la querían. Rubén había perdido a una hija, Sara a su única sobrina, David a su novia, Begoña y Carmelo a su nieta, Visi a su mejor amiga... Ainara no era una propiedad exclusiva suya. Ainara formaba parte del patrimonio de la humanidad. -¡Hija mía! –exclamó aferrando la toquilla. -Me he expresado mal, Rubén. No se ha ido ella, se ha ido su cuerpo, nada más. Ella está aquí. La huelo, la siento, la veo... Está aquí, siempre estará. Aquí se encuentra su valle. Un valle verde. Así la recordaré siempre. Así la recordaremos. -Qué verde era mi valle. ¿Te acuerdas de aquella película? -Cómo no voy a acordarme, Rubén. Era la preferida de mamá. Y eso que lloraba como una Magdalena cada vez que la veía. -Y era feliz mientras lloraba. -Qué mujer. Lloraba de felicidad y, excepcionalmente, en medio del dolor, reía por no llorar. -Tuvimos unos padres magníficos, Sara. -Formidables. Por eso siempre estarán aquí, entre nosotros y con nosotros. Florecen en los jardines de tu memoria y la mía. Estira las piernas del todo y coloca la cabeza en mi regazo, Rubén. -¿No ibas a preparar algo de comer? -¿Te ha entrado hambre? -No. -Entonces, ya lo prepararé después, cuando hayas echado una cabezada. Así, hermano, así. Como cuando éramos niños pequeños. ¿Te acuerdas? -Me acuerdo, Sara, claro que me acuerdo. -Qué verde era nuestro valle. Verde, el color de la esperanza. -El color de la esperanza, sí, y, ahora... ahora... -El color de la esperanza era nuestro valle. Cierra los ojos y recréate en él, hermano. Igual que entonces, Sara le acarició el pelo con exquisita suavidad mientras tarareaba los acordes de una vieja nana. Cuenta una leyenda plañidera que cuando el dolor en el corazón es bañado por las lágrimas, se suaviza y ya no duele tanto. Acunado por la voz sentimental de Sara, Rubén trató de aliviar el inmenso dolor que sentía en todo su ser; pero tampoco esta vez consiguió que las lágrimas afloraran. El suyo era un dolor seco, el que más duele. Inopinadamente, Rubén se sentó en el sofá, y miró a su hermana con un destello de cólera restallando en sus pupilas. -¡No lo permitiré, Sara! -¿Qué es lo que no permitirás, Rubén? -Que esos cabrones maten dos veces a Ainara. -¿A qué te refieres? -A que... a que... -A que no permitirás que su nombre quede manchado de sangre... de la sangre derramada por los otros, ¿no? Cuenta conmigo para lo que necesites, hermano mío. Te ayudaré en todo lo que pueda, Rubén. Tú conocías mejor que nadie a Ainara. Ainara no era una terrorista, por supuesto que no. -No, no lo era. Era una persona extraordinaria, y las personas extraordinarias como ella, no matan, son matadas. ¿Cómo habrá podido suceder una cosa así? –Rubén volvió a acostarse. -Si Dios existe, sólo Él lo sabe, o, quizá, ni siquiera Él pueda hacer nada para gobernar las fuerzas caprichosas del azar. -Si Dios existiera... Pero yo no creo que exista, y para los no creyentes la muerte de una hija es...es... el fin de todo. Jamás volveré a ver sus hermosos ojos, ni su contagiosa sonrisa, ni a escuchar su voz dulce. Todo en ella era bello, ahora lo percibo más bello que nunca, y ya no volveré a verla, ni a escucharla, ni...ni... Jamás, Sara, jamás. Hace unas horas, tan sólo unas horas, estaba aquí, en este mismo salón, regalándome una de sus maravillosas sonrisas, una sonrisa como sólo he visto acoger a la boca de Ainara, y ya no volveré a verla. Nunca. -O sí. La esperanza es lo último que debes perder. Quién sabe lo que te deparará el destino. Quizás Ainara viva ahora de otra manera, y en estos momentos nos esté oyendo y viendo desde algún sitio, allá arriba o aquí abajo, con nosotros, en esta habitación, quizás –Sara besó la frente de Rubén-. Y en el supuesto de que haya desaparecido del todo, y la vida se limite a nuestra estancia aquí en la tierra, que no lo creo, ni siquiera en ese caso habría dejado de existir para ti; la verás cuantas veces quieras, hermano mío, porque Ainara vive dentro de ti para siempre jamás. -Sara, querida Sara. Si esta historia, la mía, fuera llevada al cine, por muy buena que la película fuese, los críticos la despedazarían, por inverosímil –la mujer empezó a acariciarle el pelo maquinalmente, con la mirada perdida en algún punto del salón, como engolfada en sus propios pensamientos, aunque, en realidad, sólo estaba pendiente de las palabras de su hermano-. El canon de la ficción no permite que tanto infortunio se cebe en un solo hombre. La realidad, sí, la realidad permite cualquier cosa, hasta la más disparatada carece de canon. ¿Por qué subiría Ainara a ese coche? La casualidad, la maldita casualidad. ¿O, acaso, fue el destino? ¿Quién mueve los secretos hilos del azar? ¿Tiene alguna explicación lógica que, a mis cincuenta y dos años, sea ya huérfano, viudo y padre...? ¿Cómo se le llama al padre que se ha quedado sin hijos? –preguntó Rubén, mientras se sentaba en el sofá, dirigiendo a Sara una penetrante mirada para tratar de descifrar las eventuales respuestas que la mujer se resistía a pronunciar. -No lo sé, Rubén. Hay cosas que resultan innombrables. -Ex padre. Un ex padre que, para más inri, es judío. ¿Será verdad que los judíos somos un pueblo maldito? Y si lo somos, ¿qué culpa tiene Ainara de que la concibiera un progenitor descendiente de judíos? Retiro lo dicho antes. Es mejor que no crea en Dios, porque si creyera en su existencia, me encontraría en un dilema del que sólo podría salir mentalmente indemne renegando de un Dios vengativo que, todavía hoy, dos mil años después, sigue castigándonos por lo que los historiadores dicen que nuestros antepasados hicieron a su hijo. Sara giró la cabeza hacia Rubén y cubrió las manos de éste con las suyas. -Es lógico que Dios no se inmiscuya en los asuntos humanos. ¿Por qué pusiste a tu librería el nombre de Libre Albedrío? -Porque... porque... -Porque crees en la libertad y en su correlato, la responsabilidad. Si Dios es nuestro creador, debe respetar nuestro libre albedrío. Si fuéramos marionetas que él mueve a su antojo, ¿qué sentido tendría la existencia mortal? Tendría menos sentido que si Dios no existiera. -Amén, Sara. -Todos los días, mueren centenares de personas en este país, y no todas fallecen por causas naturales, los difuntos se marchan al otro mundo y dejan en este otro, más valle de lágrimas que nunca, a un rosario de seres desconsolados: viudos, y viudas, y ex padres, y huérfanos, y amigos. La vida es durísima para mucha gente. La muerte la sufren los vivos, no los muertos. -La vida. ¿Qué sentido tiene para un hombre que ha perdido a su esposa y a su única hija? –Rubén bajó los ojos. La mirada reluciente de su hermana le deslumbraba. -¿Tendría más sentido si, por ejemplo, tu esposa te hubiera abandonado, no a causa de la muerte, sino atraída por otra vida más prometedora? Morir no es perder, bueno, sí, es perder pero de otra manera…menos humillante –estas dos últimas palabras las pronunció la mujer entre susurros. -¿Te... te ha dejado Eduardo? –preguntó Rubén mirando fijamente a los ojos de su hermana. Sara quiso evitar la mirada de su hermano inclinando levemente la cabeza, pero Rubén, rápido de reflejos, le sujetó la barbilla con la mano para impedirlo. -Eh, eh, no tienes de qué avergonzarte, Sara, que se avergüence él, por idiota. Un idiota, sí, de tomo y lomo. Un hombre que deja a una mujer como tú, o no está en sus cabales o es un imbécil, o, quizá, ambas cosas a la vez. -Se enamoró de Rocío, una enfermera veinticinco años más joven que yo. Una historia vista y narrada un montón de veces, muy peliculera, un culebrón más bien. Se trata de una compañera del hospital que yo misma le presenté. Un día la invité a cenar a casa, Rocío, muy educada, correspondió a la semana siguiente invitándonos a la suya. Después, a mis espaldas, Eduardo y ella prosiguieron invitándose mutuamente y puntos suspensivos... Las mujeres de cincuenta y cuatro años no podemos competir en belleza con las de treinta. Pese a que envejezcamos con dignidad, no podemos. Es natural que sea así. -Natural, no, Sara, si acaso normal, no natural. Tenía a Eduardo por una persona más inteligente. -Y lo es, Rubén. Enamorarse de otra persona no es un signo de estupidez; todo lo contrario, si el enamoramiento demuestra algo, tal vez sea la inteligencia del enamorado. -Es posible, pero no en este caso. Quien abandona a una mujer como tú no puede ser demasiado inteligente. Lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible. Lo siento, Sara, sé lo mucho que lo querías. -No te preocupes, Rubén. Ya lo he superado, me costó Dios y ayuda al principio, pero, conforme transcurrieron las semanas, y la razón se impuso al orgullo herido, me convencí de que un hombre que desdeña los cuerpos esculpidos por el tiempo, no es la persona apropiada para compartir el resto de mi vida, por mucha inteligencia que posea. -No, no lo es. Que se vaya con Dios... o con el diablo. -Olvidemos mis problemas amorosos, Rubén, me da vergüenza de que, en tus circunstancias, estemos hablando de mi matrimonio roto. Hay cosas más importantes de las que ocuparse. -Ainara. Sacaré fuerzas de donde sea para hacer lo que he de hacer, Sara, he de limpiar su nombre de toda la porquería que ha vertido sobre él la prensa sensacionalista, o lo que es lo mismo, casi toda la prensa. Pero ¿y después? –Rubén se incorporó de un salto y empezó a pasear por el salón gesticulando aparatosamente con las manos, como si fuera un rapsoda que recita una elegía-: Mi hija ha desaparecido para siempre. No volveré a verla, ni a tocarla, ni a oírla, ni a olerla. Nunca. Jamás. Ya sólo es un recuerdo. Si creyera en el más allá, aún me quedaría el consuelo de reunirme con ella y su madre, y continuar allí lo que habíamos empezado aquí. Pero el más allá no existe para mí. Yo sólo creo en la trascendencia del más acá, como diría la señora Marina, la cliente más humanitaria de mi librería, la trascendencia que suponen las empresas humanas conjuntas. Empresas como la verdad, el amor, la paz... Bueno, para ser gramaticalmente preciso, tendría que emplear el verbo creer en pasado. Creía en la trascendencia del más acá hasta que anoche saltó hecho trizas... contra el cielo. Sin Ainara, el más acá, para mí, es una banalidad, no una trascendencia. En estos momentos, unos momentos que ya siempre serán todos los momentos, siento que todo carece de sentido. Todo, menos luchar para que la verdad acalle las mentiras. La verdad de Ainara. Y después... -El después dispondrá de su momento, ya lo afrontaremos cuando llegue. Vuelve a acostarte. Apoya la cabeza en mi regazo. Así, Rubén, así. La verdad, el amor, la paz, seguirán ahí fuera, esperándote. Mientras tanto, lucharemos con todas nuestras fuerzas, y son muchas las fuerzas de los Levi. Te ayudaré en todo lo que pueda, cuenta conmigo, y, ahora, descansa, Rubén, descansa. -Sara -Dime. -Llevo varias horas intentando llorar y tan sólo he derramado un par de lágrimas furtivas. Y siento que me arden las entrañas, como si mi alma fuera una tierra reseca torturada por un sol de justicia..., de injusticia, más bien. ¿Por qué no puedo humedecer ni siquiera con unas pocas lágrimas este fuego que me abrasa el pecho? ¿Por qué, Sara, por qué? -¿Has visto el cadáver? -No. Sería inútil. Está irreconocible. -Quizá esa sea la razón de que no puedas llorar. En lo más profundo de tu alma todavía albergas la esperanza de que Ainara esté viva. Llorarás cuando ya no te quede ni siquiera esa esperanza. -He perdido toda esperanza. Desde hace unas horas, soy Rubén Levi, alias el Desesperanzado. Dicho lo cual, Rubén esbozó una sonrisa propia de su alias. Las sonrisas también tienen su lenguaje particular. Una sonrisa no siempre es sinónimo de bienestar, depende de la forma que adopte la sonrisa del sonriente y cuáles sean las circunstancias. En las presentes, Sara interpretó correctamente la singular sonrisa de su hermano: se trataba de una sonrisa luctuosa. -Entonces, pronto te desahogarás. Trata de dormirte, hermano. Lo necesitas. -Uno de los clientes de Libre Albedrío, Victoriano Somarriba, que perdió a su esposa hace unos años, me dijo recientemente, el mismo día de su septuagésimo noveno cumpleaños, que más que la vejez, le dolía la falta de su mujer. Yo no he necesitado llegar a viejo para pasar por ese proceso. Lo estoy sufriendo con veintitantos años de antelación y por partida doble. -Los caminos del Señor son inescrutables, y siento ser tan poco original. -¿Sigues creyendo en la existencia de Dios? -Ya hablaremos de Dios en otro momento, ahora debes descansar. Échate de nuevo en mi regazo. Rubén obedeció. Sara volvió a acariciarle el pelo, la frente, las mejillas. Rubén, sintiendo en su cabeza el suave contacto de los muslos de su hermana, cerró los ojos y, aunque es probable que se durmiera (tuvo una visión aterradora), es seguro que apenas descansó. Ainara, enfundada en una chupa negra de cuero y unos pantalones del mismo color, y dos hombres cualesquiera, armados con sendas pistolas, tras deslizarse de puntillas por las tenebrosas calles de la Villa, se apostaban en la esquina de un callejón, en perpendicular a un casino iluminado con aparatosas luces de neón. Allí, Ainara y los dos pistoleros amartillaron sus armas y aguardaron a sus víctimas. Al cabo de unos cuantos movimientos oculares –en los sueños, el tiempo se mide de otra forma-, un hombre y una mujer de mediana edad, vestidos de tiros largos, salieron del casino cogidos del brazo. Ainara, al parecer, la jefa del comando, se dirigió entre susurros a sus compinches: “Aguardad a que dé la señal”. En cuanto la pareja cruzó la calzada y se dirigió hacia un BMW aparcado a unos cinco metros de donde se agazapaban los terroristas, Ainara musitó: “Ahora”. Los tres pistoleros se aproximaron a la pareja por la espalda, siempre por la espalda... En la cabeza de Rubén resonaron seis disparos en medio de la noche. Bang, bang, bang, bang, bang, bang... Las dos últimas balas habían sido escupidas por la pistola que empuñaba Ainara, quien había apretado el gatillo sin pestañear, como una avezada matona. Rubén, agitado por un leve temblor, alzó los párpados bruscamente, y se tropezó con unos ojos que lo contemplaban con cariño y devoción. -Tranquilo, Rubén. Te has quedado dormido unos minutos, y has debido de padecer un mal sueño. -¿Un mal sueño? He soñado que Ainara participaba voluntariamente en el asesinato de un hombre y una mujer y... -Todo ha sido un mal sueño... casi todo. -Casi todo, sí. Ainara no está, y es probable..., bueno, en fin, deberé acostumbrarme a mis circunstancias. A partir de ahora, mientras otros viven en un sueño, yo viviré invariablemente en una pesadilla, y no tendré que cerrar los ojos para adentrarme en ella. -Demos tiempo al tiempo. Rubén creía que sus circunstancias superaban a la peor de las pesadillas, pero estaba equivocado. Había incluso una pesadilla más espeluznante que la realidad, la que acababa de visualizar en sueños. Y una pregunta angustiosa estalló en su cabeza: “¿Y si Ainara era en verdad una terrorista?” Expulsó la pregunta a cajas destempladas, y ésta salió a trompicones por su boca entreabierta. -Acabo de pensar lo mismo que he soñado, Sara. Y he soñado que Ainara era una terrorista que disparaba con frialdad, sin titubear ni un instante, contra un hombre y una mujer. ¿Y si el inspector Rodrigues tuviese razón, y Ainara fuese una de esas miembros legales que, al no estar fichadas por la policía, llevaban una doble vida: una persona encantadora en su casa y en la universidad, y una asesina despiadada cuando...cuando...? –Rubén se cubrió los ojos con las manos, como si así pudiese dejar de ver lo que su mente había visto- Si Ainara si... si... era una terrorista, entonces nada tendría sentido para mí. Nada de nada. Todos los valores en los que se ha sustentado mi existencia se desplomarían como un castillo de naipes. Una vida de mentira. Una vida para la que la muerte supondría un alivio. -No te atormentes. Has experimentado demasiadas emociones en poco tiempo. Y qué emociones, hermano mío. Eres una persona, no un robot, y es humano que pienses en esa posibilidad. Reconozco que a mí también se me ha pasado por la cabeza. -¡También a ti? -Sí, lo he pensado, pero no he creído ni una palabra de lo que pensaba mi pensamiento. Ainara era una muchacha dulce, encantadora... -Y, sobre todo, bondadosa. Perdóname, Ainara, corazón. Y unas lágrimas humedecieron los ojos de Rubén. No eran las lágrimas que derramaría por la muerte de Ainara, para las que llegaría un momento más propicio, éstas eran lágrimas de arrepentimiento y vergüenza. Por unos segundos había perdido la fe en su hija. -¿Qué recordaré en el futuro de mi pasado, si es que todavía me queda vida suficiente para convertirla en un pasado que merezca la pena ser recordado en un futuro? Menudo juego de palabras me ha salido casi sin proponérmelo. -Como dice el sabio, lo que recuerdes mañana dependerá de lo que hagas hoy, Rubén. -¿Quieres decir que depende de mí, Sara? –preguntó Rubén al mismo tiempo que se sentaba en el sofá, como si de repente se hubiese percatado de que la posición horizontal, con la cabeza apoyada en el regazo de su hermana, no se correspondía con la actitud que, en análogas circunstancias, debería mostrar un padre coraje-: ¿Que tengo el futuro en mis manos? ¿Es eso lo que quieres decir? -repitió, puesto en pie, mirando a su hermana de arriba abajo. -Sí, hermano –respondió la mujer tratando, sin conseguirlo, de reprimir la compasión que pugnaba por enturbiar su mirada-. Has perdido a tu esposa y a tu hija, pocos hombres de tu edad habrán pasado por un trance semejante en este país. Cuando el azar se ensaña con nosotros, nada podemos hacer por evitarlo, porque no depende de nosotros, depende del azar. El azar funciona a su aire, al margen de nuestra voluntad, hasta que ha consumado su obra en forma de gracia o desgracia, entonces, de nosotros depende lo que hagamos a partir de ese instante. Quizá, dadas las circunstancias, mis palabras te suenen un poco cursis, o, incluso, crueles, pero estoy convencida de que cuando pase el tiempo y veas las cosas desde la distancia, harás lo que las personas que te queremos esperamos que hagas. Confío en ti, y sé que sobrellevarás con dignidad la terrible desgracia que te ha tocado sufrir. Por Arantxa, por Ainara y por ti, sobre todo, por ti, hermano. -Lo dice el sabio, ¿no? –Rubén volvió a sentarse. -El sabio, sí, el mismo sabio que solía parafrasear estas otras palabras acuñadas por otro sabio: “El mundo nos rompe a todos, y algunos, con los trozos, se hacen fuertes”. ¿Las recuerdas? –la mujer le hizo un ademán con la mano para que volviera a posar la cabeza en su regazo, Rubén quiso rechazar la invitación con un movimiento enérgico de la cabeza, pero no pudo hacerlo; los ojos de su hermana se lo impidieron. El súbito ataque de furia que lo había puesto en pie se evaporó como un ensalmo absorbido por la ternura que irradiaban las pupilas dilatadas de una mujer que a Rubén, en esos instantes, le pareció la persona más hermosa del mundo de los vivos. -El sabio, ¿nuestro padre? Sara asintió mientras posaba suavemente las palmas de las manos sobre los ojos de su hermano. -Hasta que dejó de serlo, cuando estaba roto, y no pudo hacerse fuerte con los trozos. -No, no pudo. Estaba demasiado roto. -Duerme, Rubén. Te lo aconseja el sabio. ¿Lo has oído? -El sabio que, cuando murió lo que más quería, dejó... En fin... Rubén cerró los ojos y, acunado por la voz cálida de su hermana, invocó al sueño, y éste, solícito, atendió la llamada. 24 Ding dong. El sonido del timbre de la puerta de la calle despertó bruscamente a Rubén, el mismo timbre que segundos antes alguien había pulsado al otro lado, en sueños, provocando que el Rubén soñador, sobresaltado, chocase contra la mesa acristalada de la sala en su impetuosa carrera hacia el vestíbulo. Ding dong. “Va, va”. Arrastrando la pierna dolorida, fue, y abrió la puerta, y la sonrisa más esplendorosa del mundo le sonrió, a él, que estaba muerto en vida, transformándole en un abrir y cerrar de ojos en el mejor Rubén Levi que había pisado la tierra. ¡Hija mía de mi alma! No pudo fundirse en un abrazo con Ainara. El ding dong lo impidió. En el mundo real, en el trágico mundo real, le recibió la mirada tierna de Sara, quien no se había movido de su lado para no despertarlo. -¿Qué hora es, Sara? -Casi las cuatro. -¿Las cuatro? –el hombre se sentó en el sofá- ¿Cuánto he dormido? -Poco. No más de una hora. -Suficiente. Ding dong. -Alguien llama. ¿Abro? Ding dong. -Abre, Sara. Rubén sabía que el dedo que pulsaba el timbre no pertenecía a ninguno de los periodistas que habían difamado a Ainara. Aparentemente, el sonido no se diferenciaba del ding dong habitual, aparentemente, porque en cuanto Rubén aguzó el oído, percibió una sonoridad diferente. Una sonoridad solidaria. Sara reconoció de inmediato a los suegros de Rubén. Ellos, en cambio, no la reconocieron a ella, y, aunque no hicieron ningún comentario al respecto, a Sara le pareció distinguir en sus ojos, inquisitivos, la pregunta que, por prudencia, se abstenían de formular: “¿Qué haces tú en la casa de nuestro yerno un día como éste?” Sus semblantes, intensamente pálidos, contrastaban con su vestimenta, de luto riguroso. Begoña se enjugaba las lágrimas con un pañuelo perfumado de violetas, mientras que Carmelo pugnaba en vano por reprimir los sollozos. -Pasen. Sara les condujo al salón. -¡Hijo mío! –exclamó Begoña al ver a Rubén, entretanto marido y mujer se precipitaban con los brazos extendidos hacia su yerno. Éste, puesto en pie, quiso decir algo, pero, sorprendido por la emotiva reacción de sus suegros, no acertó a pronunciar ni una palabra. Carmelo, que llegó a él antes que su esposa, le estrechó entre los brazos durante varios segundos, hasta que Begoña, apremiada por la impaciencia, pellizcó en la cadera al marido, un insólito mensaje táctil que, sin embargo, el hombre entendió a la primera. Deshizo el abrazo y dejó el campo libre a la mujer. Ésta, puesta de puntillas, cogió la cara de Rubén entre las manos y empezó a besársela febrilmente. Eran unos besos preñados de ternura, sin un ápice de hipocresía, y por primera vez en veintitrés años, Rubén supo sin ningún género de dudas que, diferencias políticas al margen, sus suegros le profesaban un afecto genuino. Hay cosas que están por encima de las ideologías, quizás el cariño de unos padres políticos sea una de ellas. Carmelo Ibarra y Begoña Sáenz eran unos veteranos militantes nacionalistas que se enorgullecían de sus convicciones políticas; por eso les irritaba tanto la ambigüedad calculada que mostraban algunos dirigentes de su partido. “¿Qué culpa tenía el Partido Nacionalista que la Organización compartiera los puntos básicos de su ideario?”, preguntaban los Ibarra Sáenz sosteniendo la mirada del interlocutor de turno, sin sentir ni un atisbo de la vergüenza que embargaba a algunos de sus conmilitones cuando conversaban sobre este particular inmediatamente después de la que la Organización hubiese perpetrado alguno de sus crímenes. Compartir los fines, para los suegros de Rubén, no significaba aprobar los medios que el grupo terrorista empleaba para conseguirlos. El matrimonio repudiaba la violencia tanto o más que el más furibundo de los pacifistas, pero toda la violencia, no sólo la que provenía de un bando, como hacían hipócritamente algunos políticos estatales sin que se les cayera la cara de vergüenza. La condena global a la violencia por parte de los Ibarra Sáenz, repetida hasta la saciedad, no les impedía, empero, contextualizar algún que otro atentado, lo cual había provocado más de una fricción con su yerno, quien aducía que la violencia que practicaba la banda terrorista no podía relativizarla nadie que se considerase a sí mismo decente, salvo que quisiera racionalizar el asesinato, hecho por el cual las personas decentes le negarían al relativista su supuesta decencia. Carmelo y Begoña, empleados de la Administración Pública ya jubilados –ella había sido maestra, y él, funcionario de la Diputación Provincial-, no se daban por aludidos con las palabras de Rubén, ya que ellos se definían como unas personas muy decentes que condenaban sin paliativos los asesinatos, vinieran de donde viniesen, aunque -matizaba él o ella- no todas las acciones de la banda debían considerarse asesinatos, porque, a veces, algunos de sus miembros se habían limitado a matar en defensa propia. El matrimonio Ibarra Sáenz consideraba que, cuando un individuo está convencido de que libra una guerra contra un enemigo poderoso, jamás se cree un asesino, mata para que no le maten, responde a la violencia con la violencia. Desde que a Arantxa se le reprodujo el tumor en la otra mama, cinco años y medio antes de la noche de la explosión en el Barrio Azul, Rubén no había vuelto a discutir de política con sus suegros. Ahora, que el conflicto les había golpeado en el centro de su ser, donde más duele, donde nunca deja de doler por mucho que haya dolido, ¿qué opinarían de lo que ellos denominaban eufemísticamente lucha armada? ¿Pensarían ahora que la vida de una muchacha, su nieta, vale más que cualquier ideología? La política había condicionado desde el principio la relación de Rubén con los padres de Arantxa. En Villa del Norte, el denominado conflicto político lo corrompe todo, hasta los sentimientos. Antes de que el cáncer se ensañara con Arantxa, sus suegros y él eran políticamente incompatibles, como así quedó patente, hacía casi dos lustros, en la agria discusión que mantuvo con ellos en el piso de veraneo que la familia Ibarra Sáenz poseía en un pueblo de la costa, en la cual poco faltó para que Rubén y su suegro llegasen a las manos. Todo resultó muy desagradable, por el incidente en sí y porque se produjo en presencia de Ainara. Durante los tres cuartos de hora que duró el viaje de regreso a casa, minutos después de que la trifulca quedara zanjada con sendos exabruptos pronunciados casi al alimón por Rubén y Carmelo, Arantxa no dirigió ni una sola palabra a su marido. Al día siguiente, en el desayuno, en cuanto Ainara se marchó al colegio, Arantxa le reprochó a Rubén el tono vehemente y barriobajero que había empleado con sus padres. Rubén, herido en su orgullo o, quizá, en su soberbia, se defendió atacando: tildó a Begoña y Carmelo de fanáticos que no atienden más razones que las suyas. Arantxa replicó que si sus padres eran unos nacionalistas fanáticos, que en su opinión no lo eran, él se había comportado como un fanático antinacionalista. “Además –agregó-, ellos tienen una ideología, ¿cuál es la tuya?” Le sorprendió que Arantxa le interpelara con una pregunta en cuya entonación llevaba implícita la respuesta: “Tú no tienes ideología”. Y si tener una ideología, según Arantxa, equivalía a defender las tesis de los nacionalistas radicales, efectivamente, no la tenía. Su ideología se sustentaba en lo que él llamaba ética universal, de la que emanaba el código de valores en el que trataba de inspirarse su conducta. Un código de valores que se resumía en el objetivo de hacer la vida más digna de ser vivida, objetivo que, ay, lamentablemente sólo de muy de vez en cuando alcanzaba. Tenía una ideología, sí, pero de boquilla. Por la tarde de aquel mismo día, Rubén, sin la influencia avasalladora de la adrenalina, más calmado, reflexionó sobre lo acontecido en el piso de veraneo de sus suegros, y, a posteriori, se avergonzó de su comportamiento, el cual, a la mañana siguiente, le pareció indigno de su persona. Había defendido ante Begoña y Carmelo el derecho a la vida blandiendo la violencia verbal. Una contradicción en sus propios términos que exigía una cura de humildad. Sí, eso es lo único que le devolvería el equilibrio interior. Debía llamar a sus suegros para disculparse. ¿Cuándo? ¿Mañana? Hoy, ahora mismo, en este instante, ya. Eso es lo que hizo, pero no consiguió establecer contacto con ellos porque el teléfono comunicaba. Llamó de nuevo al cabo de un par de minutos decidido a hacer lo que tenía que hacer. Sonó un pitido, otro, un tercero... Tragó saliva, carraspeó para aclararse la garganta resuelto a zanjar de una vez por todas, con un espectacular gesto de arrepentimiento, las diferencias que mantenía con sus suegros sobre el dichoso conflicto. Sin embargo, pese a la rabia que sentía contra sí mismo, o, quizá, precisamente por esa razón, al final no tradujo en palabras sus buenos propósitos. Justo cuando al otro lado del hilo telefónico oyó la voz de Begoña: “Casa de los Ibarra”, la vanidad, siempre al quite, selló abruptamente sus labios. “Dígame. ¿Quién llama?”. La mujer nunca supo que su yerno le había llamado con la intención de disculparse. Cuando Rubén, con los ojos clavados en el teléfono, se reprochó la falta de arrojo, una voz surgida de Dios sabe dónde, le fustigó por su debilidad: “¿Vas a pedir disculpas tú, que defiendes el derecho a la vida, a un matrimonio que comparte el ideario de quienes consideran que la independencia de un país que siempre ha sido dependiente bien vale el sacrificio de unos cuantos centenares de vidas...ajenas? No seas imbécil, Rubén, has hecho lo que tenías que hacer, con un par... La vida humana hay que defenderla con uñas y dientes y... y lo que haga falta. Faltaría más. No tienes de qué arrepentirte; otro, en tu lugar, le hubiese soltado a Carmelo un par de hostias, así como suena, y bien que se las merecía el tío. Que se disculpen ellos, que trataban de justificar los desmanes de una panda de asesinos. Venga ya. Tú has elegido el bando de las víctimas, ellos, por el contrario, prefieren alinearse con los verdugos. Si les han molestado tus palabras, que se jodan. ¿Sabes lo que te digo? Que viva la madre que te parió. Y, ahora, haz lo que creas conveniente, pero que conste que no apruebo las disculpas, no en este caso. He dicho”. Varias horas más tarde, en el lecho conyugal, antes de apagar la luz de la mesita de noche, Arantxa le dijo, entre susurros, que quería contarle algo sobre su familia que no le había revelado hasta la fecha, algo que quizá le ayudara a comprender más y mejor la actitud de sus padres. Rubén se incorporó; presentía que iba a escuchar una revelación importante para el devenir de sus relaciones familiares. -Te escucho, Arantxa. -Mi hermano, Koldo, no vive en Argentina tal y como te he dicho repetidas veces, lleva más de tres años recluido en la cárcel de una localidad próxima a la capital del Estado, cumpliendo una condena de veinte años por intervenir en tres atentados cometidos por la Organización. Hace diez años, cuando apenas era un adolescente, tras participar en un robo de armas en un arsenal militar, y con la policía pisándole los talones, huyó al sur del país vecino. Con una identidad falsa, se instaló allí como un joven inmigrante que se gana la vida legalmente, en concreto, mi hermano trabajaba como mecánico en un taller de coches regentado por un defensor de la causa. Cruzaba de un país a otro de incógnito para hacer sus cosas, y seguidamente regresaba al exilio. Vivió así durante varios años, hasta que un día lo detuvieron cuando trataba de atravesar la frontera, horas después de participar en un atentado. Las tres veces que, en los últimos dos años, fui de viaje con mis padres a la costa, no te dije toda la verdad. Pasamos una semana de vacaciones en un pueblo del Mediterráneo, sí, pero, por el camino, hicimos una parada para visitar a Koldo en la cárcel. Visto lo visto, quizá tenía que haberte hablado de sus andanzas cuando tuve intención de hacerlo, poco antes de casarnos, a la salida del cine, después de que viéramos una película sobre unos terroristas que se escapan de la cárcel. -La Fuga de Segovia. -Te acuerdas. -Pues claro que me acuerdo. -Pues bien, en el último momento, tuve miedo de que... que... En fin, Rubén, siento haberte mantenido al margen de una parte tan importante de mi vida. Lo siento por ti y por mis padres. La sorprendente revelación de Arantxa acentuó en un principio la cólera de Rubén, la cual, en medio de la noche, la sublimó en una pregunta irónica, que, al ser pronunciada con una entonación acusadora, se transformó en un cruel sarcasmo. -¿Tu hermano también tiene, al menos, una ideología? La mujer, por toda respuesta, apagó la luz de la mesita y cerró los ojos. Después, en el silencio de la larga noche, desvelado, la revelación de Arantxa le permitió a Rubén comprender retrospectivamente algunas de las reacciones de sus suegros. De haberlo sabido –se dijo-, quizá en algunos de los rifirrafes en los que se había enzarzado con ellos habría obrado de manera diferente. Tal vez. Rubén y Arantxa se mantuvieron sentimentalmente separados poco más de cuarenta y ocho horas. Un lapso breve, y que, sin embargo, la memoria de Rubén siempre recordó como el incidente que más tiempo alejó a su mujer de él, casi tan lejos como él estuvo de ella. Tras permanecer ambos enfurruñados un par de días enteros, dado que en el lecho conyugal cada uno durmió en un extremo vigilando subconscientemente sus respectivos movimientos para no rozar el cuerpo del otro, al tercer día, en el desayuno, Arantxa, sin que mediara ninguna palabra, se sentó en las rodillas de su marido, aguardó a que éste tragara el trozo de pan con mantequilla que masticaba, y le besó largamente en los labios. Un beso refrendado con una frase esclarecedora para que no cupiesen dudas acerca de lo que pensaba de él: -Me encanta tu ideología, Rubén. El otro día, cuando te dije lo que te dije, habló mi orgullo herido, no mi corazón ni mi cerebro. Lo siento. -¿Por qué me has hecho creer durante todos estos años que tu hermano se encontraba en Argentina? -Si te hubiese contado la verdad, ¿habría servido de algo? -A lo mejor habría servido de mucho. -Pues, entonces, haz que sirva a partir de ahora. Rubén y sus suegros se limitaron a intercambiar monosílabos y frases hechas durante una temporada, y sólo se reconciliaron de verdad cuando Arantxa se encontró a las puertas de la muerte, cuatro años y medio después del bochornoso día del incidente en el piso de la costa. Las diferencias políticas pierden su relevancia cuando se dirime un asunto de vida o muerte. Rubén y Arantxa se conocieron casualmente (casi todo el mundo se conoce por casualidad) en la cola del cine Ideal, la víspera de una Nochebuena de finales de los años setenta. Rubén iba con su amigo Javier, quien, por su parte, era amigo de Maite, la amiga que acompañaba a Arantxa. -¿Queréis que os saquemos las entradas? -se ofreció Maite. La cola de gente superaba los veinticinco metros, y Rubén no quería perderse la película de terror sobrenatural que se estrenaba ese día, La Profecía. Javier miró a Rubén, éste asintió con la cabeza. -Queremos. Vieron los cuatro juntos la aterradora película, Rubén sentado al lado de Arantxa, o, quizá, ella sentada al lado de él. En una de la escenas más impresionantes del largometraje, cuando el niño endemoniado empieza a hablar con una desagradable voz de hombre adulto, Arantxa, instintivamente, cogió la mano de Rubén, y éste ya no la soltó durante el resto de la sesión, por desgracia numerada, ya que si hubiese sido continua, Rubén no se habría movido de su asiento en las dos horas y media siguientes, persuadido de que Arantxa tampoco lo habría hecho. Ese mismo día, antes de despedirse, cuando Rubén la invitó a ver otra película la semana siguiente antes o después de merendar chocolate con churros en Churrete, la mejor churrería de la ciudad, Arantxa, con el semblante súbitamente ensombrecido, le reveló que sólo tenía un pecho, ya que el otro se lo habían extirpado dos años antes a causa de un precoz tumor maligno; además, el cáncer era de origen genético, pues su bisabuela, su abuela materna y su madre, así como dos de sus tías, también lo habían padecido. -Te lo digo para que... para que... -Para que lo sepa -completó Rubén. -Ya lo sabes. ¿Sigue en pie la invitación al cine y a la churrería? -preguntó ella bajando los ojos. -Por supuesto. Es la cosa que más deseo en el mundo -contestó él un segundo antes de estamparle un sorpresivo beso en la boca. Seis meses después de La Profecía, Arantxa le invitó a comer en su casa para que conociera a sus padres. A los cinco minutos de saludarles, Rubén supo que la relación con ellos estaría sembrada de dificultades, algunas, quizá insalvables. Si tal y como proclama la Psicología Social, se está en presencia de una situación problemática cada vez que las necesidades o los intereses de un individuo (o un grupo) no pueden satisfacerse sino en detrimento de otro individuo (u otro grupo), él estaría en una situación permanentemente problemática con los padres de Arantxa, unas personas cuyos intereses –en las reuniones de sobremesa, sobre todo- se satisfacían hablando de los dimes y diretes del conflicto que había costado la vida a centenares de personas en el país, un conflicto político que, según los Ibarra Sáenz, hundía sus raíces en un remoto pasado; y, precisamente, el conflicto, visto desde la óptica nacionalista, era el tema que más sulfuraba a Rubén, ya que sabía por experiencia cómo solían acabar las conversaciones sobre temas en las que la mitología representa un papel fundamental. Por amor a Arantxa, durante las primeras invitaciones –a partir del día en que lo conocieron, sus suegros le invitaron todos los domingos a almorzar-, hizo oídos sordos a algunas de las reacciones exaltadas que provocaba en los padres de Arantxa el tratamiento que la prensa nacional –extranjera, según ellos- daba al problema del terrorismo, en su opinión, falto de rigor y objetividad. Conforme pasaban los domingos, y los comentarios de sus futuros suegros se hacían más vehementes, a Rubén le resultó muy difícil guardar la compostura. -Tranquilo, Rubén –le suplicó Arantxa el día que más cerca estuvo del estallido-, no les hagas caso, sólo tienen ojos para ver las maravillas de su tierra, como si fueran unos padres primerizos a los que se les cae la baba con su hijo de pocos años, para ellos el más guapo y listo del mundo pese a sus carencias físicas e intelectuales, evidentes para cualquier observador imparcial. No merece la pena rebatir las opiniones sobre política de mis padres, ¿para qué? No conseguirás convencerlos. El nacionalismo, para ellos, es un sentimiento, y los sentimientos no se confrontan con el sentido común. Mordiéndose la lengua y reduciendo los almuerzos dominicales -uno al mes- aguantó varios años sin replicar a los comentarios que el cacareado conflicto suscitaba en los padres de Arantxa, algunos, en su opinión, subidos de tono, hasta que un inolvidable domingo de enero, en el que increíblemente en Villa del Norte se alcanzaron los treinta grados de temperatura, horas más tarde de discutir con Arantxa, su esposa desde hacía casi cinco años, por alguna nadería, quizá un asunto doméstico –ella era una nacionalista moderada que se daba por satisfecha con el desarrollo pleno del Estatuto de Autonomía-, dominado por la irritación o, quizá, por el insólito calor, no pudo escuchar impasible las palabras de sus suegros. Aunque no dijeron nada diferente de lo que solían decir, a Rubén le sentó peor que otras veces, quizá por la acritud con la que se expresaron, en particular Begoña. La Organización acababa de asesinar, mediante un coche bomba, a un empresario que se había negado a desembolsar la cuota anual que pagaban muchos empresarios para conservar la vida, y el atentado mereció el siguiente comentario de su suegra: -Todos estos actos se terminarían de raíz si nos permitieran elegir democráticamente lo que queremos ser. La lengua de Rubén, azuzada por una inopinada sobredosis de hormonas, saltó como un resorte, antes de que la voluntad, guiada por la razón, tuviera tiempo de intervenir. -¿Ha dicho usted actos, Begoña? -Actos, sí, eso he dicho. Y se armó la marimorena. En un trozo de tierra que unos llaman región, otros comunidad, éstos país y aquellos nación, resulta prácticamente imposible mantener la política alejada de las relaciones familiares, porque la política, concretada en el recurrente poder hipnótico de una palabra convertida en el santo y seña de los estereotipos, el conflicto forma parte de la vida, está por todas partes; si no ves el conflicto, lo oyes, si no lo ves ni lo oyes, lo hueles, y si no lo oyes ni lo ves ni lo hueles, lo presientes. El ciudadano común trata de centrarse en afrontar las vicisitudes cotidianas, olvidándose por una temporada del cansino conflicto, pero, al instante, surgen personas, nacionalistas de aquí o de allí, que se encargan de recordárselo; y si los nacionalistas de aquí o de allí, por ejemplo, en época de vacaciones de verano y de Navidad, centrados respectivamente en los baños de sol (los de aquí, en las playas de allí, del Estado –sic-, donde el sol está asegurado; los de allí, en el monte o en la costa de aquí, de la región -sic-, donde el calor es más liviano) y en las compulsivas compras navideñas, también se olvidan de que en este país existe un conflicto desde la época de Maricastaña, época que por cierto nadie acierta a precisar, entonces, irrumpen en el escenario los terroristas, con un tiro en la nuca, para poner los recuerdos en la punta de la memoria de cada cual. Desde que murió Arantxa, las inquietudes nacionalistas de los Ibarra Sáenz habían sido eclipsadas por el dolor, y ahí sí que Rubén coincidió con sus suegros. Los tres amaban a Arantxa, y el dolor de su ausencia irrevocable les unió. No había lugar para discusiones políticas, la melancolía lo abarcaba todo. Sin proponérselo, una tregua se estableció entre ellos. Una tregua que duraba ya más de cuatro años. Y, ahora, al dolor por el fallecimiento de Arantxa, apenas mitigado por el paso del tiempo, se unía la terrible muerte de Ainara; pero esta no era una muerte como la de su madre, la muerte de Ainara se había producido en el corazón podrido del maldito conflicto del demonio. -Te llamé anoche varias veces, pero tu teléfono comunicaba sin parar. Era muy tarde. Después, debí quedarme dormida en el sofá, junto al teléfono, el cual, en un descuido, había dejado descolgado. El caso es que esta mañana, mucho más tarde de lo habitual, nada más despertarme, en mi cama (no sé cómo llegué a ella), he vuelto a llamarte. Nada. El teléfono seguía comunicando, y he supuesto que lo habías descolgado sin darte cuenta. Luego, cuando me encontraba preparando la comida como si tal cosa, ha venido Gertrudis, una vecina, a darme el pésame. En un primer momento, y pese a que Gertrudis es una mujer muy seria, he creído que se trataba de una broma de mal gusto, creencia que me ha durado los segundos que ha tardado Gertrudis en empezar a contarme los detalles de la tragedia con el gesto imperturbable que la caracteriza. El impacto que me ha producido la noticia ha sido tan demoledor, que no sé cómo no me he desplomado para no levantar cabeza hasta el día del juicio final, quizá porque una, en lo que a desgracias se refiere, tiene ya callo, tal vez sea por eso... En fin, luego, le he explicado a Carmelo lo que había ocurrido, no sé con qué palabras, tal vez con gestos, el caso es que él me ha entendido, hemos cogido un taxi porque Carmelo no estaba en condiciones de conducir, y aquí nos tienes... ¡Qué asco de vida! ¿Cómo ha podido suceder una cosa así? Pobrecita mi Ainara, hija de mi corazón. Rubén observó que la única joya que llevaba puesta su suegra era el anillo de casada, los otros anillos que solía llevar, así como las pulseras y el collar, habían desaparecido, arrancados de su cuerpo por el vendaval del dolor. Era la primera vez en veintitantos años que la veía sin joyas. Le llamó asimismo la atención el rostro de la mujer, sembrado de arrugas, sobre todo alrededor de los ojos, muchas más que la última vez que la vio, o, quizá, tenía las mismas de siempre y las arrugas se encontraban en los ojos atormentados que miraban, y no en el semblante que era visto. Minutos después, con las emociones momentáneamente aplacadas, el matrimonio Ibarra Sáenz y los hermanos Levi se encontraban sentados en el salón, en silencio. Rubén, acodado sobre los muslos, con la barbilla apoyada en las palmas de las manos, contemplaba la mesa acristalada en cuya superficie vislumbraba con nitidez los rasgos faciales de Ainara; Sara dirigía a su hermano una mirada que pretendía infundirle esperanza, aunque, en realidad, sólo irradiaba compasión; Begoña, con los ojos fijos en el retrato enmarcado de Arantxa y Ainara que colgaba en la pared de enfrente, se enjugaba con un pañuelo perfumado las incontenibles lágrimas que brotaban de sus ojos; Carmelo, con la cabeza gacha y los brazos cruzados sobre el pecho, tenía la mirada prendida del dibujo bordado de la alfombra, en donde la melancolía le mostraba a su nieta adolescente caminando por la orilla de la playa junto a su abuelo. -Perdónanos, Rubén, perdónanos –dijo entre sollozos Begoña, al cabo de un minuto. -¿Perdonarles? ¿Qué tengo que perdonarles, Begoña? –preguntó Rubén. -Quizá nosotros, con nuestros comentarios... Esto es una locura. Rubén se incorporó de un salto, iracundo, como si se hubiesen abierto de pronto las compuertas que contenían sus reservas de adrenalina. -¿Qué quiere decir, Begoña? ¿No se habrá creído usted también la versión de la policía? Usted conocía a Ainara. ¿En verdad cree que Ainara era una terrorista? ¡Dígamelo! ¿Lo cree? –vociferó Rubén, rojo como la grana. Sara se colocó, rauda, junto a su hermano y le pasó el brazo derecho por encima de los hombros; mientras tanto, Begoña y Carmelo se interrogaban con la mirada: “¿Quién será esta mujer?” -Calma, Rubén, calma, estamos todos tan afectados por... por la tragedia, que decimos cosas que, a poco que las pensáramos, jamás las diríamos. Rubén, sentado de nuevo junto a su hermana, pareció controlar su irritación, si bien no dejó de interpelar a su suegra. -¿Lo cree usted, Begoña? Dígamelo. -Iba en el coche, hijo.. -¿Y qué? -¿Cómo que y qué? –Intervino el suegro alzando súbitamente la cabeza-: ¿Qué hacía Ainara en un coche cargado de explosivos, junto a dos miembros de la Organización? -Esa es la pregunta a la que debo encontrar respuesta. -Mientras no encuentres una mejor, la respuesta parece obvia. -O sea, que ustedes creen que su nieta era una terrorista. -Jamás creeré que Ainara era una terrorista –respondió Begoña, mientras su marido volvía a fijar la mirada en la alfombra. -¿Lo ves, Rubén? -No, Sara, no lo veo. Begoña no cree que Ainara fuera una terrorista, porque piensa que Ainara era una luchadora de la Organización, como su hijo Koldo. ¿Me equivoco? Carmelo alzó la cabeza y dirigió a Rubén la misma mirada de sorpresa que le dirigía Begoña. -¿Quién te lo ha dicho? -Lo sé desde hace bastante tiempo. ¿Qué importa eso ahora? -Arantxa nos pidió que no te dijéramos nada... ¿Te lo dijo ella? -Lo sé y punto. Según ustedes, ¿qué era Ainara: una terrorista o una luchadora de la Organización? -Sé que Ainara no era una asesina –respondió Begoña, mientras Carmelo volvía a bajar los ojos, como si sólo en el dibujo tejido en la alfombra, una barca navegando por un río bordeado de exuberante vegetación, pudiera encontrar la explicación a tanto despropósito. -Para Begoña y Carmelo, los miembros de la banda terrorista no son asesinos, son unos revoltosos patriotas que luchan por una buena causa -dijo Rubén girando la cabeza hacia su hermana, obviando la presencia de sus suegros-, unos patriotas a los que, en ocasiones, se les va la mano en sus expeditivos métodos; pero como son de los nuestros, hay que persuadirles de que entreguen las armas y vuelvan a la casa del padre, como unas ovejas descarriadas a las que hay que reintegrar al redil cuanto antes. ¿Cómo? Con el diálogo que preludia la concesión, faltaría más. -Con medidas exclusivamente policiales jamás se conseguirá erradicar la violencia de este país, a las pruebas me remito. Si el Gobierno hubiese accedido a dialogar con la Organización, Ainara estaría viva. El Gobierno Central también es responsable de su muerte, por negarse a dialogar. Sólo mediante el diálogo se resolverá algún día el conflicto, aunque me temo que yo jamás veré ese día. -¿Conflicto? Estoy hasta los mismísimos...cojones de esta palabra. ¿Llama usted conflicto a que un grupo de asesinos siembre el terror en este país? -Conflicto, sí, Rubén. Ya hemos hablado muchas veces sobre este particular, y sabes lo que opino. El problema tiene una raíz política, y en tanto no vayamos a la raíz, no resolveremos nada. El diálogo es la solución. Resulta muy fácil calentarse la boca con exabruptos y descalificaciones, eso está al alcance de cualquiera, lo difícil es mantener la calma y analizar las cosas con objetividad. Esto último es lo que trato de hacer yo, lo mismo que deberían hacer los gobernantes, que para eso los hemos elegido. Y para serte sincera, Rubén, sólo percibo un esfuerzo en este sentido en los políticos de mi partido y en algún dirigente de la izquierda democrática. Los demás sólo buscan la gresca, que es lo que les proporciona votos en el resto del Estado. -O sea, que, según usted, los dirigentes del Partido Nacionalista son los únicos políticos que analizan las cosas con cierta objetividad... Lo que hay que oír –bajando la voz, ya casi inaudible, Rubén añadió-: El taxista tenía razón. Este es un país de botarates. -No discutamos más, Rubén, te lo ruego, no en estas terribles circunstancias –dijo la suegra en tono conciliador. El suegro continuaba con la mirada baja, como traspuesto. Rubén recuperaba las fuerzas a pasos agigantados; tenía un porqué, restablecer la verdad de Ainara, por eso soportaba cualquier cómo. -Escúchenme bien lo que voy a decirles para que no haya malentendidos: Ainara no era una terrorista, ni una luchadora, ni una colaboradora de esa banda de criminales. Ainara repudiaba tanto la violencia, que ni siquiera era capaz de matar a la mosca picajosa que zumbaba en torno a ella mientras estudiaba, y les aseguro que no se trata de una frase hecha. La he visto infinidad de veces atrapar moscas con la mano, y, a renglón seguido, abrir la ventana y liberarlas. ¿Sabían ustedes que Ainara era vegetariana? -Claro que lo sabía –respondió Begoña; Carmelo, cabizbajo, continuaba absorto en sus pensamientos-, mis quebraderos de cabeza me costaba cada vez que venía a comer a casa... y ya no vendrá. Pobrecita –Begoña se enjugó las nuevas lágrimas que brotaban de sus ojos. -¿Sabe por qué se hizo vegetariana? Por principios, no por gusto. Se resistía a intercambiar la vida de un animal por unos minutos de placer. Porque a ella sí que le gustaba la carne, de cordero y de pollo sobre todo, pero se negaba a comerla porque sus principios se lo impedían. Así era ella. -No necesitas esforzarte para convencerme de las muchas virtudes que atesoraba Ainara. Convengamos en que era una persona pacífica, muy bien, entonces, ¿qué hacía en ese coche? -Eso es lo que averiguaré, Begoña, aunque sea lo último que haga en mi puñetera vida. Mientras tanto, les ruego que no permitan que nadie en su presencia llame terrorista a Ainara. Si lo hiciesen, estarían consintiendo que mataran impunemente por segunda vez a su nieta. Ni terrorista ni colaboradora de la Organización. Si acaso, luchadora por la paz, en apariencia y en esencia, Begoña. -Tal vez se tratase de un secuestro –sugirió Carmelo, sin alzar la mirada del suelo. -Ya había pensado en esa posibilidad –admitió Rubén. -Pero nosotros no tenemos mucho dinero y... y, además, somos una familia nacionalista muy conocida en el país. Los Ibarra y los Sáenz provenimos de estirpes de larga tradición nacionalista. Nuestros padres también lo eran, y nuestros abuelos y... -¡Pero mi hermano no lo es, señora! Da usted a entender que los que no somos nacionalistas, nos merecemos ser secuestrados. -Perdone, señora... ¿Nos conocemos? -Nos vimos en la boda de Rubén y en el funeral de su hija... Soy Sara, la hermana de Rubén. -Ah, sí, la hermana. Siento no haberme acordado, pero dadas las circunstancias... -No se preocupe, señora. -Tutéame, Sara, no imites a tu hermano. Le he dicho centenares de veces que nos tutee, pero no ha habido manera. -La tutearé, Begoña. -Así está mejor. -Mi sobrina era una luchadora por la paz, Begoña. Así está mejor. 25 Cuando Sara despidió a los Ibarra en el rellano de la escalera, y consultó la hora, le entraron las prisas. -¿Cuánto hace que has comido algo, Rubén? –preguntó, elevando la voz, mientras recorría a paso rápido el pasillo. Rubén vaciló un par de segundos antes de contestar. -No lo sé, me supongo que a lo largo de la mañana algo habré comido. -¿Estás seguro? –Ana se sentó en el sofá junto a su hermano. -Sí –dijo Rubén, con los ojos zozobrando en el Mediterráneo del cenicero. -¿Qué? -Pues... No me acuerdo, quizá, un poco de fruta y unas galletas. -Ese quizá no es suficiente alimento. Voy a prepararte una merienda ligera; para cenar, ya haré algo más sustancioso –anunció la mujer mientras se encaminaba a grandes zancadas a la cocina. -No te molestes –Rubén miró su reloj de muñeca-. Hace años que no meriendo. Sara tenía una habilidad especial para desoír ciertas palabras, o, quizá, sí las oía, pero no las escuchaba, o, acaso, como en esta ocasión, las oía, las escuchaba y obraba en consecuencia. Y obrar en consecuencia, para ella, estribaba en hacer lo correcto, que, en esos momentos, consistía en prepararle a su hermano una taza de leche con cacao, aunque él no merendase desde tiempos inmemoriales. Un acto repetido se convierte en una costumbre, y para repetir un acto, antes hay que ejecutarlo por primera vez. Rubén, merendaría hoy, y mañana también lo haría. Palabra de Sara. La mujer volvió al salón al cabo de diez minutos portando una bandeja sobre la que reposaban un tazón humeante de leche con cacao, dos tostadas de pan untadas con mantequilla de cacahuete y una manzana troceada. -Junta las piernas, Rubén. Éste obedeció como un autómata. Sara colocó la bandeja sobre las piernas de su hermano y, a continuación, se sentó a su lado para cerciorarse de que tan frugales alimentos llegaban a su destino. -Y, ahora, a comer, Rubén. -No tengo apetito, Sara. Haciendo caso omiso de la negativa, la mujer cogió el cuenco y lo acercó a los labios de Rubén. -Abre la boca. -De verdad, Sara, no me apetece tomar nada ahora, quizá, un poco más tarde... -Abre la boca –insistió ella, imperturbable. Rubén no tuvo más remedio que obedecer. Él, como un buen Levi, era obstinado, pero no tanto como ella. -¿Qué te han parecido mis suegros? –preguntó Rubén un par de minutos más tarde, después de beberse la leche con cacao. -Te quieren, eso es lo importante. -¿Cómo lo sabes? -En asuntos de amor, los ojos no engañan, a mí no. Rubén pugnaba por tragar el último trozo de pan con mantequilla ante la vigilante mirada de su hermana, cuando el timbre de la puerta de la calle volvió a sonar por enésima vez en las últimas dieciocho horas. -¿Abro, Rubén? -Como quieras. -¿Sin echar un vistazo por la mirilla? -Malas noticias no serán. Ya nada será peor de lo que ha sido. Abre, Sara. Era el inspector jefe Rodrigues, quien venía acompañado de un agente del Servicio Especial de Investigación Científica. -Buenas tardes, señora. Somos nosotros otra vez. Siento molestarles. ¿Está el señor Levi? -¿Qué desean? -Tenemos noticias..., malas noticias, señora. -¿Peores? -Sí, porque confirman lo peor de las noticias peores. Sara condujo a los dos policías al salón. -Rubén, está aquí el inspector... -Rodrígues. Buenas tardes, señor Levi. -Adelante, inspector –Rubén se incorporó y estrechó la mano del policía. -Le presento al agente Cifuentes, del Servicio de Investigación de la Policía Científica. -Mucho gusto, agente. Siéntense, por favor. El inspector y su ayudante tomaron asiento en sendos sillones, de espaldas a la ventana, al otro lado de la mesa acristalada, frente al sofá donde estaban sentados los Levi. -¿Les apetece tomar algo? -Hemos de marcharnos enseguida, no se moleste, señora. -¿Un refresco? -De acuerdo, un refresco –respondió el inspector jefe. El agente Cifuentes, con los labios sellados y los ojos abiertos de par en par, representaba fielmente el papel que la literatura y el cine reservan al prototipo de policía disciplinado, callado y observador. Rubén Levi escrutó los ojos del inspector, y supo lo que ya sabía. -Malas noticias, ¿no, inspector? -Me temo que sí, señor Levi –el inspector hizo un gesto con la barbilla al agente Cifuentes, quien al instante extrajo seis fotografías del cartapacio que llevaba bajo el brazo, y se las tendió a Rubén. Éste distinguió la mano derecha y el pie izquierdo de Ainara, asombrosamente intactos, vistos desde diversos ángulos. Los únicos restos de su cuerpo que, según el inspector, podían ser identificados. Suficiente. La cicatriz en forma de media luna en el dorso de la mano, junto al nacimiento del pulgar, y el fino pie, de piel blanquísima y dedos largos y delgados, resultaban inconfundibles. Rubén extendió las seis fotos sobre la mesa, inclinó el tronco hacia delante, apoyó los codos en los muslos y la barbilla en las palmas de las manos, y se quedó con la mirada prendida a las extremidades de su hija, como magnetizado. “¿Se puede morir de dolor?”, resonó una voz de ultratumba en sus adentros. La memoria de Rubén, apremiada por el instinto de supervivencia, le devolvió urgentemente uno de los aforismos predilectos de su padre: “El mundo nos rompe a todos, y después, algunos, con los trozos rotos, se hacen fuertes”. El mundo había roto literalmente a su querida hija, él, con los trozos, se haría fuerte... por ella, por ella, por ella. Sara volvió de la cocina con una bandeja en la que campeaban dos refrescos, dos zumos de melocotón, cuatro vasos y un plato con tacos de queso de bola. -Sírvanse, señores... Uno de los zumos es para ti, Rubén... Ssshhh, sin rechistar. Has merendado muy poco y tu cuerpo necesita hidratación y vitaminas –Sara ojeó por encima de la cabeza de su hermano las fotografías que éste sostenía entre las manos y, al instante, depositó la bandeja en la mesa, alargó el brazo izquierdo y rodeó los hombros de Rubén, quien, una vez que vio lo que vio, dejó las fotos, boca abajo, sobre la mesa de cristal, e hincó la barbilla en el pecho. -Lo lamento de veras, señor Levi. -Gracias, inspector. Pobre hija mía. ¿Cree usted que sufrió mucho? –preguntó Rubén alzando lentamente la cabeza. -En una explosión de esta magnitud, repentina, la víctima no se entera de nada. No puede. Uno se encuentra contemplando el paisaje por la ventanilla del coche y, de pronto, bum, todo se ha terminado –Sara miró de reojo a su hermano y comprobó, preocupada, que éste atendía las crudas explicaciones del inspector con los ojos, abiertos de par en par, fijos en algún punto situado por encima de la cabeza del policía. La mujer siguió la dirección de la mirada de Rubén y se tropezó, en la pared del fondo, junto a la ventana, con el retrato enmarcado de Ainara-. Si su hija hubiera sabido de antemano -prosiguió el inspector-, cuando montó en el vehículo, que éste iba a estallar en algún momento a lo largo del trayecto, entonces habría sufrido un calvario inenarrable durante los minutos previos. Cuando uno no puede escapar a la muerte a plazo fijo, el tormento radica en la espera. Un tormento interior. -Los Levi sufrimos ahora otro tormento. Ayúdenos a aliviarlo, inspector –le dijo Sara entre lágrimas. -Haré todo lo posible por ayudarles, señora. -Y, si es preciso, haga también lo imposible. Mi hija no era una terrorista. Encuentre las pruebas y divúlguelas a los cuatro vientos, inspector Rodrigues con ese. -Creo en usted, señor Levi, lo cual no significa que Ainara, en sus actividades clandestinas, no siguiese unas pautas ajenas al guión que mentalmente había escrito su padre para ella. Lamento hablarle con tanta franqueza, créame que lo lamento. -Lo lamentará mucho más cuando la verdad de Ainara lo descubra a usted, o, quién sabe, a lo mejor es usted quien la descubre a ella, a la verdad. Espero que, entonces, venga aquí a pedirnos disculpas. -Ojalá tenga que hacerlo, señor Levi. No se me caerán los anillos por ello. -Pues investigue, inspector, y sus deseos se harán realidad. Tarde o temprano, la verdad prevalecerá; le pido su colaboración, inspector Rodrigues, para que ese momento llegue más temprano que tarde. Tarde sería demasiado tarde para Ainara... y para mí. -En ello estoy, señor Levi, pero le adelanto que, aunque su verdad sea la verdad, no será fácil demostrarla. ¿Qué hacía su hija en ese coche? Los terroristas no suelen ejercer de taxistas samaritanos cuando se disponen a cometer un atentado, y mucho menos cuando uno de ellos es un criminal tan astuto y peligroso como Fran, alias Cejijunto. -¿No podría caber la posibilidad de que Ainara viajara en ese coche en contra de su voluntad? –apuntó Sara. -¿A qué se refiere, señora? -Podrían haberla cogido como rehén. Quizá vio algo sospechoso, los terroristas vieron que ella había visto y, entonces, la obligaron a subir al coche. -Perdone, señor inspector... -¿Qué quiere, Cifuentes? -Me dijo que le avisase cuando fuesen las seis y... -Ah, sí. Gracias, agente. He de irme, señor Levi... -¿No cree que esos criminales pudieron obligarla a subir al coche? –insistió Sara. -Es una posibilidad, señora, sólo una posibilidad, no una probabilidad, ya que no se ajusta al modus operandi de la banda. Les prometo que no cejaremos hasta averiguar lo que ocurrió. Si necesitan ponerse en contacto conmigo, pueden llamarme a la Comisaría Central –el inspector jefe extrajo un bolígrafo y un cuaderno pequeño del bolsillo de la chaqueta, anotó el número de teléfono, arrancó la hoja de papel y se la tendió a Rubén, pero como éste siguió imperturbable, con la mirada perdida en el vacío, Sara alargó el brazo, cogió el papel y lo depositó debajo de la consola del teléfono-. Vamos, Cifuentes. Ah, se me olvidaba, señor Levi, mañana o, como muy tarde, dentro de un par de días, le devolveremos los objetos que nos llevamos de la habitación de su hija. -No han encontrado nada, ¿verdad? –dijo Rubén emergiendo de los abismos de su fuero interno. -Faltan cosas por examinar. -Ni han encontrado ni encontrarán nada de lo que buscan. En los dominios del bien, es imposible encontrar el mal. 26 En cuanto se marcharon los dos policías, Sara se colgó el bolso del hombro y le dijo a Rubén que iba a salir a hacer unas compras. Sin embargo, en el rellano de la escalera, antes de cerrar la puerta, volvió sobre sus pasos y se dirigió a la carrera a la cocina. Un minuto después, la mujer entró en el salón con un vaso de agua en una mano y dos comprimidos en la otra. -Pensaba que te habías ido, Sara. -Se me había olvidado darte esto. -¿Más pastillas? -Son unos somníferos suaves. No te harán daño, no te preocupes, Rubén. Confía en mí. Soy una enfermera con más de treinta años de experiencia. Lo importante ahora es que descanses. En tanto no recuperes las fuerzas, te será imposible restablecer la verdad de lo sucedido. Y si no lo haces tú, ¿quién lo hará? –Rubén se encogió de hombros- ¿La Policía? El inspector Rodrigues parece un profesional muy cualificado, pero dudo mucho de que sus superiores le permitan dedicarse a este menester. Hay demasiados criminales sueltos y, además, en lo que respecta a Ainara, por desgracia, disponen de una explicación lógica y sencilla: Ainara iba en el coche porque era una terrorista. Las pruebas circunstanciales no admiten discusión. ¡Ainara, una terrorista! Si serán ineptos. Vuelvo enseguida, Rubén. La despensa y la nevera están en las últimas. -Como los Levi. “Los Levi nunca estarán en las últimas mientras uno de ellos siga vivo”, replicó mentalmente Sara, entretanto su boca, en cambio, se limitaba a pronunciar una frase convencional. Tiempo habría de demostrar al dolor que las últimas, en los Levi, nunca son las últimas. -La vida sigue, y hay que darle de comer, Rubén. -Ainara solía ir al supermercado los sábados por la mañana, pero el pasado sábado, a trancas y barrancas, logré convencerla de que se quedara en casa preparando el examen de licenciatura. Dijo que necesitábamos leche, yogures, huevos, fruta y no sé cuántas cosas más. Me ofrecí a traerlas, aunque para ello tuviera que cerrar la librería unos minutos antes. En principio se negó, pero, en cuanto me puse delante de la puerta de la calle con los brazos cruzados y el ceño fruncido, se percató de que las compras, ese sábado, no eran asunto suyo. Si le hubiese permitido que fuese al supermercado, a lo mejor, con una pizca de suerte, habría regresado más tarde de lo habitual, y no habría ido a la Biblioteca, y el tiempo perdido de estudio, lo habría recuperado el domingo por la noche, y el lunes no se habría levantado hasta bien avanzada la mañana (demasiado tarde para coger sitio en la Biblioteca), y se habría quedado a estudiar en casa, y a las nueve de la noche, con los ojos enrojecidos de tanto leer, acodada sobre los libros, una explosión la habría sobresaltado. Habría, habría, habría, habría, habría, habría... Si no hubiese roto yo un eslabón de la cadena, Sara, estos seis condicionales habrían sucedido uno detrás de otro, y Ainara estaría viva ahora... Yo tuve la culpa. Yo le facilité las cosas al destino. Además, el lunes derramé un salero en la mesa del restaurante donde almorcé. No le di importancia porque, entonces, los asuntos esotéricos me importaban un rábano; eso fue entonces, ahora empiezo a creer que la mala suerte tiene voluntad propia, y no obra por azar, sino que se ensaña con ciertas víctimas, las que le hacen tilín, como la hija de los Levi Ibarra, cuyo padre, engendrado por judíos, en vez de enfrentarse a ella, a la mala suerte, le tiende una alfombra roja y la invita a pasar hasta la cocina de su propia casa. Ainara, Ainara, perdóname, hija mía. -Tú no eres culpable de nada, Rubén. Lo que necesitas ahora es descansar. Venga, trágate las dos pastillas que te vea yo. ¿Hay alguna tienda por aquí cerca? -Sí, la de Santos Guerrero Rico. Es un hombre ateo, nada belicoso y más pobre que rico, pero te aseguro que se llama así. La vida tiene estas curiosas paradojas. Está al otro lado de la calle, enfrente del portal. Es la única tienda de ultramarinos a la antigua usanza que ha resistido en el barrio el asedio de los supermercados. Santos también vende periódicos y pan y leche y fruta y verduras y embutidos y pilas y bombillas y detergente y cuchillas de afeitar. Se trata de un comercio pequeño, pero bien aprovechado. -¿A qué hora cierra? -Depende. A veces, a las ocho; otras, a las nueve, incluso, algún día he visto la tienda abierta a las diez de la noche. Santos se adapta a las circunstancias, a las suyas y a las de la clientela. -Me has despertado la curiosidad por conocer a ese hombre. Iré en cuanto te tomes las pastillas –Sara cogió el vaso de agua y los dos barbitúricos-. Abre la boca, Rubén... Traga, traga... Muy bien. Échate en el sofá, cierra los ojos y, pronto, dormirás como un bendito. Unas horas de sueño es lo mejor que puedes ofrecer en estos instantes a Ainara. -No sé si, en mi estado, me harán efecto los somníferos. -Te lo harán, seguro. Inspira, espira... Así, hermano mío, así... La mujer dejó el vaso en la mesa acristalada, inclinó el tronco hacia delante, cogió la cara de Rubén entre sus manos, y le estampó un beso largo en la frente, otro en el entrecejo, uno en cada mejilla, y dos en el cuello. “¿Le beso también en la boca?” Las convenciones, grabadas desde la noche de los tiempos en la conciencia de Sara, le recriminaron su incestuoso pensamiento; no obstante, embargada por la ternura que le inspiraba la figura vapuleada de su hermano, la mujer estuvo a punto de mandarlas a freír gárgaras otra vez. No lo hizo porque en el último instante, cuando sus labios rozaban los de él, algo -¿las convenciones?- o alguien -¿sus padres?- los desvió ligeramente hacia la barbilla. -Hasta dentro de unos minutos. -Coge mis llaves. Están en el armario pequeño de la cocina, bajo el reloj de pared. Ah, y trae una botella de ron o de ginebra, da igual. Quiero convertirme en un cliché. -¿En un cliché? -Los personajes de cine y de literatura, cuando sufren alguna desgracia, ahogan sus penas en alcohol, ¿no? -Tú jamás te convertirás en un cliché. Hasta dentro de unos minutos. Rubén volvió a quedarse a solas con sus pensamientos, a solas con Ainara. Antes de que le hiciesen efecto los barbitúricos, se levantó para estirar los músculos de las piernas. Desde el quicio de la puerta del salón, observó el pasillo, y la casa, su casa, con la ausencia definitiva de Ainara, se le figuró una mansión tenebrosa poblada de siniestros fantasmas. No se atrevió a recorrer la vivienda, y volvió a dejarse caer en el sofá, como un fardo. Los recuerdos de Ainara estaban esparcidos por todos los rincones, y temía que, en sus circunstancias, una sobredosis de nostalgia fulminara de un plumazo su precario equilibrio psicológico; en los laberintos se sabe cómo se entra, pero no cómo se sale. ¿Sería capaz de encontrar la salida una vez dentro? Además, ¿qué demonios hacía en el salón de casa? La verdad de Ainara se encontraba extramuros, aguardando a que él, sólo él, fuera a buscarla. ¿A qué estaba esperando? Rubén empezó a increparse para sus adentros, como si él fuera otro, o como si el otro no fuera él: “¿Qué haces aquí, imbécil, ingiriendo somníferos? Lo que necesitas es avivar tu adrenalina, no adormecerla. ¿No sabes que si a las infamias no se las siega de raíz en cuanto brotan, adquieren después tales proporciones, que nadie, ni siquiera un padre coraje puede contrarrestar sus perniciosos efectos? Levántate y anda, Rubén, ahora mismo, ya”. Tomó impulso, se incorporó, osciló a izquierda y a derecha para tratar de mantener la verticalidad. Las piernas le flaqueaban y la cabeza le daba vueltas. Desistió a los pocos segundos, y, resignado, se dejó caer en el sofá. Era inútil. Su hermana tenía razón. Antes de emprender la búsqueda de la verdad, necesitaba reunir energías, todas las que le quedaban, que no serían muchas. Repantigado en el sofá, cerró los ojos para huir de los estímulos circundantes. Pero no había escapatoria. Dentro era lo mismo que fuera, fuera lo mismo que dentro. ¿O no? Desde hacía ya bastante rato, la memoria le tenía preparada una antología de recuerdos de su hija, unos recuerdos preñados de ternura, no de nostalgia; ahora era el momento de revivirlos. La memoria, más sabia que la voluntad, asumiendo la pérdida irrevocable de Ainara, había seleccionado algunos de los recuerdos más entrañables de su colección, o, quizá, los recuerdos habían sido escogidos al tuntún, sin proceso de selección previo, y la memoria, adaptándose memorablemente a las circunstancias, se limitaba a edulcorar las vivencias que, en su día, por cualquier motivo, fueron catalogadas como amargas. “¿Quién proveerá a la memoria de tanta inteligencia vital?”, se preguntó Rubén lleno de asombro. De una cosa estaba seguro. Él no era el artífice de la maestría de su memoria. Ella actuaba por su cuenta. Y la memoria, cuando muere un ser querido, acostumbra a recomponer los recuerdos que conserva del difunto. A las vivencias agradables las embellece hasta convertirlas en dichosas, y a las vivencias desagradables las despoja de aspereza; de esta manera, transfigura a unas en lo que nunca fueron, momentos entrañables de una vida en común, y convierte a otras en los episodios anodinos que, en el futuro, servirán para engrandecer los hechos que se caractericen por algo diferente a la rutina. Si todo es azul, nada es azul. Las pocas vivencias amargas que se resisten a la transmutación, o son deportadas al olvido, o bien son recluidas en lo que un filósofo redicho denomina la cápsula de la amnesia selectiva. Así, por ejemplo, las discusiones que Rubén había entablado con Ainara sobre el conflicto de Oriente Próximo, las rememoraba ahora admirado por los convincentes argumentos con los que su hija defendía vehementemente la causa de los palestinos (“Aunque en una guerra no hay buenos ni malos, siempre serán menos malos los que son más débiles, ¿no, papá?”). La elección de carrera también constituyó un momento delicado en la relación de Rubén con su hija. Ainara estaba decidida a estudiar Psicología, y por muy plausibles que fuesen las razones de su padre, que lo eran, a una estudiante vocacional como ella no podrían apartarla ni un centímetro del camino que desembocaba en el centro de la mente. -El mercado laboral está saturado de psicólogos, Ainara. La demanda multiplica por cien la oferta de empleo, y esto no lo digo yo, lo dice la Estadística. Es una profesión con un futuro desolador, hija. Ni siquiera un argumento tan contundente hizo mella en la determinación de Ainara. -Alguien tiene que ser ese uno entre cien. Alguien. ¿Por qué no yo? Otro de los episodios conflictivos, su noviazgo con David, la memoria de Rubén, una vez confirmado el fallecimiento de Ainara, lo había suprimido de un plumazo. En el trabajo de reconstrucción de los recuerdos de los deudos, la muerte de un ser querido constituye la pieza que completa el mosaico de una vida entera, y, en lo que respecta a la existencia, el todo sí que es mucho mayor que la suma de las partes. Además de los abundantes ajustes que se producen en la memoria, en la ausencia definitiva del ser amado, las cosas se ven de una forma muy diferente porque las vivencias son susceptibles de ser visualizadas en conjunto, desplegadas en una línea imaginaria que se extiende desde un antes a un después pasando por un durante, y es entonces cuando a los hechos se les confiere la importancia que merecen. Los recuerdos de Ainara siguieron poblando la conciencia de Rubén, pero éste ya no les prestó atención. Se había sumergido en el inconsciente. Los somníferos habían hecho su efecto. 28 A las diez de la mañana del miércoles, 12 de junio, después de afeitarse y ducharse, embutido en el mismo traje azul oscuro que vistió en el funeral de su esposa, Rubén se contempló en el espejo del ropero del dormitorio. Se veía y no se reconocía: ojeras pronunciadas, múltiples arrugas, palidez extrema y... la mirada. Una mirada sin brillo, opaca, como la de una estatua. “Si los ojos son la ventana del alma, mi alma se ha convertido en un pedrusco”· Sara llamó con los nudillos a la puerta del cuarto. -¿Estás listo, Rubén? -Pasa. El rostro de Sara se iluminó al ver el cambio que se había operado en el aspecto de Rubén. Por fortuna, en vez de pronunciar los recargados epítetos que acudieron en tropel a su boca, en el último momento, en una pirueta retórica digna de una experta oradora, fundió todos los calificativos en el nombre de su hermano, eso sí, pronunciado con un singular énfasis. -¡Rubén! Estás... irreconocible. -Lo sé, Sara. Estoy hecho una piltrafa. -¿Piltrafa? Si te hubieras visto ayer. -¿Estaba peor? -Muchísimo peor. Ahora estás... estás... –Sara buscó una expresión acorde con las luctuosas circunstancias, pero, al no encontrarla, la suplió con un beso en la frente de su hermano. -¿Para que me besen? -Exacto. -Tú sí que estás guapa. La mujer vestía un traje chaqueta marrón oscuro, medias negras y zapatos cerrados del mismo color de medio tacón. Iba maquillada con mucho recato, como si temiese llamar la atención por algo diferente a sus rasgos naturales. Rubén sólo se fijó en las pestañas, levemente rizadas, y en los labios, delineados con una pintura rosácea que semejaba su color natural. -¿No te pones corbata, Rubén? -Me la iba a poner… -¿No tienes ninguna? -Tengo dos o tres, pero... -Continúan sin gustarte, ¿verdad? -Bueno... ejem, las veces que me las he puesto, pocas, el nudo me lo hacía Arantxa, al principio, y, después, Ainara. -Yo te haré el nudo, hermano mío. ¿Dónde las guardas? –Rubén le señaló el segundo cajón del ropero. A las diez y media de una mañana de sol radiante, más propicia para una boda que para un funeral, los dos hermanos Levi se dirigieron al depósito de cadáveres del hospital a recoger el féretro que contenía los restos mortales de Ainara, que Rubén, tras la firme oposición de Sara, accedió a no abrir. La mujer encargó a los empleados de la funeraria que trasladaran el ataúd al tanatorio del cementerio, situado a diez kilómetros de la ciudad. Los dos hermanos siguieron al coche fúnebre en un taxi, cuyo conductor, tras interpretar correctamente el lenguaje facial de sus afligidos clientes, no abrió la boca en todo el trayecto. Cuando llegaron al cementerio, antes de realizar las gestiones pertinentes para concretar la incineración de Ainara, Rubén habló con su suegra por el teléfono móvil de Sara. -¿No vas a celebrar una misa en su memoria, hijo? -No, Begoña, estoy cumpliendo al pie de la letra los deseos de Ainara. -Ainara...Ainara, pobrecita, ¿acaso te habló ella de lo que deseaba que se hiciese con... con... su... su cadáver? -Sí, Begoña. -¿A sus años, y ya pensaba en su propia muerte? -Pues, sí, lo pensó. Era lo bastante inteligente para saber que la muerte no respeta ninguna edad. Un día, hace un par de años, antes de asistir a la misa funeral por un amigo suyo que había muerto en un accidente de tráfico, me hizo prometerle que si ella moría antes que yo, incineraría sus restos y los esparciría a partes más o menos iguales por la tierra, junto a un árbol, a poder ser un sauce poco llorón, y por el mar, preferiblemente el Mediterráneo. Me pidió asimismo que no organizase en su honor ninguna ceremonia religiosa y que todo se hiciese en la más estricta intimidad, insistiéndome mucho sobre este particular. ¿Le sorprende? -Pues sí, Rubén. Siempre pensé que Ainara creía en Dios. -El hecho de que ella quisiera que la incinerasen, no significa que no creyera en Dios. Si Dios tiene el poder de insuflar vida a unos huesos que se hallan bajo tierra, también podrá hacerlo a las cenizas que se han transmutado en un árbol. “Polvo somos, y en polvo nos convertiremos”. Lo dice la Biblia, ¿no? -La Biblia, sí –respondió lacónicamente la suegra-. ¿A qué hora será la incineración, Rubén? -Esta misma tarde, aunque no sé la hora exacta. -Llámanos en cuanto la sepas. -¿Van a venir al cementerio? -Por supuesto. -No se trata de ninguna ceremonia, Begoña. -Lo sé, Rubén, pero queremos estar contigo, si es que a ti no te importa. -¿Cómo me va a importar? Todo lo contrario. Les agradezco su presencia, Begoña. Les llamaré dentro de un rato. Una hora después, Rubén comunicó a sus suegros que la incineración tendría lugar a las cuatro y media de la tarde en el tanatorio municipal. Seguidamente, él y su hermana se encaminaron a la calle de peatones situada frente a la entrada principal del cementerio, al otro lado de la carretera. Una calle bordeada de comercios, principalmente, bares y floristerías. Sara sugirió entrar en el bar restaurante Un Alto en el Camino. Aunque el local parecía pequeño, su aspecto denotaba pulcritud y buen gusto, y, además, a Sara le encantaba su nombre, el cual le remitía, por su originalidad, a la librería de su hermano. El interior del comedor, ancho y profundo, contrastaba con la diminuta entrada del establecimiento. De entre las cuatro opciones del menú del día, los Levi escogieron la compuesta por: ensalada mixta, lomo con patatas fritas y flan casero. Para beber pidieron agua mineral. Rubén necesitó más de tres cuartos de hora para comer la mitad de la ensalada y cuatro trozos de patata, el lomo lo dejó intacto. -¿No vas a probar la carne, Rubén? -Ainara era vegetariana, por convicciones morales, no por razones estéticas. Amaba demasiado a los animales para comérselos. A partir de hoy, en homenaje a mi querida hija, yo también seré vegetariano. -¿Y por qué no has pedido una tortilla, Rubén? ¿La pido ahora? Rubén negó con la cabeza. -Entonces, haz un esfuerzo y cómete el lomo, tiempo tendrás para cultivar el vegetarianismo en los días sucesivos, cuando te repongas físicamente, si es que entonces sigues pensando lo mismo. Tu cuerpo, ahora, necesita todo tipo de alimentos, sobre todo, carne. -No puedo, Sara, lo siento. -¿El flan, tampoco? -Lo intentaré. -Pediré también un zumo de naranja. -No entra en el menú. -Qué más da. Y un café doble para cada uno. Lo necesitaremos. La tarde será larga. Cuando salieron del restaurante, Rubén condujo a su hermana a una floristería ubicada en la misma calle. -¿Vas a comprar flores, Rubén? –preguntó extrañada Sara. -Son para Arantxa. Ella no me pidió que la incinerasen. Está enterrada en este cementerio. En la floristería Flores de Otro Mundo, les atendió una amable dependienta, de mediana edad, cuya majestuosa sonrisa invitaba a permanecer por toda la eternidad en este mundo. Rubén compró un ramo de rosas rojas, la flor preferida de Arantxa y Ainara, el cual depositó encima de la lápida de mármol de la tumba en la que figuraba el nombre de Arantxa bajo un epitafio cuyo texto conmovió hasta las lágrimas a Sara: “Fue un honor compartir la vida contigo. Nos encontraremos en el sueño.” -Es uno de los epitafios más sencillos y hermosos que he leído jamás, Rubén. ¿Se te ocurrió a ti? -Y a Ainara también –respondió, antes de girar sobre sus talones y encaminarse hacia la puerta de salida del recinto. Los Ibarra Sáenz llegaron en taxi al cementerio poco antes de las cuatro y media. Los hermanos Levi les aguardaban delante de la verja de la entrada. En cuanto Begoña se bajó del vehículo y vio a su yerno plantado frente a ella al otro lado de la carretera, a unos doce metros, le embargó un sentimiento de ternura como no recordaba haber sentido nunca por nadie, ni siquiera por sus propios hijos; si fuera un indeseable, habría sentido lástima por él, cómo no iba a apiadarse de un hombre viudo que acababa de perder a su única hija; pero es que Begoña, además, consideraba a Rubén una bella persona, a quien sólo un detalle le separaba de la excelencia, un detalle, ay, crucial para ella: mostrar más respeto por la ideología nacionalista o, en su defecto, menos beligerancia. A veces, el dolor compartido une en un minuto lo que la política ha separado durante toda una vida. La mujer, dejándose llevar por el sentimentalismo, entregó a su marido el bolso que llevaba colgado del hombro y extendió los brazos hacia Rubén con las manos abiertas de par en par; éste, captando el inequívoco mensaje no verbal de la mujer, avanzó unos pasos, y se dejó abrazar por ella. -Perdóname por lo que te dije ayer en tu casa, hijo. Lo siento mucho, lo siento, lo siento –se disculpó la mujer, con voz entrecortada, entre beso y beso. -¿Qué es lo que me dijo, Begoña? Lo he olvidado por completo. -Qué bueno eres, Rubén –y la mujer le estampó otro beso en la mejilla antes de girar el tronco y enjugarse las lágrimas con el pañuelo perfumado de violetas que extrajo del bolso que sostenía su marido. Carmelo, en un segundo plano, tocado con una boina, con la mirada baja y el bolso de su mujer entre las manos, esperó a que ésta concluyese su espectacular demostración de empatía para expresar, con sentimiento y sin sentimentalismos, como mandan los cánones varoniles, el afecto que profesaba a su yerno. Propósito que no pudo cumplir, ya que, en cuanto devolvió el bolso a Begoña y ésta se apartó a un lado, Carmelo, desinhibido por la emoción del momento, dio dos zancadas y, con los ojos bañados en lágrimas, los mismos ojos que en los últimos treinta años sólo habían llorado en público durante el funeral de su hija, envolvió a su yerno en el abrazo más formidable que había dado en su vida. “Si Rubén compartiera militancia política con ellos –se dijo Sara mientras contemplaba, con la sensibilidad a flor de piel, el enternecedor espectáculo que se representaba ante sus ojos-, lo querrían como a su propio hijo”. 29 Los dos hermanos Levi regresaron del cementerio cuando el sol agonizaba. El cielo empezaba a cubrirse de negros nubarrones, y el viento había cambiado de dirección, ahora soplaba del Norte, no del Sur como a primeras horas de la mañana. El día, primaveral al amanecer y veraniego al mediodía, tomaba un cariz otoñal al atardecer, probablemente el preludio del invierno de la noche. Las cuatro estaciones se daban cita en un mismo día. Rubén llevaba entre las manos, pegada al pecho, junto al corazón, la urna de cristal con las cenizas de su hija. Todo lo que había sido Ainara apenas ocupaba la mitad de un recipiente diminuto de cristal. Lo grandioso también puede ser pequeño. Con la urna entre las manos, bajo el dintel de la puerta del salón, Rubén recorrió con los ojos la estancia, sin prisa, palmo a palmo. Sara, a su lado, hizo lo propio. -Aquí, Sara –dijo al cabo de un minuto. -¿Prefieres el salón a su habitación? -Sí, es el lugar de la casa donde paso más horas. Además, albergo la esperanza de que Ainara descanse pronto donde ella me pidió. Rubén cruzó en diagonal la pieza y depositó la urna en la estantería, frente a la reproducción del Guernica (un poco más grande que la del dormitorio de Ainara) que cubría la pared de enfrente. “Ni siquiera la posesión de dos Guernicas han podido salvar a esta casa de la barbarie”, se dijo Rubén mirando alternativamente el cuadro y la urna. -Lo normal es que los padres pidan a sus hijos ser enterrados o depositados en algún sitio, pero que una hija de poco más de veinte años indique a su padre dónde desean que reposen sus restos, no diré que es anormal, porque hace ya tiempo que la anormalidad, en su acepción original, desapareció de mi vocabulario, dado que lo anormal, por muy anormal que sea, siempre encuentra un pretexto para convertirse en normal. En fin, volviendo a Ainara y a su deseo póstumo, simplemente añadiré que me resulta chocante que te hiciese semejante petición. Si comulgara con las ruedas de molino de la astrología, diría que la pobrecita adivinó que su final estaba cercano. -Tal vez lo presintiera. Sabemos mucho de muchas cosas, pero bastante poco sobre nosotros mismos. -¿Qué piensas hacer con...? –Sara se atoró buscando un eufemismo para evitar nombrar a su sobrina, reducida a cenizas. -¿Con Ainara? –Rubén acudió en su auxilio. -Con Ainara –repitió Sara bajando los ojos. Sólo había una palabra para nombrar a la sobrina muerta: Ainara. -Haré lo que ella habría querido que hiciera. Una parte la esparciré en el parque de La Amistad, en torno al sauce que está junto al estanque, la otra la arrojaré al mar; en cuanto las circunstancias me lo permitan, viajaré a la costa mediterránea para cumplir los deseos de Ainara. -¿Las circunstancias? ¿Te refieres a cuando recuperes las fuerzas? -A cuando restablezca la verdad, y Ainara pueda por fin descansar. -Cuando la restablezcamos. Cuenta conmigo para ese menester, hermano mío. A los ojos de Rubén, Sara había rejuvenecido unos cuantos años en las últimas horas. Su cuerpo, tras digerir la terrible noticia, parecía haber recuperado el aspecto habitual, así lo proclamaba la piel de su rostro, más tersa y lustrosa. El ser humano se adapta a todo, incluso a la peor de las tragedias. ¿De qué estamos hechos? - ¿No tienes que trabajar en el hospital? -Sí, he de incorporarme pasado mañana, que, por cierto, me toca guardia. Para venir aquí, además del día y medio que por ley me corresponde, he cogido los tres días que me quedaban de vacaciones. Este año las adelanté a la Semana Santa. Como sabes, en abril, fui a Nueva York a ver a Daniel y a su familia. El tiempo le ha dado la razón a mi hijo. Yo, por fortuna, estaba equivocada. Ahora, que han pasado seis años, puedo afirmarlo. Ahora, sí, antes no. Daniel tomó la mejor decisión de su vida; pero te aseguro que, cuando me anunció que se iba a Estados Unidos a vivir con Angie, casi me da un pasmo. Pensé que lo suyo era un amor meramente carnal, de esos que se evaporan en cuanto la pasión pierde el empuje que le proporciona la novedad, al cabo de unas semanas. Por fortuna, me equivoqué. Como sabes, tienen una hija, Rachel, una niña de cuatro años tan preciosa como espabilada. Forman una familia parecida a las que salen cada dos por tres en esos telefilmes empalagosos norteamericanos que tanto proliferan en nuestra televisión (parecida, que no igual, lo suyo es amor de verdad); las constantes palabras cariñosas que se intercambian los personajes de esos telefilmes, suenan tan artificiales que resultan incluso más insoportables que los insultos que se dirigen los miembros de las familias conflictivas. Al menos, en éstas no ves tanta hipocresía como en aquéllas. -Si un telefilme narrase los pormenores de la vida familiar de Daniel, sería un rollo insufrible. La felicidad no se puede describir sin caer en la monotonía. -Estoy de acuerdo, Rubén. El caso es que, ahora, por lo menos un Levi goza de la felicidad en este mundo. Confiemos en que le dure. -Le durará, Sara. -Dios te oiga. -Hace muchísimo tiempo que no veo a Daniel, unos siete años, quizá más. -Dentro de un par de meses lo verás, a él, a Angie y a Rachel. Te lo prometo. Pasarán tres semanas de vacaciones en la capital, en mi casa, en el mes de agosto. En abril, cuando les visité, hablamos mucho de ti y de... de... –Sara tragó saliva, antes de continuar-: Daniel también me dijo que tenía muchas ganas de veros. Os quiere mucho...ejem... Cuando se entere de... de lo de Ainara, se llevará un disgusto terrible. Guarda un recuerdo entrañable de ella. Vendremos a visitarte en agosto o, mejor, irás tú a pasar unos días con nosotros. -Ya veremos cómo están las cosas para entonces. -Yo haré todo lo que esté en mi mano para que vayan mejor que ahora, Rubén. Presiento que, dentro de dos meses, cuando venga mi hijo, Ainara llevará una buena temporada descansando en paz. Ten fe. -¿Fe? ¿En quién? ¿En qué? -En... en Ainara. -Procuraré tenerla, Sara. -Puedes contar conmigo para lo que necesites, Rubén. Hasta pasado mañana por la mañana no me marcharé, y, en treinta y seis horas, pueden ocurrir muchas cosas. Además, para la verdad, como para el amor, no hay distancias. Desde la capital, también puedo ayudarte a restablecerla. -Te agradezco todo lo que estás haciendo por mí, Sara. -Es lo menos que puedo hacer. Eres mi hermano. Y sabes lo mucho que te quiero... Lo sabes, ¿verdad? -Siempre lo he sabido y sentido. Lo mismo que ahora sé y siento algo que hace cuarenta y tantas horas ignoraba. -¿Qué, Rubén? -¿Cuántas maneras habrá de ser feliz?, me he preguntado infinidad de veces a lo largo de mi vida. Desde hace un par de días conozco todas las maneras que Rubén Levi tiene de ser feliz. -¿Todas? -Todas al lado de Ainara. Rubén buscó la mirada de Sara y no la encontró. La mujer se había deslizado de puntillas hasta el umbral de la puerta, donde, de cara al pasillo, hacía supremos esfuerzos para no llorar. -Voy a preparar algo de cenar –dijo desde el pasillo. ¿Te apetecen unos espaguetis? Es el plato que mejor cocino. -No hagas nada, Sara. Me cuesta horrores tragar. Es como si tuviera un tapón atravesado en la garganta que me impide ingerir alimentos sólidos. -Pero sí que puedes ingerir alimentos líquidos –voceó la mujer desde el pasillo- Te prepararé un huevo batido con leche, cacao y canela, como nos hacía nuestra madre, ¿te acuerdas? Se acordaba, claro que se acordaba. “Como nos hacía nuestra madre y como aprendió a hacer Ainara. Ainara.” Todos los caminos desembocaban en ella. “-Papá, te he hecho un batido de huevo, leche, cacao y canela, como a ti te gusta. Y nada de rechistar. Cierra los ojos y abre la boca. A la de una, a la de dos y a la de tres... ¡Para dentro! ¡Bien por papá!” “Era mi hija, pero muchas veces se comportaba como si fuera mi madre... ¿o era yo el que se comportaba como si fuera su hijo? ¡Ainara! ¿Estás en algún sitio? ¿Puedes oírme? ¿No? No importa. Alguien dentro de mí oirá lo que quiero decirte. No te lo dije de palabra en vida, aunque espero que mi conducta, a su manera, te lo dijera un montón de veces. Esto es lo que debería haberte dicho y no te dije: ‘Ha sido un honor ser el padre de una hija tan extraordinaria como tú, hija mía de mi alma’. ¿Te suena sensiblero, Ainara? Pues a mí sí que me lo sonaba, por eso no te lo dije cuando debía habértelo dicho, hace unos cuantos años, si seré gilipollas. Presumimos de libre albedrío y, luego, nos dejamos dominar por los prejuicios más absurdos. Hablamos y hablamos sin parar, y lo verdaderamente importante nos lo guardamos para nosotros. Qué estúpidos somos. Te prometo que, a partir de hoy, jamás me avergonzaré de expresar mis sentimientos; y a los que les moleste oír lo que ellos califican de cursiladas, que se tapen los oídos.” Al cabo de cinco minutos, Sara volvió de la cocina con un cuenco entre las manos. En medio del trance, Rubén había encendido maquinalmente el televisor, cuya pantalla miraba sin ver. -No creo que sea una buena idea ver y escuchar el telediario, Rubén. -Ni veo ni escucho, sólo miro y oigo. -Para ver hay que mirar y para escuchar hay que oír, Rubén, y ahora es mejor no mirar para no ver, ni oír para no escuchar. Sara cogió el mando a distancia, y apagó el televisor. -Tómate esto, Rubén. -¿Tú no cenas nada? -Más tarde me prepararé unas tostadas. Los espaguetis los dejaré para mañana al mediodía... ¿Te sostengo el tazón, o prefieres que te lo dé a cucharadas? Sonó el teléfono. Rubén, sentado junto a la mesita, alargó el brazo para contestar, pero su hermana se le adelantó. -Dígame... Sí. ¿De parte de quién? –Sara se dirigió a Rubén-: Es el portavoz de un partido político. Pregunta por ti, ¿te lo paso? Rubén hizo un gesto afirmativo, y Sara le tendió el auricular, hecho lo cual salió silenciosamente del salón. -Soy Rubén Levi. -Buenas noches, señor Levi. Le habla Iban Ripalda, el portavoz del Partido Revolucionario del Pueblo. Iban, con ‘b’ y sin acento. -Sé quién es usted. Le he visto innumerables veces en la prensa y en la televisión; pese a que su Partido denuncie a troche y moche la falta de libertad de expresión que hay en este país, ustedes no paran de salir en los medios de comunicación. ¿Qué desea? -En primer lugar, darle en nombre de mi partido nuestro más sentido pésame. -Muchas gracias. ¿Y después? -Y, en segundo lugar, invitarle a los actos que celebraremos mañana por la tarde para honrar la memoria de las víctimas de la explosión en el Barrio Azul. A las siete y media, en la Parroquia del Carmen, se oficiará una misa por el eterno descanso de sus almas, y una hora después, el partido al que tengo el privilegio de representar, organizará un acto de homenaje en la Plaza del Robledal. Nos halagaría que usted asistiera. -Me temo que no les halagaré –respondió cortante Rubén. -¿No? -No. -¿Seguro? -Tan seguro como que mi hija no era una terrorista. -Por supuesto que no. Por eso, porque su hija no era una terrorista, le pido que haga un esfuerzo, señor Levi, por favor. Comprendemos que, dadas sus circunstancias, no se encuentre en la mejor disposición anímica para asistir a ninguna ceremonia, pero... -Se equivoca usted, aunque me sobraran los ánimos, no aceptaría su invitación. Mis convicciones me lo impiden. -¿Sus convicciones, señor Levi? -Sí, señor... -Ripalda. Iban Ripalda, portavoz del Partido Revolucionario del Pueblo. Si lo prefiere, puede llamarme Iban, con be, y sin acento. -Pues bien, señor Ripalda, no acudiré a ninguno de los actos que organice su partido porque no comparto ni una frase de su ideario. Los principios que defiende su grupo constituyen para mí otros tantos finales. -Son los mismos principios por los que han dado su vida muchos compatriotas, entre ellos, su hija. -¿Mi hija? Pero ¡qué diablos está usted diciendo? ¿Cómo se atreve a hablar en nombre de mi hija? -Su hija pertenecía a la Organización, ¿no se ha enterado todavía? -A la única organización a la que pertenecía era a la de Voluntarios por la Paz. -¿Nos estamos refiriendo a la misma persona? ¿Es usted el padre de Ainara Levi Ibarra? -Yo soy. -Entonces, es usted el padre de la joven que ha muerto en el fatídico accidente del Barrio Azul. Le recuerdo, señor Levi, que su hija iba dentro de un coche de la Organización, en compañía de Teo y Fran. Y puedo asegurarle que Teo y Fran jamás habrían compartido su coche con alguien que no fuese de su entera confianza, y mucho menos cuando llevaban a cabo una misión, como parece que era el caso. Ellos sólo trabajaban con camaradas. Si lo sabré yo... -Mi hija iba en ese coche por alguna extraña razón que ahora mismo desconozco y que pronto averiguaré, pero no porque formara parte de una banda de criminales. Ella repudiaba la violencia. -Nosotros también rechazamos la violencia, lo cual no nos impide reconocer que, en determinadas circunstancias, la lucha armada es el único medio que le queda a un pueblo oprimido para defender sus derechos. -¿Rechazan la violencia? ¿Y por qué no lo dicen en público para que todos les oigan, todos, incluso los terroristas? -La hemos rechazado por activa y por pasiva, lo que ocurre es que nosotros vamos más allá del mero gesto populista y demagogo de los otros partidos. Nosotros buscamos respuestas a las preguntas básicas, a la pregunta más bien: ¿Por qué se produce la violencia en este país? Porque hay unos individuos que la practican, responden los simplistas, haciendo una lectura superficial de la realidad, sin indagar sobre las causas que incitan a esos individuos a empuñar las armas. La violencia que padecemos aquí hunde sus raíces en un conflicto político que se remonta a la noche de los tiempos. Si nos reconocieran nuestros derechos, aquí no pegaría un tiro ni Dios, se lo juro, de eso ya nos encargaríamos nosotros. -Lo sé, si la realidad fuese tal y como ustedes quieren que sea, ¿para qué iba a pegar un tiro su Dios? Si acaso, tiraría cohetes. En el mundo del colorín colorado siempre estallan los cohetes, nunca las bombas. La vida es una fiesta. Todos comen perdices y son muy felices. -Muy felices, sí, como lo seremos nosotros... cuando nos dejen. -¿Los vegetarianos también? -¿A qué se refiere? -¿Qué harían ustedes en ese país de cuento de hadas con los que no comiesen perdices? -Es una frase hecha, hombre, una metáfora para describir el estado de bienestar de un pueblo. -¿La misma metáfora que la de Dios y los tiros? - Pues... ¿Vendrá, entonces? -No, no iré. Y mucho cuidado con mencionar el nombre de mi hija en los actos de homenaje organizados por su partido. -No puede impedírnoslo, como tampoco pudo impedir que su hija ingresara por su propia voluntad en la Organización. Su hija murió como una heroína. Adiós, señor Levi. -Señor Ripalda... Señor Ripalda, óigame... El señor Ripalda había colgado el teléfono. Rubén se quedó con el teléfono en la mano y la mirada perdida en el vacío, corroída su autoestima por una terrible duda que, conforme transcurrían las horas, se abría paso, como una cuña, en la que creía inquebrantable confianza en Ainara: “¿Con qué me tropezaré cuando doble la esquina del futuro inmediato? ¿Con otra sorpresa?” Y en cuanto mencionó el adjetivo otra, Rubén visualizó con nitidez la cosa que había descubierto casualmente en el cajón de la mesita de noche de Ainara, junto a Habla memoria. Un hallazgo que le había producido un insólito malestar. ¿Por qué? Porque interiormente no era el progresista que por fuera fingía ser. No había otra razón, no podía haberla. Aunque, claro, la cosa era una anécdota comparada con la hipótesis que empezaba a gestarse en su pensamiento... Rubén abrió la ventana en busca de algún estímulo que le distrajera el tiempo suficiente para abortar el proceso de elaboración de la morbosa hipótesis; tuvo suerte, si puede considerarse una suerte el hecho de que su atención se sintiese atraída por el bulto que acababa de ver en medio del asfalto ante la indiferencia de los transeúntes y los automovilistas. Un bulto que parecía el cadáver de un hombre... Sí, era un cadáver de cuya cabeza manaba un chorro de sangre. Pensó que quizá se trataba de la víctima de otro atentado. “He de llamar al inspector Rodrigues”, se dijo mientras cerraba la ventana de golpe. “¿Seguro que se trata de un cadáver, Rubén?” Volvió a abrir la ventana para cerciorarse, y donde antes había visto un cadáver, ahora percibió una mancha de gasolina. Empezaba a padecer alucinaciones, y se barruntaba que continuaría padeciéndolas en tanto rehuyera el enfrentamiento consigo mismo. Alguien dentro de él había forjado la terrible hipótesis que se había insinuado en su pensamiento hacía unos segundos. Alguien, sí, el otro yo que formaba parte de él mismo. “Adelante”, se dijo. “Estoy preparado. Dispara”. Y el otro Rubén disparó, vaya que si disparó: “¿Qué sucedería si tus pesquisas te condujesen por un camino diferente del previsto, o sea, el camino que discurre por un trayecto circular que termina justo en el mismo lugar que empieza y empieza donde acaba: en la muerte de tres terroristas, tres, en la explosión accidental de su coche en el Barrio Azul? ¿Qué sucedería, Rubén?” Acorralado por una interpelación de ese calibre, por la hipótesis, Rubén no tuvo más remedio que articular para sus adentros la respuesta que llevaba eludiendo desde hacía varias horas: “Pasaría que, entonces, quien estaría dos veces muerto sería yo, no Ainara. Muerto en vida, la peor de las muertes, porque ni estás muerto ni vivo, estás viviendo tu propia muerte. Una muerte viva”. Y en ese momento le asaltó una duda demoledora. Conscientemente, buscaba resucitar a su hija, pero ¿y si en el fondo de su subconsciente lo que buscara fuese su propia supervivencia? -¿Qué ha sucedido, Rubén? ¿Qué quería ese hombre? -Esos fanáticos van a organizar un acto de homenaje a las víctimas mortales de la explosión, incluida Ainara, y quieren que acuda. -El Partido Revolucionario del Pueblo es afín a los planteamientos de la Organización, ¿no? -Más que afín, es su brazo político. Y tienen la desfachatez de invitarme a una ceremonia que, como es típico en ellos, degenerará en un acto de apoyo a la Organización. Esos canallas se apropiarán del nombre de Ainara para hacer apología del terrorismo, y como vivimos en una democracia, no en el país oprimido que ellos con tanta demagogia denuncian, nadie les impedirá manifestarse libremente. ¿Nadie? Nadie podrá impedirles que honren a los suyos, pero yo haré todo lo que esté en mi mano para que en ese acto no se pronuncie el nombre de Ainara. Hasta ahí podíamos llegar. Ainara homenajeada por el partido que da cobertura política a los terroristas. El colmo de los sarcasmos –los ojos de Rubén, ajenos a su voluntad, se dirigieron al tercer estante del mueble librería, donde, frente al Guernica, flanqueada por varios tomos de la Enciclopedia de la Historia de la Literatura Universal, reposaba la urna con las cenizas de Ainara, y sus párpados se abatieron de golpe. Había visto fugazmente a su hija, aferrada a las ramas de uno de los arbustos que bordeaban un precipicio, con los pies agitándose en el aire, implorando justicia con la voz más desgarrada que le había oído nunca. -¿Qué te pasa, Rubén? -Nada. Una visión espantosa. He visto a Ainara colgada del borde de un precipicio clamando justicia. La pobre no puede descansar en paz. Este mundo de acá le perturba el descanso en el mundo de allá –Rubén se incorporó de un salto y empezó a caminar en círculo por el salón mientras profería, a grito pelado, una sarta de improperios-: ¡Dejadla en paz, cabrones de mierda! ¿Me oís? ¿No os basta con haberla matado? ¡Venid a por mí si tenéis cojones! ¡Cabrones, hijos de puta! Aunque Sara jamás había visto a su hermano tan desquiciado, se abstuvo de importunar su desahogo, por muy aparatoso y soez que fuese. Confiaba en que la exteriorización de la rabia ejerciera un efecto catártico en su persona. Al cabo de un rato, tras desembarazarse, a base de juramentos, de una buena parte de la ira que bullía en su interior, Rubén, ya más calmado, anunció a Sara su intención de presentarse en la Plaza del Robledal unos minutos antes del comienzo de los actos en honor de las víctimas de la explosión. -¿No hablarás en serio? -Muy en serio. -Ya discutiremos mañana por la mañana sobre ese particular. Cuando descanses, verás las cosas de otro modo. Ahora estás dominado por la cólera. -Y mañana también lo estaré, Sara. No dejaré de estarlo hasta que ponga las cosas en su sitio. -A los fanáticos no podrás convencerlos. Ellos sólo se fijan en la parte de la realidad que confirma sus creencias; lo que las desmiente, no les interesa. Además, irrumpir allí, en su feudo, enarbolando el estandarte de la Ainara pacifista, sería muy peligroso, Rubén. A ese homenaje asistirán millares de personas, la mayoría, nacionalistas radicales. -Por eso debo ir. No puedo permitir que una horda de fundamentalistas utilice el nombre de mi hija en un acto de exaltación de la violencia. -Mañana lo discutimos, ¿vale? Ahora, debemos descansar. Tómate estas dos pastillas. -¿Otros dos barbitúricos? -Necesitas dormir unas cuantas horas como Dios manda, o sea, en tu cama. ¿No pretenderás enfrentarte a los extremistas así? –y la mujer apoyó la mano en el hombro de su hermano para subrayar que el así se refería a su lastimoso estado físico. Sara ayudó a Rubén a introducirse entre las sábanas, se sentó junto a la cabecera de la cama, desplegó un abanico y, mientras lo agitaba suavemente a unos diez centímetros de la cabeza de Rubén, inflamada por la emoción, empezó a canturrear una canción de cuna de los tiempos de Maricastaña. Cuando Rubén se quedó dormido, a los cinco minutos, Sara apagó la luz de la mesita, cruzó el cuarto de puntillas, cerró la puerta con sumo cuidado y se dirigió a la carrera hacia el salón, en concreto hacia la mesita donde, bajo el teléfono, había dejado el trozo de papel con el número de la comisaría de policía. -Comisaría Central de Policía –le respondió una voz que semejaba más la de una máquina que la de un ser humano. -¿Está el inspector Rodrigues? -El inspector Rodrigues se ha marchado hace unos minutos, señora. -¿Quiere usted hacer el favor de decirle que llame a la casa de Rubén Levi? Soy su hermana. -¿La hermana del inspector? -No, la hermana de Rubén Levi. -¿El padre de la terrorista judía? -El padre de la joven muerta en la explosión. -Sí, de la terrorista. Mañana por la mañana lo localizará usted aquí. Llámele alrededor de las diez de la mañana. -Necesito hablar con él ahora mismo. Se lo ruego, es muy urgente. -Bien. Haré todo lo posible para localizarle, pero no le prometo nada. En cuanto colgó el teléfono, Sara, embargada por la ansiedad, empezó a caminar sin ton ni son por el salón entretanto un sentimiento de impotencia iba lastrando su voluntad. Pasado mañana por la tarde debía incorporarse a su puesto de trabajo, y en las condiciones en que se encontraba su hermano, se le antojaba una temeridad dejarle solo. Mas, por mucho que le pesara, tendría que asumir el papel de temeraria. Habiendo agotado prematuramente los días de las vacaciones oficiales del presente año, sólo podría prolongar su estancia en Villa del Norte, junto a Rubén, recurriendo a alguna mentira que justificara su incomparecencia laboral. Una mentira que la obligaría a vulnerar su código ético. ¿Sería capaz? Sí, el fin, en este caso, justificaría el medio empleado. Pero ahí no se acabarían las vulneraciones. También tendría que mentirle a su hermano. Demasiadas mentiras para una persona habituada a decir la verdad. Sólo le quedaba el recurso de encontrar a alguna compañera que accediera a cambiar el turno de guardia, lo que, en un largo fin de semana como el que se avecinaba, con puente incluido, le resultaría bastante complicado, por no decir imposible. Aunque era consciente de que en las presentes circunstancias no debía dejar a su hermano solo, no tendría más remedio que hacerlo. Y llegadas sus cavilaciones a este punto, encontró una vía para el consuelo. Rubén estaría solo en casa, pero no en la ciudad. Sus suegros vivían a pocos kilómetros de distancia, y el cuadro que había presenciado por la tarde en el cementerio le hacía concebir grandes esperanzas. El sonido del teléfono la devolvió a la realidad inmediata. -Casa de los Levi. ¿Con quién hablo? -Soy el inspector jefe Rodrigues. Exhaló un suspiro de alivio. -Muchas gracias por llamar, inspector. Soy Sara, la hermana de Rubén Levi. Necesito su ayuda. -¿Qué ha ocurrido, señora? Sara le informó al inspector del propósito de su hermano de acudir al día siguiente a los actos organizados por el Partido Revolucionario del Pueblo para honrar a los terroristas muertos. -Me deja usted de piedra, señora. -Mi hermano tiene la intención de montar la de Dios es Cristo. -Ah, claro, se trata de eso. Esta gente siempre homenajea a los suyos en lugares emblemáticos mientras los ciudadanos que se llaman a sí mismos demócratas miran para otro lado. La indiferencia, aquí, hace ya unos cuantos años que vive a cuerpo de rey. -Y a cuerpo de ley también, inspector. ¿Qué hacen ustedes para impedirlo? -No podemos intervenir en tanto no se cometa algún delito. -¿No es un delito que incluyan en el homenaje el nombre de Ainara Levi en contra de la voluntad de su familia? -Mientras ningún juez diga lo contrario, me temo que no. Y le voy a ser sincero, señora, no me sorprende que el Partido Revolucionario del Pueblo se apropie del nombre de su sobrina. Esos sujetos no desaprovechan ninguna circunstancia que beneficie a sus intereses, por muy disparatada que esta sea, aunque lamentablemente, a la vista del panorama, esta vez no considere un disparate su propósito. Viendo las cosas desde su óptica, la coyuntura les brinda una excelente oportunidad para promocionar su causa. Una joven judía militante de la banda –yo me niego a emplear el término Organización- da mucho juego publicitario. ¿Y con qué actitud piensa acudir su hermano a esos actos? -¿No se lo imagina, inspector? -Acabo de imaginármelo. Dígale que ni se le ocurra personarse allí para intentar reventar el acto. Podría ser linchado. Y le aseguro que no exagero un ápice. -Ya se lo he dicho, pero no hay manera de convencerle. -Es una locura que vaya. -Lo sé, inspector. Por eso recurro a usted. Necesito que me ayude. -¿Qué quiere que haga yo, señora? El acto está autorizado, y no puedo impedir a su hermano que vaya. No tengo autoridad legal... ni tampoco moral. Apenas conozco a su hermano, y, además, sospecho que no le caigo demasiado simpático. -Rubén no simpatiza con el papel que ha tenido que representar usted en este caso. En otras circunstancias, estoy seguro de que harían buenas migas. Trate de convencerlo, inspector Rodrigues. Esas serían las otras circunstancias a las que me refiero. -¿Cómo? -Hablándole con franqueza, y sugiriéndole otro plan de acción. -¿A qué se refiere, señora Levi? -Si usted fuera él, ¿qué haría? -Pues..., déjeme pensar... -Imagine, inspector, imagine. Su hija sube casualmente a un coche ocupado por unos terroristas, el coche explota, su hija muere, la opinión pública (policía incluida) la tilda de terrorista y, por si esto fuese poco, el partido afín a la Organización le invita al acto que ha convocado para homenajear a los activistas muertos, entre ellos, su hija. ¿Qué haría, inspector? -Estoy pensando, estoy pensando. -Piense, inspector, piense... -Eso estoy haciendo, señora... He pensado en la posibilidad de que… No sé si será posible, pero voy a intentarlo. -¿De qué se trata, inspector? -Ya se lo diré si la cosa cuaja. Antes, he de hacer unas gestiones. ¿A qué hora se va a la cama, señora? -Tarde, pero Rubén lleva un rato durmiendo. Le he dado unos somníferos. Cuanto más descanse, mejor. -Lo dejaremos para mañana, entonces. Si todo sale bien, de camino a la comisaría, pasaré por su casa. Tendrá que ser bastante temprano. -¿A qué hora? -En torno a las nueve y media. -¿Temprano? Para entonces, llevaré levantada varias horas. Los Levi somos pájaros mañaneros. -Como los Rodrigues. Hasta mañana, entonces. -Hasta mañana. Muchas gracias por su ayuda, inspector. -Lo hago encantado, señora. Ustedes me caen muy bien. 30 El inspector Rodrigues llegó al número 12 de la calle de la Montaña a las nueve y diez de la mañana del jueves, día 13 de junio. Llevaba traje y corbata, algo poco habitual en él, y sujetaba entre las manos la gorra con la que había cubierto su mondo cráneo unos metros antes de doblar la esquina desde la que nace la calle de la Montaña, atuendo con el que esperaba despistar a los madrugadores reporteros que seguramente pulularían aún por los aledaños de la vivienda de los Levi con el objeto de impedir que una hipotética novedad se convirtiera en la exclusiva o primicia del adversario; para sorpresa del inspector, en el portal no tuvo que sortear la mirada aviesa de ningún periodista. “¿Dónde se habrán metido?”, se preguntó extrañado. Y, por unos instantes, mientras subía en el ascensor, le invadió el temor de que Rubén Levi hubiese convocado en el salón de su casa una improvisada rueda de prensa para defender el buen nombre de su hija y arremeter, por igual, contra terroristas y policías. Permaneció indeciso con el índice suspendido en el aire, a unos centímetros del timbre de la puerta de la vivienda. Si los periodistas se hallaban dentro, en cuanto lo vieran, le acribillarían a preguntas y... y... ¿cómo podría justificar, entonces, su presencia en la casa de los Levi a tales horas de la mañana? Porque la verdad no le servía. La verdad, al día siguiente, terminaría convertida en cualquier cosa en el papel impreso, quizá en una flagrante mentira. Acercó la mano al interruptor, extendió el índice... y lo encogió. Pegó la oreja a la puerta, y le pareció oír algunos murmullos. “Están dentro”, se dijo al mismo tiempo que se encaminaba hacia las escaleras (el ascensor estaba ocupado). Se detuvo en el cuarto escalón. Acababa de visualizar a media docena de periodistas en el salón de la casa, rodeando a los dos hermanos Levi: él, cabizbajo, retorciéndose las manos; ella, pendiente del reloj. ‘¿Espera usted a alguien, señora?’ ‘Sí, al inspector Rodrigues’. ‘¿Al inspector Rodrigues a estas horas?’ ‘Sí, es que...’ El inspector giró sobre sus propios pasos, ascendió los tres escalones de un salto, se plantó en dos zancadas delante de la puerta del piso de los Levi, y, tras expulsar las dudas a cajas destempladas, pulsó el timbre dispuesto a afrontar discretamente las preguntas indiscretas de los profesionales de la indiscreción. A cualquier ciudadano de la Villa que estuviese al tanto de la trayectoria profesional del inspector jefe Rodrigues le habría extrañado sobremanera que un policía tan experimentado como él, ducho en los usos y costumbres de los habitantes de los fondos de los bajos fondos, supiese tan poco de lo que se cocía en el submundo del mundo de la prensa, o, quizá, sí lo sabía y lo que sucedía era que tenía la mente en otro sitio, acaso en otra persona, tal vez una mujer. Sea por ignorancia o por distracción, el caso es que el inspector ni siquiera se imaginó la posibilidad de que la ausencia de periodistas en el portal de la vivienda de Rubén Levi se debiera simplemente al desinterés, pues, como saben los policías que tienen la cabeza en su sitio y no en una mujer, en los dominios de la prensa, el tiempo tiene más que ver con el crono que con la lógica. Veinticuatro horas. Ese es el promedio de vida de las noticias que no versen sobre la vanguardia o retaguardia de algún famoso, y la explosión en el Barrio Azul se había producido hacía más de sesenta horas. El nombre de Ainara Levi, para los medios de comunicación, era ya historia, salvo que alguien volviera a ponerlo en candelero con alguna primicia -cuanto más sensacionalista, mejor- que renovase el interés de la opinión pública. Sara, tras comprobar por la mirilla que se trataba del inspector Rodrigues, antes de abrir la puerta, se obligó a reproducir una de sus mejores sonrisas, aunque, si se hubiese visto en un espejo, la sonrisa de compromiso que acogía su boca la habría considerado una de las peores que había esbozado en su vida. A las personas decentes, las que no dominan el arte de la hipocresía por falta de práctica, cuando sonríen forzadamente, les sale una sonrisa lastimosa. El inspector jefe Rodrigues, experto en interpretar el lenguaje facial de la gente, se percató enseguida de que la sonrisa de su anfitriona era una sonrisa poco natural, pero, lejos de ofenderse, se sintió reconfortado, ya que en los ojos de la sonrisa le pareció distinguir el agradecimiento. En unas circunstancias más propicias, el policía habría tratado a esta sonrisa como realmente se merecía. ¿Tendría marido esta mujer? El inspector, a quien la práctica profesional de sumergirse en los abismos de la naturaleza humana, lo había convertido en un erudito en leer los renglones escritos –los torcidos y los derechos- en el fondo del alma, intuía que la tristeza profunda que despedían los verdosos ojos que lo observaban provenía de la explosión de un coche y de algo más, quizá de una ruptura matrimonial. -¿Se va a quedar ahí toda la mañana, inspector? -Perdone, estaba pensando en... -Va usted muy elegante –el inspector se llevó las manos a la espalda para ocultar la gorra. -Muchas gracias, señora. Yo quizá vaya elegante hoy, usted es elegante –el inspector trataba en vano de estrujar la gorra para poder guardarla subrepticiamente en el bolsillo del pantalón, ya que la visera, de plástico grueso, se lo impedía. Sara sintió cómo sus mejillas se arrebolaban sin que pudiera hacer nada por evitarlo. -Es usted muy amable. ¿No entra, inspector? -Llámeme Fernando, por favor. -Encantada, Fernando. Y usted, si quiere, llámeme Sara. -Quiero, Sara. -Adelante, Fernando –Sara le hizo un gesto con la mano para que pasara. -¿Está... está sola? -¿Sola? Estoy con mi hermano. -Con su hermano, claro... ¿No hay nadie más? -¿A quién se refiere? -A periodistas. -¿A estas horas? -Los periodistas, cuando van detrás de la noticia, les importa un comino la hora que sea. -Lo que les importa a los periodistas un comino somos nosotros. Los Levi ya no somos noticia. ¿Le ocurre algo, Fernando? -¿Por qué lo dice? -No lo sé. Le noto extraño. -Será el traje éste de alpaca. Sólo me lo pongo un par de veces al año, en días señalados. Sara envolvió a su interlocutor en una mirada escrutadora. El policía se sintió desnudo ante los penetrantes ojos de la mujer. -Quizá sean sus manos. -¿Mis... mis manos? -Sus manos, que no las veo. Será por eso que le noto extraño. El inspector, resignado, le mostró la gorra. -No me lo imagino con gorra, Fernando. -Y yo tampoco. Me la he puesto para despistar a los reporteros. -¿Se va a quedar ahí toda la mañana? -No, por supuesto. El inspector entró en el vestíbulo, y Sara cerró la puerta. -Si hubiese venido un par de minutos antes, no me habría encontrado en casa. He salido a comprarle unos periódicos a Rubén. -He venido con demasiada antelación. Le dije a las nueve y media, y son las nueve y cuarto. Me ha surgido un imprevisto, y he de estar en la comisaría antes de mi hora habitual. Discúlpeme. -Por Dios, Fernando, sólo faltaría que, después de tomarse tantas molestias por mi hermano, encima tuviera que disculparse. Sígame. Rubén está desayunando en la cocina, batallando con el desayuno, más bien. -No ha fructificado la idea que se me ocurrió anoche. -¿No? -No, pero ha cuajado otra, menos original, pero que, a la postre, tal vez sea mejor. Rubén se hallaba sentado a la mesa de la cocina, delante de una taza de café muy cargado y dos magdalenas, ojeando las portadas de los tres periódicos que su hermana le acababa de traer. -Buenos días, señor Levi. Rubén alzó la vista y no pudo disimular su sorpresa. -¡Inspector Rodrigues! ¿Qué le trae por aquí a estas horas? -¿Quieres un café, Fernando? -Muchas gracias, Sara. A Rubén no le pasó inadvertido el tratamiento que se dispensaban mutuamente Sara y el inspector. ¿A qué se debería esta súbita familiaridad? Habían tramado algo a sus espaldas, seguro. Miró a los ojos de su hermana, ésta le devolvió la mirada, y Rubén sólo distinguió un atisbo de rubor. Suficiente. Rubén dobló los periódicos, los dejó en un extremo de la mesa, cruzó los brazos sobre el pecho y aguardó impaciente las palabras del policía. Le intrigaba su visita a una hora tan temprana. No esperaba que las investigaciones policiales le reportasen algún resultado positivo para sus intereses, no todavía, pero ¿quién sabe? El inspector Rodrigues parecía muy avispado, y quizá su sagacidad le había permitido descubrir, en un lapso breve, la pista que conducía a la verdad. A la verdad de Ainara. -Pues verá, señor Levi... Perdón –el inspector carraspeó justo en el momento en que Sara encendió la cafetera. -Estaremos más cómodos en el salón. ¿Vamos? –sugirió Rubén poniéndose en pie. -Como usted guste. Un minuto después, el inspector Rodrigues, sentado en el sofá de orejas, parecía ensimismado en la puntera de sus zapatos. Se le hacía muy cuesta arriba sostener la mirada expectante de su anfitrión. Lo que éste esperaba, él no se lo podía ofrecer. -Le escucho, inspector –le animó Rubén. El policía giró el cuello hacia el vano de la puerta, carraspeó, forzó un estornudo torpemente ejecutado, extrajo con suma parsimonia un pañuelo del bolsillo del pantalón y se sonó la nariz mientras vigilaba con el rabillo del ojo el pasillo. “Lo que desea decirme –se dijo Rubén-, también quiere que lo oiga mi hermana”. -¿Ha dicho usted algo? -insistió Rubén, impotente para controlar su impaciencia. -Ejem... ¿Alguna noticia interesante? –preguntó el inspector señalando con el índice los periódicos que Rubén sostenía en su regazo. -A mí, inspector, ya sólo me interesa una noticia, y sobre este particular seguramente sabe usted más que los periódicos, ¿o no? -Pues... La entrada de Sara en el salón sacó del apuro al policía. -Sírvase, inspector. La mujer depositó en la mesa acristalada, frente al inspector, una bandeja sobre la que campeaba una taza humeante de café con leche y un plato con media docena de magdalenas. -Muchas gracias, Sara. -¿Te preparo otro café, Rubén? -No, escuchemos lo que tiene que decirnos el inspector. No creo nos haya hecho una visita de cortesía, no a estas horas. ¿Me equivoco? -No se equivoca, señor Levi, he de decirle algo, no lo que usted querría que le dijera, para eso ya llegará su hora, si ha de llegar... -Que llegará... -Ojalá... He venido por otro motivo –el inspector intercambió una mirada de complicidad con Sara, que fue atrapada al vuelo por Rubén-. En fin, iré al grano. Se dice por ahí que tiene la intención de acudir esta tarde a los actos que el Partido Revolucionario del Pueblo celebrará en homenaje a los miembros de la Organización muertos en la explosión del Barrio Azul. ¿He oído bien, señor Levi? -Hum, digamos que no ha oído mal. -¿Y es probable que acuda, o sólo posible, señor Levi? -Ni probable ni posible, es seguro –respondió Rubén, con los ojos clavados en Sara, quien respondía a la mirada reprobadora de su hermano esbozando una sonrisa cargada de afecto. Rubén bajó los ojos avergonzado. ¿Qué podía reprocharle a una mujer tan extraordinaria? -Le hablaré con franqueza, señor Levi. Si usted irrumpe en ese acto con una actitud reivindicativa, los militantes y los simpatizantes del Partido Revolucionario del Pueblo le considerarán un provocador, y, entonces, sólo Dios sabe cuál será su reacción. Rectifico, no sólo Dios, la Policía también lo sabe. En masa y soliviantada, esa gente se convierte en una chusma un minuto antes de transformarse en una jauría. Y de una jauría multitudinaria difícilmente podríamos protegerle. Se trata de un acto autorizado al que, como mínimo, acudirán cinco o seis mil personas. -¿Tantas? -Probablemente, más. En este país, hay demasiada gente que mira la realidad con una venda en el cerebro. Una venda que les impide ver una parte de la realidad, la sangrienta. -Corríjame si no le he entendido bien, inspector. El partido político que defiende el ideario de una banda terrorista organiza un acto para ensalzar a los presuntos autores de varios asesinatos, y entre estos criminales incluyen a mi hija, y usted me aconseja que no mueva ni un dedo para abortar semejante engendro, ¿le he entendido bien, señor Rodrigues? -Me ha entendido a medias. Le pido por su bien que no acuda a esos festejos, pero Dios me libre de aconsejarle que se quede de brazos cruzados mientras esa patulea utiliza el nombre de su hija para hacer apología del terrorismo. Todo lo contrario. -Presento una querella, ¿no? -No. Contraataque. -¿Cómo? -Andamos muy justos de tiempo para poder publicar en los diarios de mañana una carta abierta al director, así que le he pedido hace unos minutos a un amigo mío, periodista radiofónico, que hiciera las gestiones oportunas ante su jefe con el fin de que pudiese intervenir usted en El Mundo es un Pañuelo, el programa estelar de Radio Nacional. Se oye en todo el país, de seis de la mañana a doce del mediodía. Como este amigo mío es tan persuasivo como eficaz, ya está todo arreglado. Si da usted su conformidad, a las once y cinco de esta mañana, le llamarán para que exprese lo que crea conveniente sobre el homenaje organizado por el Partido Revolucionario del Pueblo. Le garantizo que una declaración suya, en directo, en un programa como El Mundo es un Pañuelo resultará mucho más eficaz para la causa de su hija y, además, sin riesgos para su integridad física. Si acude al acto organizado por el Partido Revolucionario del Pueblo, señor Levi, insisto, aténgase a las consecuencias. En cuanto abra la boca, se la cerrarán a grito pelado o, ay, a trompazo limpio. En masa y exacerbados los ánimos por unas cuantas copas, esos sujetos son peligrosísimos. No se lo ponga fácil. Utilice la cabeza, no sólo el corazón. -Estoy de acuerdo con el inspector, Rubén –dijo Sara posando la mano en el hombro de su hermano. Las palabras comunican más si van acompañadas por el tacto, como ella comprobaba a diario en el hospital-. En el programa radiofónico podrás decir lo que piensas, sin interrupciones, y, además, llegarás a más gente. En la ceremonia esa de marras, en cambio, aunque pudieras hablar, que no podrías, sólo te oirían ellos. -Ellos y la prensa. Mi intervención podría tener un amplio eco en los medios de comunicación. -No le dejarán terminar ni la primera frase, señor Levi. Se lo aseguro. Cuando se sienten provocados, en grupo, se comportan como una jauría. -El inspector tiene razón. No te dejarán –corroboró la hermana. Rubén se quedó pensativo unos segundos, no más de diez. La propuesta del inspector era razonable y, además, su objetivo como padre consistía en defender la reputación de su hija, no en demostrarse a sí mismo que era un valiente. -Está bien. Intervendré en el programa de radio. Sara posó la mano en la rodilla de su hermano, oprimiéndola con suavidad. -Así se habla, señor Levi. Le llamarán a las once y cinco de la mañana, en cuanto termine el noticiario. Vaya preparando su declaración. Y, ahora, he de irme. En los tiempos que corren, demasiado delictivos, la Policía está desbordada por el trabajo. En cuanto el inspector Rodrigues se marchó (antes, depositó subrepticiamente en la mano de Sara una tarjeta personal, por si por un casual, cuando regresase a Villa del Norte en otras circunstancias menos luctuosas, le apetecía llamarle), Rubén cogió un par de folios y empezó a redactar la nota que leería en El Mundo es un Pañuelo. Mientras contemplaba a su hermano en silencio apoyada en el quicio de la puerta del salón, Sara sintió que su corazón se henchía de devoción por él, como si el inmenso amor fraternal que le inspiraba Rubén se hubiese multiplicado por equis en los últimos días. Jamás hubiera creído que podría querer a Rubén más de lo que lo quería. Una creencia que los hechos acababan de refutar. A quien se quiere mucho, se le puede querer muchísimo; y a quien se quiere muchísimo, se le puede querer inconmensurablemente. El amor, además de constituir la energía más renovable y limpia de todas, se reproduce cada vez que se usa. Diez minutos más tarde, Rubén Levi se incorporó y, ajeno a la presencia de su hermana, leyó en voz alta las escasas frases que había escrito: “Mi hija, Ainara Levi Ibarra, no pertenecía a ninguna banda terrorista. Por lo tanto, en nombre de ella, expreso mi más enérgico rechazo...” Hizo una pelota con el folio y lo arrojó a la papelera. El tono le parecía demasiado formal, como si expresara sus quejas a una comunidad de vecinos o a una instancia del Ayuntamiento, y no a un grupo político, con varias decenas de miles de militantes, cuyo ideario justificaba, sin paliativos y con profusión de circunloquios, la extorsión y el asesinato. Tenía que emplear un tono más contundente y, a la vez, emotivo. Cogió otro folio, y empezó a escribir velozmente, sordo a las normas gramaticales que recitaba mentalmente el Rubén estudiante de instituto, las cuales, como siempre, velaban más por el significante que por el significado. Al cabo de veinte minutos, puesto en pie, de espaldas a la puerta, Rubén leyó en voz alta el texto que, ahora sí, acababa de pasar por el tamiz de la Gramática: -“Soy Rubén, el padre de Ainara Levi Ibarra, la muchacha muerta en la explosión ocurrida en el Barrio Azul de la Villa el lunes, 10 de junio. Afirmo categóricamente que mi hija, una persona de una sensibilidad y bondad extraordinarias, no tenía ningún vínculo con una banda que hace del terror el sentido de su existencia. Mi hija amaba la vida, y obraba en consecuencia con ese sentimiento. La vida, para ella, constituía un bien sagrado que había que respetar. Y lo respetaba. Hasta los mosquitos sabían que a su lado no corrían ningún peligro. Puedo decir y digo que Ainara también era una nacionalista. Nacionalista de una nación llamada Humanidad. Las personas humanitarias, como mi hija, no matan, ayudan a vivir... hasta que mueren o son matadas. Una increíble concatenación de aciagas circunstancias la hizo subir al coche que estalló el lunes, 10 de junio, a las nueve de la noche, en la calle que da nombre al Barrio Azul. Unas circunstancias que pronto quedarán dilucidadas... Al menos, tengo fe en que así sea. ¿Cuántas veces más tendré que defender la honorabilidad de mi hija ante las difamaciones de la opinión pública? “Aprovecho la ocasión que me brinda esta cadena radiofónica para exigir al Partido Revolucionario del Pueblo que se abstenga de incluir el nombre de Ainara Levi Ibarra en el acto de homenaje a los dos miembros de la Organización, muertos en el Barrio Azul que tendrá lugar esta tarde en la Plaza del Robledal. Y si lo hace, que se prepare para afrontar las consecuencias de su decisión en los tribunales de justicia.” Sara, bajo el dintel de la puerta del salón, saludó, con aplausos y vítores, las palabras de su hermano. -Sara... Ignoraba que estabas ahí. ¿Llevas mucho tiempo? -Todo el tiempo. No te importa, ¿verdad? -No. -Me parece un comunicado impecable, Rubén, en el fondo y, principalmente, en la forma. Si, dentro de unos minutos, cuando te llamen de la emisora, te expresas con tanto sentimiento como lo acabas de hacer ahora, dondequiera que esté Ainara, una vez más se sentirá orgullosa de su padre. -Gracias, Sara... Espera un momento. Rubén, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza levemente alzada, empezó a dar vueltas por el salón farfullando unos sonidos que a Sara le resultaron ininteligibles. -¿Qué te ocurre, hermano? –preguntó Sara, cuando Rubén detuvo su marcha circular. Rubén le pidió a su hermana que aguardara unos minutos, dicho lo cual, se sentó en el sofá, depositó el folio en la mesa acristalada y reanudó la escritura. -Se me ha ocurrido añadir la siguiente coletilla al comunicado –le dijo a Sara cuando terminó de escribir, al cabo de unos minutos, no más de diez, que a la mujer se le hicieron tan largos como la hora de una noche en vela-. Escucha: “Reto a un representante del Partido Revolucionario del Pueblo a mantener conmigo un duelo dialéctico sobre estas dos cuestiones: ‘¿Es la violencia un medio moralmente lícito para conseguir un objetivo político?’ y ‘¿De qué nacionalidad es el aire que respiramos?’ Con el fin de que el duelista acuda a la cita provisto de argumentos, le sugiero que, antes, emprenda un viaje empático rumbo a las entrañas del padre, la madre, la esposa o el hijo del último concejal asesinado por la Organización. Que se imagine que es su hijo o su padre o su cónyuge el cadáver que yace en la calle, en medio de un charco de sangre, tras recibir dos balazos por la espalda, y que trate de responder a esta pregunta: ‘¿Cómo catalogaría él a los responsables de la muerte de su ser querido?’ Emplazo al duelista hoy, jueves, a partir de las dos de la tarde, en mi casa, en el número 12 de la calle de la Montaña, en la Villa, a unos centenares de metros del lugar donde explotó el coche el pasado lunes. Le aguardaré con las manos desnudas hasta bien avanzada la tarde, dispuesto a luchar con la fuerza de la palabra, que es el fundamento de la democracia, esa que tanto invoca el Partido Revolucionario del Pueblo. ¿No reivindica el diálogo como el único medio para resolver el conflicto? Dialoguemos, pues”. ¿Qué te parece, Sara? Por toda respuesta, la mujer se prosternó ante su hermano, le cogió las manos y las cubrió de besos. 31 Sara tuvo que encender la luz de la cocina cuando preparaba el almuerzo de Rubén. Aunque sólo eran las dos y media de la tarde, el cielo se había encapotado de repente, y empezaba a caer una fina lluvia, preludio del chaparrón que vendría poco después. En las tres últimas horas, el teléfono de Rubén había sonado más de una docena de veces. Aunque la mayoría de los comunicantes se habían solidarizado con su causa asegurando que suscribían íntegramente el texto que había leído en El Mundo es un Pañuelo, tres de ellos le habían dedicado unos epítetos de grueso calibre que incluso sonrojarían a los ultras de la peña más fanática del equipo de fútbol de Villa del Norte. Ningún miembro del Partido Revolucionario del Pueblo se había presentado en el número 12 de la calle de la Montaña para dirimir el duelo dialéctico propuesto por Rubén Levi. Duelo que, a tenor de las llamadas recibidas, había despertado una inusitada expectación entre la audiencia radiofónica. Dos emisoras privadas se habían puesto en contacto con Rubén para manifestarle su interés por retransmitir en directo el insólito enfrentamiento, en el caso de que finalmente se produjese. Aunque Rubén no puso ningún inconveniente, la cosa quedó en suspenso mientras no aceptase la otra parte. El interlocutor de una de las emisoras le propuso que, en el caso de que no se presentara ningún voluntario, ellos podrían contratar a alguien que hiciese las veces de debatiente. Rubén rechazó la propuesta. El espectáculo radiofónico, para él, no era un fin en sí mismo, sino un medio para defender la causa de Ainara. Y sólo la defendería con ardor si se enfrentaba a un hombre (o mujer) convencido de sus razones, no a un actor que representara con más o menos acierto el papel encomendado. A la hora del almuerzo, Sara desconectó el teléfono sin atender las tímidas protestas de su hermano. -Sólo así podrás terminar de comer de una santa vez, Rubén. -¿Y si llamara algún dirigente o simpatizante del Partido Revolucionario? Se figurarían que he dejado el teléfono descolgado para eludir mi compromiso. -¿Todavía confías en que alguno de esos cobardes acepte batirse contigo con las manos desnudas, sólo con la fuerza de la palabra? -¿Por qué no? -Porque harían el ridículo. No tienen argumentos, la razón está de tu parte y, además, hablas mejor que ellos. -Conéctalo, Sara. -En cuanto termines el yogur. Rubén, sentado a la mesa de la cocina, removía maquinalmente el café de la taza. Eran las tres y media de la tarde, y los dos hermanos habían terminado hacía unos minutos el frugal almuerzo. A base de insistencia, Sara había conseguido que Rubén comiera un plato de espaguetis y un yogur natural. -¿No te bebes el café? Se te va a enfriar. -No sé qué hacer, Sara. -¿A qué te refieres? -Casi tres días después de la tragedia, sigo aquí, en casa, enclaustrado, rumiando mis penas, como un redomado egoísta al que sólo le importa su sufrimiento; y, mientras tanto, la verdad de mi hija está ahí afuera, aguardando a que alguien vaya a echarle el guante, y ese alguien, Sara, sólo puedo ser yo, yo, sólo yo, pero no sé por dónde empezar. Es como si únicamente me atreviera a disputar en campo propio esta maldita partida con el destino, en el único lugar donde la verdad de Ainara es mi verdad. -Tu verdad es la verdad de Ainara, Rubén, aquí, allí, allá, en todas partes. La verdad es la verdad. -Pero, por desgracia, en estos momentos, para la opinión pública, mi verdad constituye un error de percepción provocado por el amor de padre. ¿Qué hacía Ainara en el coche de los terroristas? “El azar”, digo yo. “El deber la condujo hasta ahí”, dicen ellos. Y es que para que mi verdad sea la verdad de todos, incluso la de la prensa sensacionalista, necesito presentarla acompañada de evidencias. Evidencias que sólo encontraré en alguna parte de esta ciudad, en alguna parte, y yo permanezco aquí, inmóvil, alelado... En alguna parte, Sara, pero ¿dónde? -¿Inmóvil, alelado? Por Dios, Rubén. ¿Te parece poco lo que has hecho en las últimas horas? Has intervenido en la radio, le has plantado cara a la prensa y al Partido Revolucionario (ah, y a la Policía también); has defendido la dignidad de Ainara ante propios y extraños. Has hecho lo que tenías que hacer, o sea, mucho más de lo que haría cualquier persona normal. Te estás comportando como un héroe, Rubén; otros, en tu lugar, estarían derrengados por el dolor, sin fuerzas ni para abrir la boca. Tú, en cambio, estás enfrentándote al infortunio, al peor de ellos, con gallardía, con inteligencia, con... con... -¿Con inteligencia? Menuda inteligencia la mía. Ainara, para la opinión pública, es una terrorista, y lo seguirá siendo mientras alguien no descubra la evidencia que le devuelva la dignidad a su biografía. Y ese alguien, insisto, Sara, debo ser yo. El problema es que no tengo ni pajolera idea de por dónde empezar. -¿Cómo que no, Rubén? Has empezado por donde debías. Todo el país ha oído la voz de un padre coraje. Una voz noble y persuasiva. Quien te haya escuchado con la mente limpia de prejuicios, habrá creído en tus palabras. Y entre los oyentes debe de haber alguien que sepa lo que indujo a Ainara a subir al coche, tiene que haberlo. Alguien que, tarde o temprano, se pondrá en contacto contigo. Has hecho lo correcto, ahora te toca esperar. Paciencia, hermano mío, paciencia y esperanza. Pronto habrá noticias. Lo presiento. Justo en ese instante, el timbre de la puerta sobresaltó a los dos hermanos. -¿Otro periodista? -O la verdad que viene a buscarte a tu propia casa. Voy a abrir, y, de paso, conectaré de nuevo el teléfono. -No, Sara, déjame a mí. Echaré un vistazo por la mirilla. Conozco bien a los periodistas amarillos; si es uno de ellos, lo sabré en cuanto lo vea. -¿Amarillos? -Sensacionalistas, caraduras, irresponsables, cualquiera de estos adjetivos sirve. Con mucho sigilo, Rubén aproximó el ojo izquierdo, el más visionario de los dos, a la mirilla, y lo que vio le pareció sensacional, que no sensacionalista. Sobre el rellano de la escalera estaba plantado un hombretón de unos sesenta y tantos años, como un añejo roble de hondas raíces, tocado con una gorra de marinero, seguramente para ocultar la calvicie de la parte delantera de su cráneo, y con un paraguas negro colgado del brazo derecho. Un pintoresco personaje que rescató de las tinieblas la curiosidad de Rubén. Abrió la puerta. El visitante, casi de la misma talla que Rubén, aunque con más envergadura, vestía un traje azul marino y una corbata del mismo color sobre una camisa blanca. La gorra resaltaba la tupida melena canosa que le caía sobre los hombros. Rubén no recordaba haber visto jamás a este hombre. Un tipo así jamás se olvida. Si venía a batirse en duelo, Rubén intuyó que le resultaría dificilísimo salir airoso del envite. -Buenas tardes. -Buenas tardes –repitió el hombre- ¿Rubén Levi? -Yo soy. ¿Qué desea? -Soy el abuelo de Teo –el hombre cogió el paraguas con la mano izquierda y extendió el brazo derecho con la mano abierta. -¿Teodoro, el te... terrorista? –Rubén estrechó la mano del marinero. Una mano recia, de dedos cortos, sudorosa, en la que Rubén sintió palpar algo inefable: la decencia. -El terrorista, sí, Doroteo, uno de los dos que murió en la explosión del coche, junto a su hija. Uno de los dos. El hombre no consideraba a Ainara una terrorista. El sentido del tacto no le había traicionado a Rubén, quien simpatizó de inmediato con el visitante, por cierto, demasiado joven para ser el abuelo de nadie, mucho menos de un muchacho de veintitantos años. -Usted es demasiado joven para ser abuelo de... de... -Las apariencias engañan, señor Levi. El exterior no siempre se corresponde con el interior. Por fuera, como he vuelto a comprobar una vez más esta mañana cuando me afeitaba delante del espejo, aparento unos veinte años menos de los que en realidad tengo por dentro. -Exagera usted. -Ojalá fuera cierto, pero le aseguro que no exagero un ápice. Aunque la vejez es una cabronada de tomo y lomo, es cierto que tiene algo de bueno, por lo menos en mi caso así es. El poco tiempo que en teoría me queda en el mundo de los vivos me hace concebir cada día como una oportunidad que se me concede para vivir nuevas experiencias, aunque éstas, ay, sean tan terribles como las recientes. Veinticuatro horas es poco o mucho tiempo, según como se mire. -Le aseguro que para mí han sido, son y serán demasiado largas. La soledad impuesta por la desgracia convierte los minutos en días interminables. -Cuando la muerte siega la vida de unos jóvenes, la tragedia se abate sobre sus familiares para siempre jamás. Y no se trata de una tragedia cualquiera, es la tragedia. Sin embargo, señor Levi, a usted le queda un gran consuelo: su hija ha muerto sin matar. Mi nieto, en cambio... -¿Cómo sabe que mi hija no ha matado? -Después se lo explicaré. Como le decía, señor Levi, un día es mucho o poco tiempo. Depende de las circunstancias. Por ejemplo, ateniéndonos a la estadística, sabemos que hoy, como cada día, morirán unos centenares de habitantes de este país o estado o nación, como prefiera llamarlo; sabemos asimismo que la mayoría de los fallecimientos se producirán por causas naturales, la mayoría, no todos, ya que los accidentes y la violencia tampoco faltarán a su cita diaria con la muerte. Algunos de los homicidas que matarán hoy por primera y única vez en su vida, se metieron anoche en la cama orgullosos de su respetabilidad, una respetabilidad que, dentro de unos minutos o unas horas, será fulminada por un impulso homicida salido de las cloacas de su alma. Y, probablemente, esa radical transformación se operará en unos pocos segundos –Rubén, absorto bajo el dintel de la puerta, escuchaba extasiado el verbo florido y envolvente de su interlocutor, un hombre cuya sabiduría parecía proceder de la mejor escuela del mundo: la experiencia-. En unos pocos segundos, un ser humano que nunca ha matado mata a un semejante, tal vez al ser que más quería. Veinticuatro horas dan mucho de sí. A veces, son suficientes para poblar de arrugas el rostro terso de un joven anciano. Depende de las circunstancias. Medimos la vida exclusivamente por su longitud, es decir, en años, cuando, deberíamos medirla sobre todo por su anchura, o sea, en vivencias. Perdone, estoy hablando demasiado y, quizá, también con excesiva pedantería. Es tan difícil encontrarse con alguien dispuesto a escuchar en esta sociedad de las prisas, que, en las contadas ocasiones que se me presenta la oportunidad, me cuesta Dios y ayuda pisar el freno parraplero; me embalo de tal manera, que sólo me detengo cuando percibo (o intuyo) que la paciencia de mi escuchador ha degenerado en impaciencia, y, a veces, ni por esas. -Hay hombres que hablan demasiado aunque sólo digan unos cuantos monosílabos, y otros que, después de pronunciar cientos de palabras, parece que apenas han abierto la boca. Usted es uno de estos últimos. Embálese, se lo ruego. -Muchas gracias, señor Levi –el hombre volvió a tender la mano a Rubén, y éste la estrechó correspondiendo al enérgico apretón-. En realidad, con mi parrafada anterior lo único que quería decirle es que, a pesar de las apariencias, por dentro soy al menos diez años más viejo de lo que señala mi carné de identidad. Sin embargo, la gente, que acostumbra a evaluar la salud, la psíquica y la física, de las personas sólo por la fachada, me felicita por mi rozagante aspecto, sin conceder ninguna importancia al ruinoso estado de mi mundo interior. Hace un año, seis meses, diez días –el anciano consultó su reloj de muñeca-, cinco horas y siete minutos, perdí a mi esposa, una mujer extraordinaria, y, ahora, ha muerto mi nieto de... de una manera tan... tan ignominiosa. La más ignominiosa de todas. Morir cuando pretendías matar. En fin... La voz del hombre se quebró al mismo tiempo que su rostro se ensombrecía. -Pase usted, señor... Perdone, ¿me ha dicho su nombre? El hombre seguía aferrando la mano de Rubén o, quizá, era éste el que aferraba la de aquél. Los ojos vidriosos del visitante le confirmaron a Rubén lo que palpaba en su mano. -Creo que no. Me llamo Jesús, y soy el padre de la madre de Doroteo, y no Teodoro como han informado erróneamente estos días algunos medios de comunicación, otra prueba más de su falta de rigor informativo. Al pobre le correspondió llamarse Doroteo por esos absurdos acuerdos familiares que obligan a poner al primer varón el nombre del abuelo paterno, y al segundo, el nombre del abuelo materno. El hermano de Doroteo se llama como yo, Jesús. -Mucho gusto, Jesús. ¿Viene usted por lo del duelo? -No, Rubén. Vengo por otro asunto menos radiofónico pero mucho más importante. Le oí y, al instante, le escuché el otro día en La Voz de la Mañana. Hoy ha sido un vecino quien le ha escuchado y me ha puesto al corriente. No tengo por costumbre oír Radio Nacional, una emisora que, en mi opinión, sirve con mucha más lealtad a los intereses del partido que sustenta al gobierno que a los intereses de sus millones de oyentes, y se supone que a éstos les interesa, ante todo, la verdad, o lo que más se aproxime a ella; se supone, porque, tal como está el panorama, da la impresión de lo que a la mayoría de nuestros conciudadanos les interesa es oír las verdades que les confirman las suyas, no las que, poniéndolas en entredicho, les obligan a reflexionar y, excepcionalmente, a cambiar. Volviendo a lo suyo, señor Levi, dudo mucho de que se atreva alguien a recoger el guante que usted ha lanzado al sector más nacionalista de la audiencia. Yo, desde luego, no tengo intención de discutir con usted, y mucho menos en un programa radiofónico. -¿Por qué no? -Difícilmente podríamos discutir sobre un tema en el que, en lo básico, ambos estamos de acuerdo, ¿no le parece? –Rubén asintió- He venido por... Bueno, antes de explicarle la razón de mi visita, permítame que le acompañe en el sentimiento, Rubén. -Le acompaño en el sentimiento, Jesús. -Gracias, Rubén. -Gracias, Jesús. ¿Qué hace todavía ahí? Pase, hombre, pase. Deje el paraguas en el paragüero. -Está empapado. -Déjelo abierto aquí mismo. -Mojará la moqueta. -No importa. -A mí sí que me importa. -Traiga, démelo, lo llevaré al cuarto de baño. Sígame, por favor. Rubén condujo a Jesús al salón. -Sara, te presento a Jesús, el abuelo de uno de los... los... jóvenes fallecidos en la explosión del coche. Ahora vuelvo, voy a dejar el paraguas en la bañera. -Encantado, señora –Jesús se quitó la gorra de marinero. Contrariamente a lo que pensaba Rubén, la parte delantera de la cabeza del visitante también estaba poblada por una mata espesa de cabello blanco. A Sara le inspiró confianza el formidable hombre que tenía ante ella. Sin la mirada noble que suavizaba su rotunda anatomía, probablemente el personaje, alto y corpulento, infundiría un respeto rayano en el temor, pero los ojos, color azul mediterráneo, le conferían el aspecto de un gigante bonachón. Una vez más a Sara le vino a la memoria la recomendación más repetida de su difunta madre: “Mira a los ojos de las personas, Sara. Son las ventanas que te permitirán vislumbrar su alma”. En cuanto Rubén regresó del cuarto de baño, Sara invitó a Jesús a que se acomodara en el sillón de los invitados, frente al sofá en el que tomaron asiento los Levi. Un cuadro que se estaba convirtiendo en habitual en las últimas horas. Los dos hermanos juntos, en el sofá, el visitante, enfrente, en uno de los dos sillones de orejas. Y detrás, en el tercer estante del mueble librería, la urna con las cenizas de Ainara. -¿Quiere un café? -No, muchas gracias, señora. He tomado uno hace diez minutos en la cafetería de la esquina. Se hizo el silencio. Un silencio espeso que Rubén, impaciente, se apresuró a disolver. -Usted dirá, Jesús. -Tengo un verbo fecundo muy dado a derramarse e en un torrente locuaz. Les pido su colaboración; si me voy por las ramas, no se amilanen, pódenlas sin ningún miramiento. -¿Y si se da un trompazo? –preguntó Sara. -De eso se trata, de que pise suelo firme. Procuraré ir al grano –el hombre sacó un pañuelo del bolsillo, se sonó la nariz y, tras aclararse la garganta con un carraspeo, mirando fijamente a los ojos de Rubén, pronunció unas palabras que a los hermanos Levi les sonaron a música celestial-: El motivo de mi visita es para infundirle ánimos, señor Levi, y para decirle que estoy de acuerdo con usted: su hija no era una terrorista. Estoy convencido de ello. Y yo, a diferencia de usted, no me baso en las razones del corazón. -¿En qué se basa entonces, Jesús? ¿En un presentimiento? -Digamos que me baso en el conocimiento. En cuanto anteayer le escuché en la radio, quise venir a verle para contarle lo que sabía; pero no pude hacerlo porque mi hija, la madre de Teo, sufrió una crisis nerviosa que me tuvo ocupado todo el día. Hoy, tras relatarme Adolfo, mi vecino y amigo, lo que usted había declarado en Radio Nacional, no me lo he pensado dos veces. Aunque en un principio pensé en llamarle por teléfono, al final he optado por verle en persona. Vivimos a poco más de un kilómetro y medio de distancia. Cara a cara, la comunicación es muchísimo más... más... no me sale la palabra. -¿Provechosa? –preguntó Rubén mientras cruzaba la pierna izquierda sobre la derecha. -No era ese el adjetivo que buscaba, pero me vale. Aparte de las ventajas de la comunicación cara a cara, estoy aquí porque tenía muchas ganas de conocerle en persona, Rubén. -Muchas gracias, Jesús. Espero no defraudarle. -No me defraudará porque no me ha defraudado. -¿Por qué está tan seguro de que mi hija no pertenecía a la Organización? –Rubén cruzó la pierna derecha sobre la izquierda- ¿Por mi testimonio radiofónico del otro día? –Rubén descruzó las piernas. -Por su testimonio, expuesto de una manera convincente y conmovedora, y, sobre todo, por lo que me contó mi nieto hace unos años. Mi memoria, por fortuna, todavía conserva un excelente estado de forma. Tras escucharle anteayer, recordé una charla que mantuve tiempo atrás con Teo acerca de una condiscípula universitaria. Estaba enamorado de ella y me pedía consejo. En mi familia siempre he tenido fama de galán, y mi malogrado nieto estaba persuadido de que mis consejos le servirían para enamorar a la joven de la que él estaba enamoradísimo. -No me extraña que le consideraran a usted un don Juan –dijo Sara mirando al visitante con buenos ojos. -A los marinos mercantes se nos atribuyen hazañas que no se compadecen con los hechos. Nosotros, humanos imperfectos, o sea, vanidosos, no nos molestamos en desmentirlas, y, al final, las leyendas terminan por convertirse en recuerdos que hasta nosotros mismos nos los creemos -el hombre entornó los párpados y empezó a frotarse las manos, como si de repente sintiese frío-. Por desgracia, las personas más próximas a nosotros, también se creen las leyendas, y, a veces, sufren lo indecible por su causa. -Así suele ser... ¿Qué le contó su nieto? –interrumpió Rubén, acuciado por el nerviosismo. -Ah, sí, mi nieto, dejemos las líneas sinuosas de mi biografía para otro día más propicio, y vayamos con el objeto de mi visita –el hombre se dirigió a Sara-: Cuando considere que me he ido de nuevo por las ramas, le ruego que me reconvenga, o, mejor, agarre la podadera, y, zas, corte por lo sano. No le dé apuro hacerlo, señora. Adolezco del gran defecto de la locuacidad, no me conformo con hablar, quiero hablar mucho, sobre todo con las personas dotadas de una gran inteligencia vital y, por consiguiente, excelentes escuchadoras (algunos malos escuchadores se consideran inteligentes, qué memos). Inteligentes y escuchadoras como intuyo que son ustedes. Es como si me encontrara en las últimas, y estuviera ansioso por transmitir lo poco o mucho que sé para que por lo menos algo mío quede entre los vivos cuando me encuentre en el limbo de los muertos. Hago esfuerzos por corregirme, y, a veces, incluso llego a pensar que lo he conseguido. Iluso de mí. Lo que atribuía al fruto de mi esfuerzo, se trataba en realidad de un auditorio con muy poco oído y mucha boca. Si me encuentro entre gente que está dispuesta a escucharme de verdad, yo hablo, y... -Se fue por las ramas–intervino Rubén. -¡Rubén! De ese particular me encargo yo. -Encárguense los dos, no me importa. El caso es que encaucen mi verbo díscolo. -Encaucémoslo, pues. Había empezado a contarnos que su nieto se había enamorado de una compañera de la universidad –apuntó Sara. -Locamente enamorado, como dice el vulgo. Siguiendo esa vulgar línea de razonamiento, si el amor es considerado una locura, el desamor, entonces, habrá que concebirlo como un acto de cordura... En fin, vivimos en un mundo de locos... Me fui por las ramas. Perdonen. ¿A qué ha venido esta digresión sobre la cordura y la locura? -Nos hablaba usted de que su nieto estaba enamorado de una compañera de universidad. -Ah, sí, gracias señora. Yo sabía que Teo, en cuestiones políticas, seguía los pasos de la familia de su padre, nacionalistas a ultranza, pero jamás se me pasó por la imaginación que un muchacho como él pudiese militar en una banda terrorista, y, mucho menos, que fuera capaz de matar a un semejante. Era un chico muy agradable, aunque, ay, de carácter débil, o sea, carne de cañón para los manipuladores de este país, que son legión. Cuando, hace unos meses, la Policía se presentó en nuestra a casa con una orden de detención contra él por su presunta participación en varios atentados perpetrados por la Organización, nos quedamos de una pieza, mi hija y yo, aunque, pasada la sorpresa inicial, nos negamos a aceptarlo. “La Policía lo ha confundido con otro”, nos dijimos para insuflarnos ánimos. Sin embargo, cuando, días más tarde, un amigo de Teo nos entregó de matute un mensaje escrito a mano por mi nieto, ya no nos cupo ninguna duda. Fue una terrible sorpresa para mí, y devastadora para su madre, mi hija. ¡Lo que está sufriendo la pobre! Se separó del padre de Teo hace cinco años, y la política tuvo mucho que ver con esta separación –Rubén, consumido por la impaciencia, hizo ademán de intervenir, pero Sara, con un significativo gesto de la mano, le conminó a que no truncara el discurso del hombre, el cual ahora estaba bien encauzado-. El padre y los abuelos paternos, repito, nacionalistas extremos, fanáticos diría yo, dentro del dolor lógico por la muerte de Teo, al que sin duda querían mucho, se sienten orgullosos de que haya muerto así, en el campo de batalla, como dicen ellos. Mi hija, en cambio, está destrozada por partida doble, por la muerte de su hijo y por morir de esa manera, o sea, como un terrorista que, al parecer, ha participado presuntamente en varios asesinatos. Ella se agarra a la presunción para no perder del todo la cabeza; yo callo y otorgo. En esta vida nuestra, llena de contradicciones, a veces, no existe cosa más destructiva que la verdad. La familia de Teo, señora, señor, simboliza el drama de este país, partido en dos por el mal llamado conflicto político. Cómo puñetas vamos a aspirar a convertirnos en un estado independiente si hasta en las mejores familias se producen divisiones irreconciliables que...que... El verbo fluido de Jesús encalló repentinamente, como si se hubiese topado con un escollo insuperable. -¿Se fue por los cerros de Úbeda? –preguntó Sara. -¿Por los cerros de Úbeda? Sí, una locución menos manida que por las ramas. En este caso, más bien, se me fue la olla. Ya le he dicho antes a su hermano que, pese a las apariencias, tengo unos cuantos años más de los que indica mi partida de nacimiento. -Nos hablaba usted de la afiliación política de la familia del marido de su hija, pero un minuto antes nos estaba contando las vicisitudes amorosas de su nieto. Nos ha dicho que se había enamorado de una condiscípula. -Ah, sí, gracias, señora. Una compañera cuyos ancestros por parte de padre eran judíos... -¡Mi hija! –exclamó Rubén. -Su hija. -¿Y ella le correspondía? –preguntó Sara. -No. Mi nieto me pidió consejo para conquistarla. Yo le dije que le revelara abiertamente los sentimientos que ella le inspiraba, y que procurara ser lo más fiel posible a sí mismo, pues sólo de esa manera sabría que si ella se enamoraba, se enamoraría de él, no de un personaje de ficción... Por aquel entonces, yo estaba persuadido de que mi nieto era un buen muchacho. -¿Y siguió su consejo? -No lo sé, lo que sí puedo asegurarle es que su hija nunca estuvo enamorada de mi nieto. Pobre. A pesar de las evidencias, quién sabe, a lo mejor su madre tiene razón y Teo no llegó nunca a matar nadie. -¿Le volvió a hablar su nieto de Ainara, mi hija, después de pedirle consejo? -No. Y este silencio creo que reviste una gran importancia para usted. -¿Por qué es tan importante? -Porque Teo, en lo que respecta a sus relaciones sentimentales, siempre fue muy lenguaraz y sincero conmigo. Si la hubiera vuelto a ver, me lo habría dicho. -¿Por qué está tan seguro? -Porque jamás se olvidó de ella. Su hija era la referencia con la que comparaba a las demás mujeres. Teo no volvió a verla hasta el pasado lunes, señor Levi, tal vez su hija se dirigía al metro y mi nieto se ofreció a llevarla en coche al Barrio Azul. Fue un encuentro casual. Estoy seguro de ello. A su hija la mató la fatalidad; a mi nieto, el destino que empezó a forjarse en la penumbra hace más de cuatro años, más, mucho más –el hombre miró maquinalmente el reloj, y se incorporó de un salto. -¡Las cinco y media! ¿Las cinco y media? -Las cinco y treinta y dos minutos –confirmó Sara. -Mira por donde, en esta casa, el tiempo mío ha corrido que se las pela. Lo siento, he de marcharme ya, o llegaré tarde al funeral de mi nieto. Prometo hacerles otra visita. -¿También piensa asistir a los actos de la Plaza del Robledal? -Me ofende usted, señor Levi. -Disculpe. Cuando se marchó el pintoresco visitante, Rubén se sintió revitalizado, como si, en vez de un abuelo atribulado por la pérdida de su nieto, hubiese pasado por su casa el heraldo de la esperanza. -Ha sido una inyección de moral –le dijo a su hermana-. A veces, necesitamos que gente desconocida consolide nuestras titubeantes creencias, nosotros solos no podemos. A lo largo de estos dos últimos días y pico, Sara, poco más de dos días, y parece que ha transcurrido un siglo. El tiempo transcurre a una velocidad de vértigo cuando la vida nos sonríe; pero, cuando la tragedia nos golpea, las horas se hacen interminablemente largas, se hacen eternas… Como te iba diciendo, durante estos días, ha habido momentos en que me han asaltado unas dudas terribles, tan terribles que han llegado a poner en entredicho mi fe en Ainara, o sea, mi mundo entero; luego, cuando, a ráfagas, he recuperado la lucidez, me he sentido fatal conmigo mismo por albergar unos pensamientos tan abominables. Confío en que, después del testimonio de este hombre admirable, no vuelva nunca a dudar de mi hija. -¿Te refieres a que has llegado a sospechar que Ainara militaba en la Organización? -Sí, Sara, aunque te parezca mentira, he llegado a considerar esa posibilidad. ¿Y si en realidad fuera lo que ellos dicen que es? Esta demoledora pregunta se ha paseado sádicamente por mi pensamiento en más de una ocasión en estas sesenta y tantas horas, a paso lento, como ufanándose de su trágica importancia. Y no sólo eso. Mi pensamiento ha acogido a todo tipo de visitantes, algunos de una catadura moral miserable. Incluso, tras descubrir un preservativo en el cajón de su mesita de noche, he pensado que Ainara se dedicaba a la… a la… -¡Rubén! –exclamó Sara mientras lo envolvía en una sonrisa compasiva. -Preservativo al margen, me resulta increíble que haya podido dudar de esa manera de Ainara, y este descreimiento me hace concebir la esperanza de que estas dudas no vuelvan a reproducirse. Si ahora me resulta increíble, es que creo en ella. ¿Creeré mañana? -Pues claro que sí, Rubén. Cualquiera, en tus circunstancias, hubiese dudado. -Es posible. El caso es que, ahora, tras la visita de ese hombre, siento que he recobrado las fuerzas. Ardo en deseos de patearme las calles. -¿No pensarás acudir a los actos de la Plaza del Robledal? -Tranquila, Sara. Mi intención es presentarme en el lugar al que debía haber ido hace por lo menos veinticuatro horas. No sé cómo no se me habrá ocurrido antes. Ainara salió de casa el lunes por la mañana con dirección a la Biblioteca Municipal, y es allí donde debo comenzar mis indagaciones... ahora mismo. Y dicho esto, Rubén se encaminó al vestíbulo y descolgó una chaqueta del perchero. Sara se asomó a la ventana y comprobó, aliviada, que las nubes habían dejado paso a un cielo límpido. Odiaba caminar bajo un paraguas. -Espera, Rubén, no te vayas todavía –vociferó Sara desde el fondo del pasillo. Rubén se acercó a ella. -¿Qué sucede, Sara? -¿Puedo acompañarte? Rubén quiso infundir a sus ojos el fulgor de la admiración y el amor que sentía por su hermana, pero Sara sólo percibió en su mirada una infinita tristeza. -Me encantaría que lo hicieras. -Voy al cuarto de baño a arreglarme un poco. Estaré lista dentro de diez minutos. No se te ocurra marcharte, Rubén. Ah, y péinate. Pareces un león desmelenado. -Un león desmelenado. Eso es lo que necesita la causa de Ainara: una fiera. No tardes mucho, no quiero desaprovechar este momento. -¿Me prometes que me esperarás? -Te lo prometo. 32 En el umbral del portal, los dos hermanos Levi se dieron de bruces con Alicia Ramos, la periodista de El Diario de la Actualidad. Rubén estuvo a punto de confundirla con una buzoneadora. Su aspecto era muy diferente al de la mujer que hacía cincuenta y tantas horas había llamado a la puerta de su casa para conseguir una primicia informativa. Vestía en plan informal: el vestido entallado había sido sustituido por unos pantalones vaqueros no demasiado estrechos, los zapatos de altos tacones dejaban paso a unas zapatillas deportivas blancas, y una chaqueta holgada impedía apreciar sus rotundos pechos. Si llevaba el rostro maquillado, Rubén no lo notó. Un cambio de imagen radical. “Probablemente –pensó Rubén-, ha ido al gimnasio y no ha dispuesto de tiempo suficiente para acicalarse”. -Hola, señor Levi. ¿Se acuerda de mí? Soy Alicia Ramos, la perio... -Me acuerdo –cortó abruptamente Rubén. -¿Puedo hablar con usted? -¿Ahora? -Ahora es un buen momento. -Quizá no lo sea. He de tratar un asunto con... -Sólo le entretendré unos pocos minutos –le interrumpió la redactora de El Diario de Actualidad-. Esta vez no vengo como periodista, sino como... como Alicia Ramos. Sólo deseo que me escuche, no que me responda a un interrogatorio. -La escucho –Rubén se detuvo bajo el dintel de la puerta, Sara se alejó discretamente unos metros. -Antes de hablarle del asunto que me ha traído hasta aquí, permítame un breve prólogo, a modo de confesión –la periodista hizo una pausa mientras escudriñaba los ojos de Rubén, como si buscara en éstos la respuesta que su boca callaba; al no distinguir nada más que una mirada neutra, decidió interpretarla como mejor le convenía. Así que, tras aclararse la garganta con un leve carraspeo, empezó a desgranar su discurso, de corrido, como si se lo hubiese aprendido de memoria, o lo estuviese leyendo en un papel-: Caminas por la vida con paso firme, convencida de que vas en la dirección correcta, la que te conduce al éxito; tan segura estás de lo que haces, que ni siquiera te preocupas de cultivar el espíritu autocrítico. ¿Deontología profesional? En el gremio del periodismo, pocos son los que la conocen, y casi nadie de estos pocos obra de acuerdo con su conocimiento. ¿Para qué? Lo importante es enterarte de la noticia antes o, al menos, al mismo tiempo que tus colegas y, luego, saber contarla mejor que ellos. Si cumples estos dos requisitos sin recurrir a métodos que contravengan los principios básicos de tu código de valores, el tuyo, la conciencia no acostumbra a perturbarte el sueño, al menos no por esta razón. Pues bien, señor Levi, mi vida profesional había transcurrido sin sobresaltos en los últimos años, hasta que hace dos días y unas horas un acontecimiento me hizo replantearme toda mi trayectoria periodística, incluso mi vida entera. Usted fue mi acontecimiento. ¿Recuerda lo que me dijo el martes en el salón de su casa? -Recuerdo que me exalté un poco –respondió Rubén secamente, aunque sin la acritud que mostró hacía dos días. Intuía que la formidable transformación que se había operado en la periodista no afectaba sólo al exterior. ¿Estaría desempeñando el papel de periodista contrita y cobista para completar lo que anteayer, mostrándose como en realidad es, sólo pudo lograr a medias? -Se exaltó mucho –puntualizó la periodista sosteniendo la penetrante mirada de Rubén. -No era nada personal contra usted. Lamento haberle hablado en un tono tan áspero, pero en aquellos instantes usted encarnaba para mí el poder destructivo de la prensa. -No me refería a sus puyas, señor Levi, por cierto, no exentas de razón, sino a la recomendación que me hizo. -¿Recomendación? Estaba tan fuera de mis cabales, que, en medio de las barbaridades que sin duda proferí, a saber qué estrafalaria recomendación le haría. -Nada de estrafalaria, señor Levi, sino rebosante de sensatez y convicción. Me recomendó que, si era una periodista de verdad, me dedicara al periodismo de investigación. Y en el tono en el que pronunció sus palabras supe que se refería al periodismo de investigación de verdad, no al fullero que procede de filtraciones interesadas; en definitiva, señor Levi, usted me instaba a que cultivara el periodismo que se basa en la precisión informativa y no en la cacareada objetividad, la cual es sólo un concepto vacío que no conduce a nada, sólo al engaño de uno mismo y de los demás. ¿Acaso puede un periodista, subjetivo por naturaleza, ejercer su profesión con objetividad? La objetividad es una utopía; desempeñar tu trabajo con independencia, rigor y precisión, por el contrario, es una pretensión viable y legítima. Pues bien, eso es lo que he procurado hacer desde entonces, lo mismo que pretendo hacer a partir de ahora. -¿Y? -Y, en lo que a su hija respecta, he averiguado algunas cosas interesantes. -¿Qué cosas? -¿No podemos hablar en un lugar menos... menos público? -Mi hermana venía conmigo... ¿Dónde se ha metido? –Rubén ladeó el cuello y vio a Sara abismada en la contemplación del escaparate de una zapatería- ¡Sara! –gritó al mismo tiempo que le hacía un gesto con la mano para que se acercara. La hermana de Rubén se aproximó a paso rápido. -Sara, te presento a Alicia... Alicia... -Ramos. -Alicia Ramos, periodista del...del... -De El Diario de la Actualidad. -Alicia, Sara, mi hermana, la única que tengo; Sara, Alicia. Las dos mujeres se besaron cortésmente. -Alicia tiene algo importante que contarnos. Lleva un par de días dedicándose al periodismo de investigación y ha averiguado algunas cosas. -¿Subimos a casa, Rubén? –Sugirió Sara-. No creo que en la acera, delante del portal, sea el lugar más idóneo para conversar. -Sí, será lo mejor. Cuando Rubén se disponía a cerrar la puerta del portal, llegó una mujer de mediana edad, propietaria de uno de los pisos del edificio, quien, en cuanto traspuso el umbral, dejó en el suelo la bolsa de la compra, y tendió la mano a Rubén. -Le acompaño en el sentimiento, señor Levi. -Gracias, Maite. -Quiero que sepa que, en casa, todos los miembros de mi familia, y somos seis contando a mi suegra, absolutamente todos, nos sentimos orgullosos de haber compartido vecindad con su hija. -¿Orgullosos? ¿Por qué? ¿Por ser una buena persona? -Por su valentía. -¿A qué valentía se refiere? -¿A cuál va a ser, señor Levi? -Ah, ya entiendo. Se refiere a su valentía por militar en un grupo terrorista que lucha para liberar de la opresión a los ciudadanos de Villa del Norte, ¿me equivoco? -¡Terrorista? ¡Su propia hija, una terrorista? No profane el recuerdo de una formidable compatriota. Su hija dio la vida por este pueblo. Era una luchadora, no una terrorista. -Exacto. Una luchadora por la paz. -Pues... Sí, este pueblo lucha por la paz. -Mi hija no era lo que usted piensa, Maite. Ainara repudiaba la violencia como medio para conseguir unos determinados fines políticos. Buenas tardes. La mujer recorrió a Rubén con la mirada, de arriba abajo, lenta, lentamente. Una mirada descarada, en la que la periodista creyó ver reflejado el desprecio que le provocaba un vecino tan poco patriota. Rubén sostuvo la mirada de la mujer unos segundos, antes de dar media vuelta y encaminarse a grandes zancadas hacia las escaleras, con Alicia y Sara pisándole los talones; la vecina se introdujo en el ascensor mascullando unos sonidos ininteligibles. El salón de la casa de Rubén volvió a acoger la misma escena que se había representado unas cuantas veces ya en las últimas horas: un invitado sentado en el sillón de orejas, de espaldas a la ventana, y, enfrente, al otro lado de la mesa acristalada, en el sofá, los dos hermanos Levi. -Soy todo oídos, señora. -Le ruego que me tutee, Rubén. -De acuerdo, tuteémonos, Alicia. -Como le... ejem, como te he dicho antes en el portal, la breve conversación que mantuve contigo anteayer me hizo replantearme algunos aspectos de mi profesión y, por consiguiente, de mi vida también... Bueno, más que la conversación en sí, me conmocionó el cuadro que presencié. Vi con mis propios ojos las consecuencias que se derivan de la falta de rigor de la prensa. Y la prensa, en aquellos instantes, estaba encarnada en mí. En una situación tan... tan extremadamente trágica, la más trágica de todas para un padre, me admiró su proceder... tu proceder, lleno de coraje y dignidad. En fin, Rubén, como te he dicho antes en el portal, decidí seguir tu consejo y me apresté a acometer el periodismo de investigación que tú, arrasado por el dolor, reclamabas con tanto énfasis a la prensa. Un llamamiento sobrecogedor. Así que ese mismo día, o sea, anteayer, martes, a primera hora de la tarde, transformada en una periodista de película, uno de esos personajes formidables que invocan la fidelidad a los hechos enarbolando la bandera de la ética, me entrevisté con varios vecinos del Barrio Azul. Así fue cómo me enteré de que Ainara tenía novio. Me sorprendió que el joven no hubiera dado señales de vida –la mujer hurgó en el bolso y extrajo una cajetilla de cigarrillos-. ¿Os importa que fume? Estoy un poco nerviosa, y la nicotina me tranquiliza. Sí, sé que es un excitante, pero como me he convencido de que es un calmante, a mí me calma. Una prueba más de que los mejores calmantes y excitantes los elabora la mente. Los hermanos Levi manifestaron su conformidad con esta afirmación asintiendo al alimón con la cabeza. -¿Os apetece fumar? Sara hizo un gesto de rechazo con la mano, el cual fue secundado de inmediato por Rubén. -Me proporciono mis propios calmantes y excitantes –dijo Sara. La periodista sonrió, dio un par de caladas al cigarrillo, lo depositó en el cenicero que amablemente le tendió Sara, y reanudó su relato. -Como os iba diciendo, me extrañó mucho que ninguno de mis colegas hubiese reparado en David Aragón, con el que, según mi informador, Ainara mantenía relaciones formales desde hacía casi un año. A los periodistas, como a los policías, lo obvio a veces se nos escapa. Mi informador no sabía el domicilio del novio, pero sí sabía quién seguramente lo sabría. Y, en efecto, quién lo sabía y, también, otras cosas, por ejemplo: las credenciales académicas y profesionales de David, sus inclinaciones políticas, así como una buena parte de sus filias y fobias. El mismo día, antes de que anocheciera, me presenté en el domicilio de la familia Aragón: Avenida de los Chopos, número 5, una de las calles de más solera de la ciudad. Estuve unos tres cuartos de hora en la vivienda, enorme y suntuosa, tiempo suficiente para poner a prueba mi capacidad de autocontrol. Perdonen –Alicia introdujo la mano en el bolso y sacó un cuaderno-, la conversación, grabada en un magnetófono, la he transcrito en este cuaderno. Me atendió la madre porque David estaba recluido en su cuarto, aquejado de una depresión monstruosa –Alicia ojeó el cuaderno-. Esa fue la expresión que empleó la madre, dicho lo cual, haciendo gala de un amplio repertorio de aspavientos y registros verbales, empezó a echar pestes contra Ainara –Rubén se removió en el asiento, Sara, rápida de reflejos, lo contuvo posando la mano en su rodilla-, a quien acusó, en tono solemne, de haber engañado vilmente a su hijo, un incauto enamorado que se enorgullecía de tener por novia a una belleza colmada de virtudes; asimismo, expresó, ahora con voz entrecortada, sospechosamente entrecortada, su temor de que Ainara hubiese proporcionado información confidencial a la Organización, la cual, según ella, la banda podía utilizar en cualquier momento para cometer un atentado contra algún miembro de la familia Aragón. Llegado a este punto, la mujer perdió la compostura y empezó a proferir, a voz en cuello, denuestos de todos los calibres contra los asesinos y sus cómplices. Alertado por los gritos de la madre, el hijo abandonó la reclusión de su cuarto e irrumpió en el salón, por cierto, unas tres veces más grande que mi apartamento. Pese a que el rostro de David, demacrado, delataba lo mucho que estaba sufriendo, sus atractivos saltaban a la vista; es un joven guapísimo, mucho más de lo que me imaginaba a tenor de las descripciones que me habían hecho de él mis dos informadores –Rubén cabeceó aparatosamente, al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa esquinada-. No pronunció ni una sola palabra en contra de Ainara. Todo lo contrario. Dijo que cuando se enteró de que ella había muerto en un coche cargado de explosivos, en compañía de dos peligrosos terroristas, fue como si la tierra se abriese bajo sus pies y lo engullera –a Alicia le sobrevino un acceso de tos-. Disculpen. -¿Quieres que te traiga un vaso de agua? -preguntó Sara. -Por favor. Sara salió a la carrera del salón. Rubén, sentado frente a la periodista, dirigía la vista hacia los ventanales del salón, por encima de la cabeza de la mujer, como si tratara de seguir la estela de su pensamiento, el cual, desde hacía unos minutos, merodeaba por la casa de la familia Aragón. Alicia aprovechó la pausa en su relato para examinar al misterioso hombre que tenía delante de ella. Un misterio al que los pormenores que iba conociendo de su biografía, paradójicamente, lejos de descifrarlo, lo hacían cada vez más impenetrable... y muchísimo más interesante. Su amigo Fede, el periodista poeta, tenía razón: “Cuando todo parece haber perdido el interés, Alicia, surge el misterio. Y el misterio siempre azuza las ganas de vivir.” Sara entró en el salón con una bandeja sobre la que campeaban una jarra de agua, un cartón de zumo de melocotón, tres vasos y un plato rebosante de almendras y avellanas tostadas. -Adelante, Alicia, sírvete. Alicia vertió un poco de agua en el vaso, se la bebió de un trago y, a renglón seguido, se llevó a la boca dos almendras, sólo dos. -¿No estarás a régimen? –Preguntó Sara, un segundo antes de morderse los labios-. Perdona. Lamento haber formulado una pregunta tan indiscreta. -Para indiscreción, la mía, que me he presentado aquí sin avisar. No, no estoy a régimen, pero procuro cuidarme. ¿Sigo? -Sí, por favor –dijo Rubén. -¿Por dónde iba? -Hablabas de la reacción de David ante la...la... -Gracias, Rubén –Alicia miró intensamente a su anfitrión, éste, al sentirse mirado de esa manera, abatió los párpados para proteger su intimidad-. Con voz entrecortada, el muchacho me confesó que jamás había albergado ni la más mínima sospecha de que Ainara perteneciera a la Organización, si es que pertenecía, porque, añadió, si se confirmaba que formaba parte de la banda, ni siquiera Meryl Streep hubiese representado de manera tan impecable su papel como ella. La madre, en cambio, aferrada a los hechos, no tenía ni un atisbo de duda. Estaba segura de la militancia de Ainara en la Organización -Rubén murmuró unas palabras ininteligibles-. ¿Sí, Rubén? -Nada, cosas mías, sigue, por favor. -La señora de Aragón, tras quedarse unos segundos ensimismada, dijo haber encontrado retrospectivamente las pruebas que incriminaban a Ainara. Estupefacta, asistí a una demostración del potencial memorístico de la mujer –la periodista leía las notas de su cuaderno-. Recordó el día en que la banda terrorista cometió un atentado mortal en un pueblo campestre de la provincia. “¿Dónde estaba Ainara en aquellos momentos?”, interpeló a su hijo, con los ojos como ascuas. “Y yo que sé, mamá”. Pero ella sí lo sabía. “No estaba contigo”. Y presentó otra prueba, que ella consideraba una evidencia. “¿Qué sucedió durante aquel viaje de estudios de Ainara a la costa del Sureste?”, preguntó vociferante. La irritación se había adueñado de ella, y no trataba de disimularlo. “¿Qué ocurrió, mamá? Dímelo tú que pareces saberlo todo”, replicó el hijo. “Lo sé porque por aquel entonces, mientras por las noches yo suplicaba a Dios que dispusiera las cosas para que ella te diese calabazas, cosa que lamentablemente no hizo, durante el día, a todas horas y en cualquier lugar, tú tratabas de cortejarla con un tesón y un entusiasmo dignos de una mejor causa”. “¿Qué ocurrió, mamá?”, repitió el hijo. “Pues ocurrió que en una localidad playera, cerca de donde se alojaban Ainara y sus condiscípulos, mataron a un militar jubilado. ¿No lo recuerdas?” El hijo negó con la cabeza. “Ella nos lo contó meses después a los dos, aquí, en esta misma sala, como si en vez de un asesinato se tratase de una peripecia vacacional más. No lo recuerdas porque tu memoria se resiste a recordar los hechos que demuestran que, durante todo este tiempo, has estado enamorado de una mujer con una doble vida, una mujer que te ha utilizado de tapadera. Por eso no lo recuerdas”. El hijo hizo mención de replicar a la madre, pero, en el último instante, se mordió los labios. Como la mujer estaba convencida de que Ainara era una terrorista, su memoria se comportaba de acuerdo con este convencimiento. Había visto todo lo que tenía que ver, así que me despedí de los Aragón hasta otro día, una fórmula protocolaria de despedida, porque estaba segura (lo sigo estando) de que no habrá otro día –Alicia guardó el cuaderno en el bolso-. Mientras la madre imprecaba, a grito pelado, a los dirigentes del Partido Nacionalista, a su parecer, los responsables, por omisión, de todo lo que estaba sucediendo en el país, David me acompañó hasta el portal. Antes de despedirnos, me dijo, con voz entrecortada, que el día de la explosión Ainara tenía previsto ir a estudiar a la Biblioteca Municipal a primeras horas de la mañana, y que era su costumbre quedarse allí hasta la hora del cierre. Perdón. Alicia volvió a verter agua en el vaso, tomó un trago y, al comprobar que el cigarrillo se había consumido en el Mediterráneo del cenicero, encendió otro; la pausa fue aprovechada por Rubén para manifestar que no le resultaba novedoso nada de lo que había escuchado hasta el momento. -La madre de David ha reaccionado como es natural en una persona perteneciente a una familia de un talante muy conservador. Además, por lo que tengo entendido, a ella Ainara le parecía poca cosa para su hijo. La señora de Aragón buscaba como nuera a una joven miembro de una familia aristócrata o, al menos, acaudalada, católica o, en el peor de los casos, cristiana, y, obviamente, la hija de un librero judío no cumplía estos requisitos. Tampoco me sorprende la conducta de David, porque, si bien reconozco que, por razones que no vienen al caso, no es santo de mi devoción, jamás he dudado del amor que sentía por Ainara. Lo que le censuro es su cobardía. Ni siquiera ha tenido el valor de darme el pésame. -Quizá lo que escuche a partir de ahora sí que le resulte una novedad, señor Levi, ejem..., Rubén. No me acostumbro a tutearle... a tutearte. -Practique..., perdón, practica. -Practiquemos los dos. ¿Continúo? -Por favor. -Al día siguiente de visitar la casa de la familia Aragón, o sea, ayer, decidí personarme en la Biblioteca Municipal. En efecto, una amable funcionaria me confirmó que Ainara acudía a estudiar allí a menudo, en las últimas semanas había ido casi todos los días. Sin embargo, aunque hice preguntas a mansalva, nadie me proporcionó ningún dato interesante sobre lo que ocurrió la tarde-noche del lunes, minutos antes de la explosión. Y es que lo interesante no estaba dentro del recinto, sino fuera, a escasos metros. Al salir de la Biblioteca, me llamó la atención una vendedora de periódicos de El Sereno que estaba apostada bajo un balcón, entre dos bares, a unos quince metros de la Biblioteca. Una mujer morena, de unos treinta y tantos años, de muy buen ver. Disculpad -Alicia cogió el cigarrillo del cenicero y, tras dar dos apresuradas caladas, reanudó su narración-: La miré, me miró y, al mirar sus ojos mirando los míos, intuí que ella sabía de Ainara bastante más de lo poco que yo sabía, quizá lo que necesitaba saber para que usted... tú supieras, Rubén. Me equivoqué a medias, sólo a medias, porque la vendedora, Encarna Ríos, sí que sabía, tal vez no tanto como lo que yo deseaba, pero sí bastante más de lo que esperaba. Me dijo que, aunque ignoraba su nombre (no lo supo hasta que vio su fotografía en el telediario), conocía a Ainara desde los primeros días en que se estableció laboralmente en aquel lugar, bajo el balcón de la fachada del edificio que separaba los bares La Dehesa y El Remolino. Cómo no iba a conocer a su mejor cliente, la mejor en todos los sentidos, una joven desbordante de amabilidad que cada semana le compraba al menos un ejemplar de El Sereno. Precisamente, el día de autos le había comprado uno. Y entonces fue cuando me reveló lo más importante -Alicia, una excelente narradora, al llegar a este extremo de su relato, hizo una pausa para intensificar el climax, como si relatara un cuento de intriga de Cornell Woolrich. -¿Qué te dijo? –la apremió Rubén. -Que Ainara le compró el periódico la tarde del día de la explosión, alrededor de las siete y media, justo antes de que ella, Ainara, entrara en el bar La Dehesa. -¿Y eso qué tiene de importante? –preguntó Rubén. -Mucho, ahora lo verás. Tu hija iba con las manos desnudas, sin libros, de lo cual se desprende que pensaba volver a la Biblioteca a reanudar su sesión de estudio. Seguramente, había hecho un descanso para tomar un refrigerio. Al cabo de unos minutos, Encarna tuvo unas palabras con dos hombres fornidos, uno de ellos, de prominente nariz, ojos saltones y cejas pobladas y juntas (llevaba gafas oscuras, pero se las quitó cuando estuvo a un palmo de ella), descripción que coincide con Fran, alias Cejijunto, y con muy pocos individuos más, o sea, que era Cejijunto. Los dos hombres entraron en La Dehesa, y tres cuartos de hora más tarde, Ainara salió apresuradamente del bar, saludó a Encarna con un hasta luego, y se encaminó a la Biblioteca. Había entrado en La Dehesa a las siete y media para tomar un tentempié, y permaneció en el bar una hora. En ese momento, Encarna decidió dar por concluida su frustrada jornada laboral. Frustrada porque no consiguió vender la cifra mínima que ella se obliga a vender a diario antes de marcharse a casa. Y esto es lo que quería contarte... contaros. ¿Qué os parece? -Déjame que asimile la información –dijo Rubén. -¿No os llama la atención nada? -Ainara permaneció demasiado tiempo en el bar –observó Rubén. -¿A qué hora cierran la Biblioteca? –preguntó Sara. -A las nueve –respondió Alicia. -No tiene sentido que, a una hora y media del cierre, hiciese un descanso de una hora. -No, no lo tiene –corroboró Alicia-, salvo que en el bar se encontrara casualmente con un antiguo compañero de estudios, tal vez un amigo al que llevaba tiempo sin ver. -Algunos de tus colegas difamadores –intervino Rubén haciendo de abogado del diablo-, podrían interpretar la permanencia de Ainara en La Dehesa como algo que estaba previsto, o sea, que se había citado con Teo y Cejijunto. -¿Y dejó los libros dentro de la Biblioteca? –preguntó Alicia. -Para disimular –apuntó Rubén. -No tiene ni pies ni cabeza –dijo Sara. -Para nosotros no lo tiene, Sara, claro que no, pero ellos, persuadidos de que Ainara era una terrorista, seguro que le encontrarán los pies, la cabeza, las manos y la cola si es preciso. Es a ellos a quienes tenemos que convencer, no a nosotros mismos. -Dentro de La Dehesa, alguien, algún camarero o cliente, tuvo que ver lo que pasó entre Ainara y los dos terroristas; por ejemplo, si los dos hombres, en cuanto entraron en el establecimiento, se dirigieron hacia la mesa o el lugar del mostrador donde estaba sentada ella, o si se vieron más tarde, de casualidad. Ya he averiguado el nombre del camarero que atendió la barra entre las cuatro y las diez. Se llama Serafín. A las ocho, terminó la jornada otro camarero, Joseba, y le sustituyó un muchacho, Mikel, que trabaja por horas. Yo creo que nuestro hombre es Serafín. Ayer no pude hablar con él porque tenía el día libre. Si Serafín vio y escuchó lo que yo me imagino, dispondríamos de pruebas suficientes para que, al menos, el director de El Diario de Actualidad aceptase publicar mi versión de lo sucedido. Una versión que, en síntesis, es la siguiente. ¿Os apetece escucharla? -Adelante, Alicia –respondió Sara. -¿Rubén? –éste, abstraído, asintió sin demasiado entusiasmo. -Yo creo que uno de los terroristas, probablemente el más joven... ¿Me escuchas, Rubén? Rubén no había oído la pregunta. Estaba repasando mentalmente las escenas que precedieron a la tragedia: Ainara entra en la cafetería a tomar un refresco, al cabo de unos minutos irrumpen los dos terroristas, entablan conversación con ella, se ofrecen a llevarla en coche hasta el barrio y... Rubén sintió que su hermana le zarandeaba por el hombro. -¿Qué...qué ocurre? -Alicia nos está hablando. -Perdona, me he distraído. Adelante, Alicia. -La secuencia de los hechos, en mi opinión, es más o menos la siguiente: el terrorista más joven, Teo, que conocía a Ainara, tal vez fue compañero suyo en el colegio o la universidad, al verla en La Dehesa, se dirige a saludarla, charla un rato con ella y, antes de despedirse, le ofrece viajar con él y su amigo en el coche, ya que adonde van, el Barrio Azul les coge de paso. Ainara, ignorante de la militancia de Teo en la banda terrorista, acepta la invitación, y se encamina a paso rápido a la Biblioteca a recoger sus libros... -Y, minutos después, al detenerse el vehículo en la calle Azul para que se apeara Ainara... -Se produce la explosión –remató la frase Alicia. -Tu versión coincide con lo que nos ha contado Jesús. -¿Quién es Jesús? –preguntó Alicia. -El abuelo de Teo. Estuvo aquí hace un par de horas, de visita, y nos dijo que su nieto, en sus tiempos universitarios, estuvo enamorado de mi hija. Alicia dio un respingo. -Todo encaja. Por eso la invitó a que fuera en el coche con ellos. No obstante, este testimonio no nos conviene divulgarlo, ya que con toda seguridad sería utilizado por un sector mayoritario de la prensa en la dirección contraria a nuestros intereses. A saber: un par de terroristas enamorados, dos asesinos natos, cuya jornada laboral consiste en cometer atentados, y bla, bla, bla. El periodismo amarillo, por desgracia, tiene mucha demanda en este país. -¿A qué país te refieres, Alicia? –preguntó Rubén. -Al nuestro. ¿Crees que el abuelo de Teo revelará a la prensa lo que os ha contado a vosotros? -No lo creo. -Si lo hiciera, Rubén, las cosas se pondrían muy feas para nuestros intereses. A Rubén no le pasó inadvertido el adjetivo posesivo pronunciado dos veces por Alicia en un minuto: nuestros. La periodista había adoptado como suya la causa de Ainara. ¿A qué se debería este cambio drástico de actitud? -A la opinión pública –agregó Alicia al cabo de unos segundos de concentrado silencio- no la convenceremos con testimonios como el del abuelo de Teo; pero quizá sí lo consigamos con los testimonios de algunos camareros y clientes de La Dehesa. ¿Vamos para allá? Tengo el coche aparcado a una manzana de aquí. -Vamos. -Son las siete de la tarde.... Si Encarna no ha vendido todavía sus cuarenta periódicos, tendrás ocasión de conocerla. Cuando empiece a hablar, conviene que no la interrumpamos. Es una de las innumerables personas de este país que arde en deseos de ser escuchada. Nosotros, hoy, satisfaremos sus deseos. Es graciosa hablando y, además, tiene algo importante que contarnos. Por lo que comprobé ayer, conviene no apremiarla demasiado, se toma su tiempo; pero, cuando lo considere oportuno, dirá lo que tiene que decirnos, que, como podréis comprobar, tiene su importancia. -¿Y si lo considerara inoportuno? -Entonces, sobre la marcha, le recordaremos que la oportunidad de la consideración es aquí y ahora. -Voy con vosotros, Rubén –dijo Sara. El olor a lavanda que impregnaba el interior del coche de la periodista le hizo recordar a Rubén una vivencia que, desde hacía años, moraba en el trastero del olvido. El Opel Kadett de Matilde también olía a lavanda, y sus labios y sus pechos y su... ¿Qué hacía de madrugada en aquel coche, enredado en los brazos de aquella mujer? ¿Dónde estaba Arantxa entonces? Por alguna extraña razón, la memoria se empeñaba en retrotraerle a uno de los episodios más aborrecibles de su vida. ¿Por qué? ¿Para distraerle del aquí y ahora? ¿Y por qué la memoria pretendería apartarle del momento presente? Y antes de que Rubén se dispusiera a desentrañar los móviles ocultos de su memoria, una respuesta de procedencia incierta se insinuó en su pensamiento: “Porque la memoria ha comparado las circunstancias actuales con los recuerdos más amargos que guarda entre sus fondos, y no ha encontrado nada remotamente semejante, nada, ni siquiera la muerte de Arantxa (las muertes anunciadas son menos traumáticas). Por eso te muestra una y otra vez las imágenes del asiento trasero del Opel Kadett.” Rubén se sintió decepcionado con su memoria. No era tan sabia como él suponía. El zafio espectáculo de la fulana (y el fulano) no le ahorraba sufrimientos, se los multiplicaba. Prefería encenagarse en el sufrimiento presente, un sufrimiento atroz, sí, pero genuino, en vez de remontarse a un episodio del pasado en el que se reveló lo peor de sí mismo. ¿Qué hacía en aquel coche, encima de una mujer, tan escultural como artificiosa? Una pregunta que se respondía por sí misma. Estaba manteniendo relaciones sexuales con ella. Sí, pero ¿por qué? ¿Acaso no le satisfacía sexualmente Arantxa? Pues claro que le satisfacía. Con Arantxa, el coito iba más allá del apareamiento entre dos seres cegados por la pasión; cuando el sentimiento guía al instinto, el orgasmo se convierte en una sensación inefable que trasciende el placer físico; es mucho más que placer, el sexo, con amor, para Rubén, era el éxtasis. El éxtasis que él sólo había sentido dentro de Arantxa. Cuando se ama de verdad a una persona, ella es la mejor en la cama. Entonces, ¿qué diablos hacía fornicando con Matilde en el asiento trasero de un coche? ¿Por qué recordaba ahora tan vívidamente los rasgos faciales de aquella mujer, el tacto mullido de sus senos, sus impudorosas caricias, sus contorsiones, sus gemidos? ¿Por qué? ¿Porque tenía dos tetas? Sacudió la cabeza de izquierda a derecha, y se obligó, por Ainara, a centrarse en el aquí y ahora. Tiempo habría para atormentarse por los errores cometidos en el lejano ayer. Tenía todo el tiempo que le quedaba por vivir. El tiempo de las lamentaciones había empezado para él. Un tiempo que seguramente se prolongaría hasta el final de los tiempos. -¿Os importa que abra la ventanilla? –preguntó mientras Alicia pugnaba por sacar el coche del trozo de asfalto donde lo había encajonado un camión cuyo remolque lamía el parachoques del Volkswagen Golf de la periodista. Una pregunta ociosa. ¿Cómo les iba a importar? Rubén constituía ahora el objeto de los desvelos de las dos mujeres. Rubén abrió la ventanilla, inspiró hondamente, espiró despacio, muy despacio, y la imagen de Matilde se evaporó. En cuanto el Golf dejó atrás la calle Azul, Alicia les dijo a los dos hermanos que su película de los hechos se la había expuesto al director del periódico, pero que éste se había negado a publicarla, ni siquiera dejándola caer como si se tratase de la hipótesis formulada por un testigo. -Él, amparándose en los manuales de texto, sostiene que el periodismo consiste en informar, no en aventurar hipótesis. -Dígale..., dile de mi parte –observó Rubén, mientras su memoria trataba de desprenderse de las reminiscencias que venían asociadas al olor a lavanda que flotaba en el coche- que se aplique el cuento para que su diario informe con rigor. O sea, que no adjudique irresponsablemente el calificativo de terrorista a una víctima inocente. -La prensa debería obrar con mucha prudencia porque, en un minuto, tiene el poder de destruir la reputación que una persona de bien se ha labrado a lo largo de... de... veintidós años –añadió Sara. -Si el camarero confirma mi tesis, confío en que el director cambiará de opinión. Ya me encargaré yo de apretarle las clavijas. -Un director muy influenciable, ¿no? –apuntó Sara. Alicia frenó bruscamente delante de un paso de cebra para dejar cruzar a una pareja de ancianos, y aprovechó el moroso caminar de los dos peatones para encender un cigarrillo. Un automovilista impaciente hizo sonar la bocina de su coche, Alicia dio un par de fulgurantes caladas al cigarrillo, lo apagó en el cenicero, y presionó suavemente el pedal del acelerador. -Hemos sido amantes hasta hace poco. Ahora estamos atravesando una crisis –confesó con una voz lánguida al cabo de unos segundos de silencio mientras trataba de captar, a través del espejo interno del coche, la reacción de los Levi a sus palabras. Sara no pudo impedir que en su rostro se dibujase una mueca de sorpresa, provocada más por el hecho de que la periodista revelara aspectos tan íntimos de su vida a los Levi, al fin y al cabo dos desconocidos, que por el contenido de su declaración; Rubén, imperturbable, deslizaba los ojos por el paisaje urbano que pasaba por delante de la ventanilla. Un paisaje desolador en el que, fugazmente, se distinguían, adheridas a las cristaleras de algunos comercios, las fotografías de los dos terroristas muertos en la explosión, y, ay, en un visto y no visto, a Rubén también le pareció vislumbrar la imagen de Ainara, una reproducción ampliada de la foto del documento nacional de identidad. Se frotó los ojos, y volvió a fijar la vista en un punto del exterior. Árboles, farolas, contenedores de basuras y escaparates, muchos escaparates, pasaron velozmente por su campo visual, ninguna imagen de Ainara. Entornó los párpados, los entreabrió. Árboles, peatones, contenedores, farolas, escaparates... Ainara. Sí, no había duda, era ella, pegada a la cristalera de la sucursal de una entidad bancaria, elevada por los fanáticos de turno a los altares de mártir por la patria. Sintió que la sangre le hervía y las hormonas se desbocaban. Alzó el puño derecho y se golpeó la palma de la mano izquierda al par que mascullaba un improperio. -¿Te pasa algo, Rubén? –preguntó Sara. -En Villa del Norte la desfachatez campa por sus respetos. Nos hemos acostumbrado a vivir en medio de la barbarie, y consideramos normal lo que debería escandalizar a cualquier persona de bien. -¿A qué te refieres? -Mira por la ventanilla y dime qué ves. -Veo casas, árboles, peatones... En movimiento resulta difícil distinguir a alguien con nitidez. ¿Qué es lo que has visto, Rubén? -He visto a Ainara, flanqueada por los rostros patibularios de dos terroristas. Una ciudad cuyas calles lucen sin rubor las fotos de unos asesinos, es una ciudad degradada en la que impera la ley de los sin ley, o sea, la barbarie. Para una vez que el rostro de una víctima figura en un cartel, se trata de un clamoroso error. Han confundido a la víctima con una victimaria. Y con las fotos de los verdugos impresas en su retina, un aniquilador sentimiento de derrota se abrió paso como una cuña en la mente de Rubén: “Este pueblo está corrompido hasta los tuétanos. Aquí, salvo honrosas excepciones, el que no es un miserable, es un cobarde o un egoísta, o, quizá, un miserable y un cobarde y un egoísta al mismo tiempo. ¡Independencia! Independizarse, ¿de qué? De ti, hija mía, los violentos ya se han independizado. ¿Pretenderán independizarse también de la dignidad que encarnan los excepcionales conciudadanos que salvan cada día a esta sociedad de la barbarie más absoluta? Además de cómplices de unos asesinos sin escrúpulos, son unos redomados imbéciles”. 33 En la puerta de La Dehesa, Alicia saludó efusivamente a Encarna, quien, fiel al deber que ella misma se había impuesto cuando inició su etapa laboral como vendedora de El Sereno, permanecía en su puesto de trabajo porque todavía le quedaban tres ejemplares para alcanzar el objetivo mínimo que se fijaba cada mañana al salir de casa: cuarenta periódicos. Lo normal era que, para las siete de la tarde, la mujer hubiese sobrepasado esa cifra; pero, en los últimos días, lo normal se había convertido en lo anormal. Encarna no daba pie con bola en su quehacer laboral. El regreso de su amor marinero, Valentín, después de tres meses navegando por esos mares de Dios, había sido tan apoteósico como siempre, y, sin embargo, esta vez, con el apetito sexual pletóricamente satisfecho tras un trimestre en ayunas (ella era mujer de un solo hombre), su ánimo llevaba más de sesenta horas a ras de tierra, y con el ánimo por los suelos, no hay trabajador que rinda de acuerdo a sus posibilidades, no, no lo hay. Aunque en los dos últimos días, a trancas y barrancas, había conseguido vender las cuatro decenas de serenos que su estima profesional le exigía como tributo diario para mantenerse en forma, era consciente de que se había desempeñado como una vulgar vendedora que se limita a cumplir el expediente sin pizca de gracia. “Te cuesta más vender porque la proximidad de las vacaciones de verano vuelve a la gente más precavida a la hora de gastar”, razonaba Valentín para insuflarle ánimos. “No, Valentín, no es eso”. “Quizá sea la inminencia de las rebajas de verano”. “No, Valentín, tampoco es eso”. “Entonces, ¿qué es?” “Soy yo, Valentín”. “¿Tú? Enferma no estás, Encarna, que bien que te lo he notado en la cama”. “En la cama, en tus brazos, me olvido hasta de que existo, mi amor; pero, luego, cuando me incorporo y vuelvo a mis labores más... más ordinarias, no me reconozco, Valentín”. En la calle, sin Valentín, Encarna notaba a su moral en lo más bajo de las bajuras, desmoralizada, lejos de su lugar natural, en lo más alto de las alturas, pareja con la alegría. Y así, claro, se puede hacer el amor con el hombre al que amas, para eso sólo tienes que dejarte amar; pero, ay, vender periódicos al estilo Encarna, o sea, canturreando pasodobles, rumbas y zarzuelas, es poco menos que imposible. La alegría genuina es la fortuna de Encarna, y, hoy, todavía bajo el influjo del dolor que le produjo la noticia de la horrible muerte de su mejor cliente –sólo pudo saber su nombre después de muerta-, se siente una infortunada. Por poco tiempo. La alegría de Encarna, una fuerza incontenible, constituye el rasgo más acendrado de su carácter, y, además, alguien dentro de su cabeza le acaba de recordar que los difuntos necesitan que los vivos los recuerden con alegría, pues sólo así sobreviven a la muerte del olvido, la muerte más mortal de todas. -¿Es usted el padre de Ainara, la muchacha de mirada bondadosa de la que sólo pude saber su nombre cuando ya era demasiado tarde para que ella me lo dijera en persona? –preguntó de un tirón Encarna, con los ojos húmedos, cuando Alicia le presentó a Rubén. -Sí, señora. -¡Señora? Me hace usted sentirme importante, casi tanto como cuando su hija se dirigía a mí para comprarme un periódico –la mujer se santiguó-. Que Dios la tenga en su Gloria, que la tendrá si es Dios y tiene una Gloria. ¿No se hizo hombre para que el hombre tuviese la oportunidad de convertirse en Dios? -Encarna guardó silencio mientras miraba alternativamente los ojos de sus interlocutores. -¿Esperas que te respondamos? –preguntó Alicia. -Si tienen respuesta, encantada de escucharla; en realidad, trataba de encontrarla dentro de mí misma. -¿Y? –interrogó Sara. -Yo admiro muchísimo a Jesucristo. Creo que es el personaje más importante de la historia universal. Y no lo admiraría tanto si lo tuviera por mentiroso. Si dijo la verdad, es Dios, y si es Dios, tiene una Gloria, y si tiene una Gloria, entonces, Ainara está allí, gozando de la eternidad. Ella, me refiero a su hija, siempre me decía señora. Al principio, señora a secas, luego, señora Encarna. Hasta el día de hoy, es la única de mis clientes que me ha dado ese tratamiento. Señora. ¿A que suena bien? -Suena de maravilla –corroboró Alicia. -Le acompaño en el sentimiento, señor, aunque el pésame lo hago extensivo a toda la sociedad. Personas como su hija no deberían morirse hasta cumplir al menos los cien años. No consigo quitarme de encima el pesar que me ha producido su muerte. Me duele en lo más profundo de mi alma, y qué dolor, la madre que lo parió al dolor. El dolor, en esta capital, se siente a sus anchas. Por eso se reproduce tanto. -Muchas gracias por sentir ese dolor, señora. Ya somos dos los clientes que le otorgamos ese tratamiento. Deme uno. -¿Un periódico? -Sí. -Deme otro, señora. Ya somos tres –dijo Sara. -Y yo me quedo con el último, señora. Ya somos cuatro –anunció Alicia esbozando una formidable sonrisa blanquísima, como si sus dientes hubiesen sido remozados por un pintor de brocha fina- entretanto miraba de soslayo a Rubén, a quien la indiscutible belleza de la periodista, cada vez más perceptible para sus enervados sentidos, le había hecho recordar unas palabras leídas o escuchadas recientemente en la librería: “La belleza sólo le pertenece a quien la entiende, no a quien la posee”. Rubén había entendido la belleza de Alicia y, por lo tanto, le pertenecía, al igual que le pertenecían otras bellezas más bellas. Y los rasgos faciales de Arantxa, superpuestos a los de Ainara, ocuparon fugazmente su pensamiento. -Qué amables son ustedes. En contra de las apariencias, yo soy de las personas que piensan que en este país hay más gente buena que mala, lo que pasa es que los malvados meten tanto ruido como unos elefantes en una cristalería. Los buenos, por el contrario, cuando entran en esa misma cristalería, examinan el género con exquisito cuidado, como... como... gatos sigilosos que temen hacer ruido. -Ojalá ese símil tan gráfico que ha utilizado estuviera inspirado en la realidad de todos, no en su realidad particular –dijo Rubén. -Tal vez la realidad particular de Encarna sea la verdadera realidad, la misma realidad que nosotros no vemos porque tenemos los ojos velados por el sufrimiento –reflexionó en voz alta Sara sumiendo a Rubén y a Alicia en un elocuente silencio. -Bueno, señores, ha sido un placer conocerles –dijo Encarna-. Gracias a ustedes, acabo de terminar mi jornada laboral. Por hoy he cumplido. Me marcho a casa. Allí me aguarda mi amor marinero, Valentín, o, si lo prefieren, mi amor camarero. No vayan a pensar que Valentín es un capitán de la Marina Mercante o un marinero de la Armada, él, en el barco mercante, se dedica a servir la comida y los cafés y a lavar los cacharros. No obstante, gana lo suficiente para los dos, por eso está emperrado en que deje el trabajo de vendedora callejera. Pero me niego a hacerlo, por un par de razones. Primera, porque no quiero ser una mantenida; y segunda, porque nunca sabes lo que te puede deparar el porvenir. Hoy estamos aquí, mañana allí; hoy nos aman, mañana nos odian... El presente es lo único seguro, y a eso me aferro. Y el presente, ahora, me espera en casa. Ojalá me esperara también algún mocoso, pero, a mis años, la maternidad empieza a convertirse en un sueño imposible, y no crean que no lo he intentado y lo intento. En fin, cosas de la vida... Volviendo a mi amor marinero y camarero, a Dios gracias, él regresa siempre de sus travesías por el otro lado del Atlántico tanto o más apasionado de lo que se fue, y eso que normalmente la que le recibe es una mujer un poquito más gorda de la que le despidió. Antes, estaba obsesionada con perder peso, pero, gracias a Dios, la experiencia me ha enseñado lo que, con menos vanidad, tenía que haber aprendido hace unos cuantos años, cuando mi madre trataba de enseñarme lo que la vida le había enseñado a ella, a saber: que luchar contra las leyes por las que se rige tu organismo es una empresa condenada al fracaso... y a la destrucción de tu dignidad como persona. Si te enfrentas a tus esencias, corres el riesgo de perderte en el intento. Yo corrí inconscientemente ese riesgo durante unos meses, hasta que fui consciente del riesgo que corría. Y es que lo mío, señoras, señor –la mujer separó los brazos del cuerpo, los extendió en cruz y, puesta de puntillas, giró sobre sí misma, como una peonza-, es un proceso natural, no un exceso de comida o una falta de ejercicio. No sé cómo reaccionaría mi Valentín si conviviéramos todos los días del año, tal vez, entonces, mis michelines le quitarían las ganas de mí, quién sabe lo que sucedería. Pero como no disponemos de tiempo para aburrirnos el uno del otro, las semanas que pasamos juntos las vivimos como si fueran una luna de miel. Bueno, hablando con... con... No me sale la palabra. -¿Propiedad? –apuntó Alicia. -Eso. Hablando con propiedad, habría que decir las noches, maravillosas noches, que pasamos juntos cuando él está de permiso, ya que durante el día, mientras yo estoy aquí trabajando, él está de jarana con sus amigos, marineros mercantes como él. Atracó en el puerto anteayer por la tarde, y, pese a que venía rendido de tanto navegar y yo estaba muy afectada por lo de su Ainara –Encarna miró intensamente a Rubén con unos ojos en los que la sensibilidad había depositado toda la piedad que había reunido en sus adentros-, nos deseábamos tanto, que, pese a nuestros respectivos avatares, a los cinco minutos de vernos ya estábamos haciendo eso..., lo que hacemos todos, unos más que otros, y otros mejor que unos, eso, lo universal. Después de tres meses sin catarlo, no se imaginan ustedes las ganas que le tengo, casi tantas como las que me tiene él a mí. Si me necesitan el sábado o el domingo, pueden encontrarme en el número diez de la calle del Aire, en el segundo piso, mano izquierda. Si no contesto, insistan, estaré dentro, entre las sábanas de mi calentita cama. Y, ahora, si me lo permiten... Encarna besó a las dos mujeres y tendió la mano a Rubén, éste se la llevó a los labios y le estampó dos besos en el dorso, que enrojecieron instantáneamente las mejillas de la vendedora. -Gracias, señora Encarna. -¿Me da las gracias? Las gracias debo dárselas yo a usted. -¿Usted a mí? Yo no he hecho nada... -¿Le parece poco haber traído al mundo a una muchacha como Ainara? Le reitero mi pésame. No sabe cuánto lo siento, señor Levi. Le deseo toda la suerte del mundo en su lucha por restablecer la verdad. La necesita, la necesitamos. En tanto el alma de Ainara no descanse en paz, la atmósfera social de esta ciudad continuará envuelta en una... una... Busco una palabra diferente a la que me ha venido a la cabeza, pero no la encuentro. -Pues no la busque. Diga lo que se le ha ocurrido. -Es una palabra sucia, señor Levi. -Acorde con la atmósfera que se respira en esta ciudad -En una nube apestosa... -¿Esa es la palabra sucia, Encarna? -No. La palabra sucia era mierda. -Una nube de mierda. Una metáfora muy apropiada, Encarna, para describir la atmósfera social en la que estamos sumergidos. -Ya me ha contado esta señora –Encarna señaló a Alicia con la barbilla- lo que han hecho los medios de comunicación con su hija. ¡La madre que los parió! Me enteré por el telediario de que habían muerto tres terroristas en la explosión del Barrio Azul, pero jamás se me pasó por la cabeza que una de las víctimas fuese su hija –la mujer volvió a santiguarse- ¿Cómo iba a relacionar a una joven tan dulce y amable con una banda de criminales? Ver para creer. ¡Terrorista ella! ¡La madre que los parió! Qué porquería de prensa tenemos en este país. En El Sereno no hacemos esas cosas. Procuramos tratar a la gente como se merece, no como creemos que nos merecemos nosotros para vender más periódicos. En fin... Llámeme cuando lo desee, señor Levi; cuente conmigo para lo que quiera, si fuera necesario ir al quinto infierno a defender el nombre de su hija, no sería yo la que se achantaría, ya lo creo que no. Hoy, estaré muchísimo más ocupada que ayer, ya sabe, Valentín, mi amor marinero y camarero ha vuelto, pero le juro por Dios que renunciaría con sumo gusto al gusto sumo... ¿Con sumo gusto al gusto sumo? Se me ha desatado la lengua, y ya no sé lo que me digo. -Por lo que a mí respecta, puede seguir usted sin saberlo –dijo Rubén-, le aseguro que a mí resulta muy elocuente lo que dice. -Es usted muy amable, señor Levi... Prosigo. Bueno, proseguiré si me acuerdo de por dónde iba... Ah, sí. Renunciaría a... a mis horas universales si mi humilde persona pudiera ayudar a la causa de su hija, que Dios la tenga en su Gloria –Encarna colocó el taco de periódicos entre el brazo y el costado, juntó las dos manos, palma contra palma, alzó la vista al cielo y bisbiseó un Padrenuestro, recitado para sus adentros por Alicia y Sara. Rubén, emocionado por la generosa disposición de la mujer, la contempló extasiado durante la oración. Sí, es verdad que, entre las bambalinas del escenario de la ruindad, viven en el anonimato muchas personas bondadosas. Ellas son las que mantienen en marcha el motor de la vida humanitaria. -Tendremos en cuenta su ofrecimiento, señora -dijo Rubén cuando Encarna pronunció el amén-. Ha sido un placer. Ah, por cierto, usted está tan gorda como Marilyn Monroe, la actriz más sensual de todos los tiempos. -¿La auténtica Marilyn? -La auténtica. -¿La rubia? -La rubia. -Le va a crecer la nariz, señor Levi, y sería una lástima porque, para mi gusto, tiene la longitud perfecta. -Me recuerda a Marilyn en una película que salía de morena, creo recordar que se titulaba Me siento rejuvenecer –Rubén se tocó la punta de la nariz-. Sigue en su sitio. -La que se siente rejuvenecer soy yo. Un millón de gracias. Ha sido un honor, señoras, señor. Sara volvió a besar a Encarna, Rubén inclinó el tronco ante la mujer, como si fuese un subordinado adulador que inclina servilmente la cerviz ante su jefa. Como si, porque el gesto reverencial de Rubén había nacido en esa zona simbólica del ser humano donde se gesta lo más auténtico, que, a falta de un nombre más apropiado, llamamos corazón. -Se me van a salir los colores. Un hombre como usted haciendo una reverencia a una mujer como yo. -Sí, Encarna, una mujer como usted. Si creyera en Dios, me despediría con el deseo de que Él la bendiga. -Deséelo, señor Levi. Yo sí creo en Dios, y estoy segura de que su Ainara está ahora gozando de su Presencia –Encarna alzó la vista al cielo al par que se santiguaba. -Que su Dios la bendiga, Encarna. -Mi Dios, el Dios de todos. Gracias, señor Levi, un millón de gracias... ¡Contra! –Encarna se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho-. Ayer se me olvidó decirle... ¿Alicia? -Alicia. Y tutéame. -Eso sí que no. Jamás tutearé a una clienta. -¿Tampoco a una amiga? -¿Amiga? La periodista asintió con la cabeza. -¿Tan pronto? -Tan pronto. Un amiga naciente, pero amiga. El bebé recién nacido también es humano, ¿no? -Me has convencido. -¿Qué se te olvidó decirme ayer? Los dos hermanos Levi aguzaron el oído. Por alguna razón racionalmente inexplicable intuyeron que Encarna iba a decir algo importante, como en esas novelas de intriga en las que un detalle en apariencia banal le sirve al detective protagonista, sólo a él, para resolver un enigma hasta ese momento indescifrable para todo el mundo, incluidos los lectores del libro. -Se me olvidó decirte que, tras el altercado con los dos hombretones, oí que uno le decía al otro: “Vamos, entremos en uno de estos dos bares”. En principio, parece una frase insustancial, pero, después de hablar con usted.... contigo, y volver a recordar todo lo que sucedió la otra tarde, consideré que la frasecita tenía su importancia, ¿no lo creen ustedes así? –la vendedora dirigió la vista hacia Rubén. -¡Claro que lo creo! Es usted... Eres muy avispada. Si a los dos sujetos les daba igual entrar en un bar que en otro, eso significa que no habían concertado ninguna cita con nadie, tampoco con Ainara –dedujo Rubén, con una mirada en la que su hermana creyó distinguir un leve resplandor-. Es muy importante lo que nos acaba de contar, Encarna, se lo aseguro, importantísimo. Rubén tendió la mano a la vendedora de El Sereno. Encarna la estrechó y, sin soltarla, inclinó ceremoniosamente el tronco hacia delante y estampó dos estruendosos besos en el dorso. Unos besos cuya sensación la memoria táctil de Rubén conservaría vinculada a la palabra altruismo hasta el fin de sus días. 34 La Dehesa estaba abarrotada de parroquianos. Era la hora habitual en la que los chiquiteros del barrio, cumplida su jornada laboral, se dedican a recorrer en cuadrilla los bares de la zona antes de recluirse en la penumbra del salón de sus respectivas casas, junto a los miembros de su familia, casi siempre en silencio, a ingerir, durante dos o tres horas, la ración de televisión que necesitaban para conciliar el sueño, y afrontar así, con renovadas fuerzas, a la mañana siguiente, las exigencias de un nuevo día que, sin embargo, para un buen número de ellos, será un calco de los precedentes. Alicia preguntó por Serafín a una joven llamativamente uniformada, con más pinta de corista que de camarera, quien, bandeja en mano, se dirigía a la barra a encargar los pedidos realizados por los clientes que ocupaban la mayor parte de las mesas circulares de mármol distribuidas simétricamente por el local. -Es el que lleva perilla y bigote –le indicó la muchacha, cuyos rasgos faciales le recordaron a Alicia a los de una de las modelos con las que se había entrevistado para elaborar el reportaje denuncia sobre la anorexia que El Diario de Actualidad había publicado semanas atrás en las páginas centrales. Quizá fuera la misma persona, y ahora se veía obligada a practicar el pluriempleo para poder pagar el préstamo hipotecario del piso que había comprado con su novio, o, tal vez, en el tiempo transcurrido desde entonces, había ganado dos o tres kilos de peso y los gurús de la moda la rechazaban por gorda. La joven, muy maquillada, subida a unas sandalias de cuña, iba enfundada en un traje chaqueta cuya falda apenas cubría la mitad de sus delgadísimos muslos. Serafín se encontraba detrás de la barra, al fondo, despachando vinos a una dicharachera cuadrilla de hombres que comentaban, a grito pelado, las incidencias de los partidos de fútbol disputados durante el fin de semana. -Voy a hablar con él. ¿Me acompañáis? -Vete tú. Te esperamos ahí –Rubén señaló la mesa, situada junto al ventanal, que acababa de dejar libre una pareja de ancianos. Alicia, recurriendo a una protocolaria fórmula que a ella rara vez le había fallado: “Perdonen... Muchísimas gracias”, dicha con una voz deliberadamente sensual, se hizo un hueco entre el grupo de parroquianos, y clavó los ojos en Serafín, quien, botella en mano, se encontraba vertiendo vino tinto en el último vaso de la larga hilera que tenía alineada ante sí; el camarero, al sentirse mirado, alzó la cabeza y miró hacia donde le miraban. -¿Serafín? El camarero asintió con la cabeza y, a renglón seguido, se aproximó a la mujer. -Me llamo Alicia, y soy periodista de El Diario de la Actualidad. ¿Puedo hablar con usted un par de minutos? -¿Conmigo? ¿Qué tengo yo de interés para un periódico de la importancia del suyo? -A lo mejor, mucho. Me interesaría hablar con usted sobre las víctimas de la explosión ocurrida el lunes en el Barrio Azul. -Ah, es por eso. Ya me dijo un compañero que una periodista había preguntado por mí. ¿Es usted? -Yo soy. Me llamo Alicia Ramos, y trabajo en El Diario de Actualidad. ¿Le importa que le haga unas preguntas? No le entretendré mucho. Se lo prometo. -No es el mejor momento –Serafín señaló con el mentón a izquierda y derecha-. Ahora me es imposible dejar la barra, hay muchos parroquianos. -¿Podrá dejarla en algún otro momento? -Tal vez dentro de media hora. -Esperaré. Estoy en la mesa del fondo a la derecha, junto a aquella pareja. Son los hermanos Levi. ¿Le suena el apellido? A Alicia le pareció que la pregunta había incomodado al camarero. ¿Sería una impresión equivocada? -Pues sí... Me suena –Serafín se rascó la barbilla-, lo que no acierto a recordar es de qué. “No, no era una impresión equivocada”, se dijo Alicia. El camarero disimulaba muy mal. Era obvio que conocía a Ainara Levi. -Probablemente, le sonará de haberlo leído en el periódico o escuchado en la televisión. -Quizá en la tele, sí... Dígame al menos de qué se trata. Un adelanto para despertar mi interés. -Aquel hombre –Alicia apuntó con el índice a Rubén- es el padre de la muchacha que murió en la explosión del Barrio Azul. -¿Y qué tiene que ver eso conmigo? –preguntó el camarero mientras pasaba enérgicamente un trapo por la barra de mármol, tan reluciente como un espejo. -La muchacha, Ainara, era cliente habitual de esta casa. ¿No lo sabía? -Sí, una compañera me dijo que había muerto en la explosión –dijo Serafín mirando de reojo a la mujer. -Sabe de quién le estoy hablando, ¿verdad? El camarero frunció el entrecejo, al mismo tiempo que entornaba los párpados y las mejillas se le coloreaban como un pimiento. -Por desgracia, sí que lo sé; vi la fotografía que publicó la prensa. Era una terrorista, ¿no? -No. -¿No? -No. -Es para hoy, camarero –el miembro de una cuadrilla reclamaba la atención de Serafín. -Le espero allí. Alicia se dirigió a la mesa donde estaban sentados Rubén y Sara. -¿Alguna novedad, Alicia? -Hablará con nosotros dentro de unos minutos, en cuanto se despeje el local. No hemos elegido el mejor momento para venir. Es la hora de máxima afluencia en el bar. La camarera, seguida por las miradas lascivas de varios parroquianos, acudió presta a tomarles nota de lo que deseaban tomar. Pidieron tres cafés con leche y un par de botellas de agua. -He sido invitada al programa de debate Entre Tirios y Troyanos que se emite mañana por la noche –anunció la periodista en cuanto tomó un sorbo de café con leche. -¿El debate que dan por televisión? –preguntó Sara. -Sí. -Uf –exclamó la hermana de Rubén encogiendo los hombros. -Sí, ya sé que, más que un debate propiamente dicho, parece la típica discusión de taberna; no obstante, he confirmado mi asistencia. Quiero ser consecuente con mis principios, ahora sí que quiero. Considero que no estamos legitimados para quejarnos de los problemas que, aun pudiendo, ni siquiera movemos un dedo para resolverlos. Nosotros, los telespectadores, tenemos la llave para incrementar la calidad media de los programas de la televisión. ¿Cómo? Apagando el aparato cuando emitan espacios basura, o, en los casos excepcionales en que nos inviten a participar en algunos de esos programas, por ejemplo en Entre Tirios y Troyanos, aprovechando esa oportunidad para dar lo mejor de nosotros mismos. La calidad de un debate depende de los intervinientes. -Y del formato en el que se emite. Por lo demás, estoy de acuerdo contigo, Alicia –dijo Sara-. Ya está bien de escurrir el bulto. -Además, el tema que se debate esta semana en Entre Tirios y Troyanos nos afecta directamente a nosotros, perdón, quiero decir a vosotros. “¿Se debe dialogar con los violentos para resolver el conflicto del Norte?”. Esa es la pregunta del programa. Por el tipo de personas que han sido invitadas, no resulta aventurado pronosticar que el nombre de Ainara será mencionado más de una vez. -¿Has aceptado la invitación para dignificar el programa, o porque prevés que se hablará de… la tragedia? –preguntó Rubén. -Por las dos cosas. Además, no se trata de una previsión, sino de una certeza. Si ningún invitado mencionara la explosión en el Barrio Azul, el moderador se encargaría de hacerlo. He hablado por teléfono con el ayudante de dirección del programa, un ex compañero de El Diario de la Actualidad, y me ha dado su palabra de que, si en el transcurso del debate consideraras conveniente formular alguna declaración, tendrías vía libre para hacerlo. El programa se emite en directo. Rubén encogió los hombros. -He visto alguna vez ese debate, y te agradezco el interés que muestras por mí, ejem, por la causa de mi hija quiero decir; pero creo que no haré ninguna declaración, no en ese programa, el cual, por cierto, me juré a mí mismo que no volvería a ver, hace un par de meses, cuando presencié un bochornoso espectáculo más propio de los barrios bajos de una ciudad sin ley que con el plató de una cadena de televisión privada. El programa trataba sobre el más allá, y reconozco que despertó mi interés durante la primera media hora. Empezó con un documentado reportaje en el que se incluían las posiciones al respecto de varios científicos, y prosiguió con los testimonios en directo, ciertamente interesantes, de dos de los invitados. El escándalo sobrevino después del primer corte publicitario, cuando dos de los participantes del más acá (del más allá también participó alguien) llegaron a las manos después de cruzarse un rosario de insultos, a cual más zafio. Qué vergüenza. Apagué el televisor indignado. No pienso volver a ver el debate y mucho menos ahora, en mis condiciones. Además, estoy del conflicto hasta los co..., hasta la coronilla. -Sólo intervendrías si lo consideraras necesario para la causa de tu hija, Rubén. Me han dicho que, entre otros, acudirá el portavoz del partido afín a la Organización, y conociéndole como le conozco, me sorprendería que no aprovechara la ocasión para apropiarse del nombre de Ainara con el objeto de publicitar la causa independentista. Cuando lo haga, y ten por seguro que lo hará, procuraré replicarle al instante, pero surtiría mucho más efecto una intervención tuya. Eres muy persuasivo hablando, te expresas con mucho sentimiento. -Qué remedio. -Piénsatelo, Rubén. Como me figuraba que te negarías, me he permitido formularle una sugerencia al ayudante de dirección del programa, quien la ha aceptado al instante. Se ha comprometido a entablar contacto telefónico contigo en cuanto algún invitado saque a colación el suceso del Barrio Azul. Te explicará lo que se haya dicho, y, luego, tú tendrás la palabra. Por lo tanto, Rubén, no será necesario que veas el debate. -Se diga lo que se diga, no intervendré, en ese programa, no. -Aquí viene Serafín, antes de lo previsto. Confiemos en que se trate de un camarero observador. El camarero traía una bandeja con dos botellas de agua mineral de medio litro, tres vasos y otros tantos cafés con leche. Era un hombre de aspecto corriente, ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco. En su fisonomía destacaban unos ojos saltones, negros como el tizón, y una perilla perfectamente delineada, que a Rubén le recordó la que lucía Omar Sharif en la película Lawrence de Arabia. -He hablado con mi jefe. Dispongo de un cuarto de hora. -Siéntese, por favor –el camarero se sentó junto a los dos hermanos, frente a la periodista. Alicia le expuso sucintamente el objeto de la visita. El camarero confirmó que el día de autos, avanzada la tarde, Ainara entró en La Dehesa, en donde permaneció, sentada a una mesa, por espacio de unos cincuenta minutos, quizá más. -La conocía muy bien. Era una muchacha que llamaba la atención por su amabilidad y por su... su... belleza –el camarero entornó los párpados, sonrojado, como si después de resaltar la belleza de Ainara no pudiese sostener la mirada de sus interlocutores-. Por eso me sorprendió tanto lo que publicó la prensa en los días siguientes. Jamás se me hubiese pasado por la imaginación que una chica así... -No lo imagine, jamás lo imagine, buen hombre –dijo Rubén. -Ojalá pudiera imaginar lo que quiero imaginar, señor –el camarero entreabrió los párpados y oteó el panorama; no debió de disgustarle lo que vio porque, a partir de ese instante, mantuvo los ojos abiertos de par en par. -¿Recuerda la hora en que entró en el bar? –preguntó la periodista, tras encender un cigarrillo y darle una profunda calada. -Sí. La vi entrar un par de minutos después de las siete y media, lo recuerdo perfectamente porque un compañero mío, que termina el turno a esa hora, se acababa de marchar. -¿Y la pudo distinguir en medio de tanta gente? -Hasta alrededor de las ocho no vienen, en oleadas, las cuadrillas. -La vio entrar y... -Y se sentó a una mesa y, tras pedir la consumición a mi compañera, se puso a leer un periódico. La tenía delante de mis ojos, ¿qué iba a hacer sino mirarla? Se sentó justo en esa mesa –el camarero señaló la mesa del fondo, en diagonal al lugar de la barra donde se encontraba hacía unos minutos. -¿Vio usted algo extraño? -Pues sí, señora. Unos minutos después entraron en el bar dos individuos relativamente jóvenes, aunque uno era bastante más joven que el otro, y me pidieron un par de vasos de vino tinto y dos bocadillos de jamón. El menos joven me llamó la atención porque llevaba unas gafas oscuras, las cuales no se quitó durante todo el tiempo que permaneció aquí. -¿Eso fue lo que le extrañó? -No. Me extrañó todavía más que, al poco de entrar, el más joven se dirigiera a la mesa donde estaba sentada la muchacha... -La hija de este señor, Ainara. -Sí, Ainara. Pues bien, Ainara y el sujeto más joven se saludaron con un beso. -¿Un beso? ¿Dónde se besaron? –preguntó Rubén, sobresaltado. -En la mejilla. Rubén no pudo reprimir el suspiro de alivio que salió raudo de su boca. -¿Le dio a usted la impresión de que Ainara estuviera citada con el recién llegado? –preguntó la periodista. -No. Me pareció un encuentro casual. -¿Está seguro? -Me dio esa impresión por la forma en que se saludaron. -¿Captó algunas de las palabras que se dijeron? -¿Se refiere a lo que hablaron con Ainara? –Alicia asintió- No, pero sí que vi sus gestos. -¿Y qué ocurrió después? El camarero dijo que el joven conversó animadamente con Ainara durante un rato, y que, luego, su compañero, el de las gafas oscuras, quien parecía impacientarse, se acercó a la mesa y le hizo un ademán con la mano, como instándole a que se apresurara, tras lo cual, giró sobre sus propios pasos y volvió a la barra. -¿Y no saludó a Ainara? –preguntó Rubén. -No. -¿Seguro que no? -Hizo el gesto con el brazo, nada más; a su hija, creo, que ni la miró. -¿Y qué ocurrió después? –inquirió Alicia. -El más joven, el besucón, se aproximó a la barra y habló entre susurros con el de las gafas oscuras un par de minutos, tal vez menos. Aunque agucé el oído, no pude escuchar nada con sentido, sólo unas palabras sueltas como: mediterráneo, universidad, azul, judío... Luego, Ainara se acercó a los dos hombres, saludó al de las gafas oscuras, y salió del bar a paso rápido. -¿Salieron también los dos hombres? -No, señora. Los hombres no se marcharon hasta pasados unos minutos, dos o tres. -¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? –dijo Rubén dirigiéndose al camarero. -Adelante, señor -respondió éste mientras se acariciaba la perilla. -¿Suele ser siempre tan observador? Me admira su capacidad de observación. -La profesión de camarero se presta a ello. Además, aunque este es uno de los bares más frecuentados de la ciudad, durante las ocho horas largas de jornada laboral, también hay ratos muertos, y en ellos sólo te quedan dos opciones: o contemplas el panorama o miras la tele. Prefiero contemplar el panorama, sobre todo si... -¿Si hay una mujer bonita en el local? –apuntó Alicia. -Les seré franco –el camarero inclinó el tronco hacia delante y, entre susurros, declaró-: Ainara me gustaba. -¿Ha dicho usted que le gustaba? ¿A qué se refiere? -Tutéeme, señor, se lo ruego. -Está bien. ¿A qué te refieres? -Me refiero, me refiero a que... –el camarero miró con el rabillo del ojo hacia la barra, como si quisiera asegurarse de que ningún compañero pudiera oírle, y, a continuación, con los párpados sacudidos por un ligero temblor, añadió con un hilo de voz-: Ainara era algo así como mi amor platónico. Jamás me atreví a dirigirle la palabra, y eso que últimamente entraba en el bar casi todos los días laborables. Yo soy un modesto camarero, de aspecto corriente, demasiado corriente...Ella estaba fuera de mis posibilidades, por eso me conformaba con mirarla, con admirarla más bien, era como una diosa para mí. En cuanto entraba en La Dehesa, el local se llenaba de luz. No saben ustedes cómo he sentido su muerte. Rubén, confuso o molesto, quizá confuso y molesto, dirigió una mirada inquisitiva a Alicia; ésta se encogió de hombros. No tenían más preguntas que formular al camarero. -Muchas gracias por todo... ¿Serafín? -Sí, ese es mi nombre. Lo siento mucho, señor. Ha sido una canallada que una mujer como su hija muriera de esa forma. No hay derecho. Rubén, que había extendido el brazo para estrechar la mano del camarero, lo encogió de pronto. -¿Tú crees que mi hija era una terrorista, Serafín? –preguntó inopinadamente. -Después de leer todo lo que se ha publicado, uno, que tampoco es una persona demasiado instruida, llega a creerse cualquier cosa. Pero, aquí y ahora, la única respuesta que se me ocurre, señor, es otra pregunta: ¿Quién puede creer semejante barbaridad? -Mucha gente, demasiada gente... Serafín, ha sido un placer. Rubén alargó el brazo por encima de la mesa, y Serafín estrechó con fuerza su mano. -Si me necesita, no tiene más que decírmelo. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para ayudar a su hija. -¿Por qué? –preguntó abruptamente Rubén al mismo tiempo que encogía el brazo. -Porque me caía bien, señor. -Antes has dicho que te gustaba. El camarero, con las mejillas ruborizadas, asintió con la cabeza. -¿Y por qué te gustaba? Sara y Alicia miraron de hito en hito a Rubén. -No le entiendo, señor. -¿Hacía algo ella para provocar tu gusto? -¿Ella? -Discúlpame, Serafín, de vez en cuando, desvarío. Lo siento –Rubén volvió a tender la mano al camarero. -Por Dios, señor, no se disculpe, usted, no. Su hija era la discreción en persona. Se lo digo para que se quede tranquilo. En el contacto de la recia mano, salpicada de callos, Rubén supo que el hombre hablaba con franqueza. -Gracias, Serafín. Rubén volvió a sentirse fatal consigo mismo. Por unos instantes, había visto a Ainara sentada a una mesa de La Dehesa, escotada y enfundada en un pantalón ceñidísimo, repartiendo miradas seductoras a diestro y siniestro. Era un padre despreciable. ¿Qué legitimidad tenía para quejarse de las infamias propagadas por la prensa, si él mismo, ante cualquier información ambigua, lejos de desembarazarse a cajas destempladas de la interpretación más injuriosa para su hija, la recibía con todos los honores e incluso llegaba a ofrecerle alojamiento en el cuarto de las sospechas? 35 A la salida de La Dehesa, Rubén se dirigió como un autómata hacia la estación del metro, situada al final de la calle, maldiciéndose para sus adentros. Si él, que era la única esperanza de su hija, también albergaba dudas respecto a ella, ¿qué futuro le aguardaba al buen nombre de Ainara Levi? El futuro del pasado, o sea, el presente, este presente. El interminable presente terrorista que le había reservado la opinión pública. Eso es lo que le aguardaba. Alicia y Sara se interpusieron en su camino cuando iba a adentrarse en las entrañas de la tierra. -Pero ¿adónde vas, hombre de Dios? –le preguntó la periodista. -El hombre sin Dios va al metro, un poco más cerca del infierno, que es el sitio que me corresponde. -Si a Rubén Levi le correspondiese el infierno, ¿dónde iríamos todos los demás? Volverás a tu casa en el mismo medio que viniste aquí. Rubén, tras titubear unos segundos, decidió unirse a las dos mujeres. -Id delante, yo seguiré vuestros pasos. Si no os importa, deseo caminar solo. Apenas había recorrido una veintena de metros, mientras las dos mujeres cruzaban la calzada, Rubén se detuvo frente a un edificio en cuya fachada lateral había pegados varios carteles reivindicativos de los supuestos derechos usurpados al pueblo norteño, en uno de los cuales figuraba una reproducción ampliada de la fotografía del carné de identidad de Ainara, flanqueada por las fisonomías de Teo y de Fran, debajo de las cuales rezaba, en letras blancas sobre un fondo rojo, el siguiente texto: ‘Dieron su vida por la patria. No morirán en vano’. Sara y Alicia, en la otra acera, al doblar una esquina, se percataron de que Rubén se había quedado rezagado. -¿Dónde se habrá metido? –preguntó Alicia. -Pues... –Sara giró el cuello y se tropezó con la mirada perdida de un vendedor de cupones de lotería-. Este hombre es capaz de haberse metido en la estación del metro. Apretaron el paso. -¡Allí está! –exclamó Alicia. -¿Qué demonios estará haciendo? Cuando las dos mujeres llegaron a un par de metros de Rubén, Sara supo lo que hacía su hermano. Alicia dio un paso adelante al par que extraía unas gafas del bolso, y, en cuanto leyó el texto que acompañaba a la fotografía de Ainara, no pudo reprimir el exabrupto que emergió de sus entrañas. -¡Cabrones de mierda! –exclamó sobresaltando a Sara, sorprendida de que una periodista de modales tan exquisitos fuese capaz de proferir en público una expresión tan soez. Pese a todo, no le disgustó su inesperada reacción, la cual demostraba que estaba comprometida con la causa de los Levi. Rubén, con la mirada fija en el semblante de su hija, ni se inmutó. Alicia sintió sobre ella la mirada de Sara. -Lo lamento, Sara, pero esto es... es... -Una putada –musitó Sara, asombrándose de que semejante vocablo saliera como si tal cosa de su boca. -Una gran putada –remachó Alicia. Las dos mujeres se aproximaron a Rubén, una por cada lado. -Vamos, Rubén, se nos hace tarde –le dijo Sara mientras le cogía con suavidad del brazo. -Esos imbéciles no se han dado cuenta de que la imagen de Ainara convierte a este cartel en un despropósito. Su rostro irradia bondad, mientras que las caras de los otros dos individuos sólo transmiten odio. Y la bondad es incompatible con el separatismo. Ven con nosotras, Rubén –Alicia rodeó con el brazo los hombros del librero. Éste parecía hipnotizado por la fotografía del cartel, ajeno a las dulces palabras que le dirigían las dos mujeres. Una apariencia engañosa porque, si bien sus ojos miraban el cartel, lo que Rubén veía en realidad era el chorro de imágenes que fluía de su memoria: Ainara bailando, Ainara sonriendo, Ainara cantando, Ainara leyendo, Ainara durmiendo..., Ainara llorando, Ainara llorando, Ainara llorando... -Vamos, hermano mío, se nos hace tarde –insistió Sara un segundo antes de caer en la cuenta de la inanidad de la frase pronunciada: “¿Tarde para qué?” -Estos canallas no se saldrán con la suya. Ahora tenemos una historia que contar. Una historia con testigos que la confirman. Coge mi mano, Rubén. -Eso es. Dale la mano a Alicia y apóyate en mi hombro. Así, hermano, así. -Esperad un momento. Súbitamente, Rubén giró sobre sus talones, se plantó en dos zancadas frente a la fachada del edificio y rasgó el cartel en el que figuraba la foto de su hija. Desde el otro lado de la calzada, cuatro adolescentes que se disponían a entrar en un bar de potes, se encararon con Rubén. -¿Qué haces, tío? –voceó el que hacía las veces de cabecilla, un muchacho corpulento, con el pelo al cero y las orejas acribilladas a aros. -¿Es a mí? –preguntó Rubén enfrentándose a los jóvenes. -¿A quién iba a ser si no? Alicia y Sara, como accionadas por una misma voluntad, se interpusieron entre Rubén y el grupo. -Acaba de arrancar de la pared la foto de su hija porque le ha dado la real gana. ¿Pasa algo? –gritó la periodista. -¿Es el padre de la judía? –inquirió el adolescente de los aros. -Soy el padre de Ainara –respondió Rubén dando un paso adelante y colocándose en el bordillo de la acera, delante de las dos mujeres, quienes, rápidas de reflejos, le sujetaron de los brazos. -Tenga cuidado con lo que hace –le advirtió el cabecilla del grupo, con el puño alzado, dicho lo cual dio media vuelta y se introdujo en el bar seguido por sus correligionarios. -Haré lo que... –Alicia cubrió la boca de Rubén con la palma de la mano. -No los provoques más, Rubén. Esos niñatos, en grupo, son muy peligrosos. Rubén giró el cuello y se tropezó con unos ojos que le miraban con algo más que ternura. “Algo más, sí, pero ¿qué?”, se preguntó. Y, de pronto, la imagen de Arantxa, avasalladora, brotó de su memoria abarcando todo su pensamiento, con los ojos en primer plano. Los ojos de Alicia le contemplaban como le habían contemplado los de Arantxa cuando le miraron por última vez. Ayudado por las dos mujeres, Rubén anduvo como un zombi los doscientos metros que le separaban del coche. -¿Qué opináis de lo que nos ha contado el camarero? –preguntó Alicia a los hermanos Levi en cuanto se encontraron dentro del automóvil. -Parece confirmar las palabras de la vendedora de El Sereno –dijo Sara-. ¿Tú qué crees, Rubén? Rubén, sentado junto a su hermana en el asiento trasero del coche, observaba la cabina de teléfonos de la acera de enfrente, en cuya cristalera el rostro de Ainara le miraba interrogante: “¿Por qué, papá?” Sara ladeó la cabeza y acarició la barbilla de su hermano. -Rubén, Rubén... “Porque este mundo, hija mía, no tiene ni pies ni cabeza”. -Rubén, Rubén. El coche dejó atrás la cabina de teléfonos, y Rubén retiró los ojos de la ventanilla. -Dime, Sara. -¿Qué opinas de lo que nos ha contado el camarero? -No ha dicho nada de particular, aunque yo, sin embargo, lo he interpretado de la forma más burda –respondió saliendo de su ensimismamiento. -¿A qué te refieres? –preguntó su hermana. -A que, por un momento, me he imaginado que Ainara iba por ahí seduciendo a los hombres. -No te tortures más, Rubén. Ainara conquistaba a los hombres, pero no de una manera deliberada, sino siendo como en realidad era: un encanto de muchacha. -¿Tú qué opinas, Alicia? -Yo no conocí a Ainara, pero, por lo que he visto y he escuchado, si yo fuera hombre, también me habría sentido atraído por ella. -Me refería a lo que nos ha contado el camarero sobre lo que vio la tarde de la explosión. -Me ha parecido interesante, muy interesante –dijo Alicia. -Has visto a Ainara con los ojos de ese hombre. -En las últimas horas, he visto a Ainara con los ojos de varias personas, y el cuadro que he compuesto con las piezas de unos y de otros, lejos de aterrorizarme, me ha cautivado. Ahora, necesito reunir las pruebas que me permitan cautivar a otras personas. El director del periódico opina que no me estoy comportando como una buena periodista en este asunto, pues considera que me he implicado demasiado emocionalmente y que, por lo tanto, no puedo ver las cosas con objetividad, otra vez la dichosa palabra. Pese a sus reticencias, estoy convencida de que, en cuanto le presente alguna prueba, cambiará de opinión y accederá a que publique un artículo explicando todo lo que he averiguado en los últimos días sobre los ocupantes del coche siniestrado. No sé si los testimonios de Encarna y Serafín merecerán la categoría de pruebas para él. Siempre ha sido muy escéptico, pero, ahora, en nuestras particulares circunstancias, las suyas y las mías, lo será todavía más. -Supongo que tu director, más que de pruebas, querrá disponer de evidencias, y de momento no tenemos ninguna. Sólo se trata de las impresiones de un camarero y de la vendedora de un periódico callejero cuyo principal cliente era Ainara. Y en una sociedad tan propensa al prejuicio como la nuestra, me temo que los testimonios de estas dos personas no resulten demasiado convincentes para los escépticos. -Pues yo no descarto la posibilidad de que Alfredo, el director del periódico, acepte publicar mi artículo. -Estoy de acuerdo con Rubén –intervino Sara-. Esta teoría sólo la aceptarán los conversos; o sea, los que creen que Ainara no era una terrorista. Seguimos como al principio. En lo que a mí respecta, el camarero se ha limitado a corroborar lo que ya sabíamos. Y sabíamos mucho, prácticamente todo, ¿no, Rubén? -Sí, en estos tres días infames... Tres días, y parece que ha transcurrido una eternidad. A la hora de la verdad, el tiempo objetivo es una falacia. Cuando llega esa hora, la de la verdad, no hay reloj, por muy suizo que sea, que pueda dividirla en sesenta fragmentos iguales. El único reloj capaz de medir el tiempo real de tu vida es tu estado de ánimo, y en mi reloj, en mi estado de ánimo, los minutos son horas; las horas, días; los días, semanas; me supongo que las semanas serán meses de treinta y un días; los meses, años bisiestos, y los años bisiestos... En fin, la noche de la explosión, conforme pasaban las horas, y Ainara no aparecía, creía estar viviendo la peor noche de toda mi vida; algo dentro de mí me decía que a Ainara le había sucedido algún percance grave, incluso hubo un momento en que mi subconsciente intuyó que Ainara había muerto en la explosión. Pues bien, pese a todo lo que sufrí en esas horas, si de mí dependiera, volvería a revivirlas. ¿Sabéis por qué? -Porque para ti, entonces, Ainara todavía no habría muerto –sugirió Alicia. -Exacto. Estaría sumido en la incertidumbre, o lo que es lo mismo, aún albergaría una leve esperanza. Cuando la incertidumbre es disipada por la certeza, ya no hay esperanza, ya no hay nada. Y sin esperanza, no se puede vivir, sólo vegetar. -No, no se puede. Por eso debes recuperarla –dijo Sara. -¿En qué? -En la vida. -¿En esta vida mía? -Sí, Rubén. Arantxa y Ainara sólo pueden vivir a través de nosotros, de ti sobre todo, y si tú vegetas, ellas vegetarán, porque yo también lo haré -Haré lo que pueda, Sara, aunque no sé si, en mis condiciones, dará mucho de sí mi poder... En fin, como os iba diciendo, en estos tres días mi confianza ha sido pasto de las dudas, unas dudas terribles que, en lo que respecta a la posible militancia terrorista de Ainara, las palabras de Serafín parecen haber disipado por completo. Fue la fatalidad la que llevó a Ainara a ese coche, sí, pero ¿cómo convencer de este extremo a una opinión pública persuadida de lo contrario? Para este menester, de poco nos vale el testimonio del camarero. Él, admirador secreto de Ainara, se limitó a observar desde la barra lo que ocurría en la mesa donde ella estaba sentada, y, después, basándose en lo que había visto o en lo que creyó ver, extrajo unas determinadas conclusiones. Conviene no olvidar que Ainara era su amor platónico. -También contamos con el testimonio de Encarna. -Encarna sólo puede certificar que Ainara entró en La Dehesa antes que los dos terroristas. -Y que a éstos les daba lo mismo entrar en un bar que en otro, y que Ainara abandonó La Dehesa unos minutos antes de que ellos salieran, y que la vio entrar en la Biblioteca Municipal –apuntó Alicia. Rubén replicó que eso también podría reformularse desde la teoría de la infamia. -Un periodista de la prensa amarilla más o menos lo explicaría así: Ainara se ha citado con los dos terroristas en La Dehesa para perpetrar un atentado, y minutos después de que éstos se personen en el establecimiento, ella se encamina a la Biblioteca a recoger sus libros. Los terroristas tienen que representar sus respectivos papeles para no suscitar sospechas, y, en la escenificación, Ainara desempeña escrupulosamente el papel de una estudiante que se encuentra por casualidad en un bar con dos hombres, uno de ellos un ex compañero de estudios. Necesitamos algo más consistente, algo que no deje resquicios para las interpretaciones sensacionalistas. -Algo que tal vez lo descubra una cualificada profesional que se dedica al periodismo de investigación –dijo Alicia dirigiendo una mirada de complicidad a Rubén, a la que éste respondió con una sonrisa mortecina. Cuando el coche se detuvo, en doble fila, delante del portal, Rubén invitó a la periodista a que subiera a tomar un café. Eran las ocho y media de la tarde. -Aceptaré encantada.... si encuentro aparcamiento. En esta ciudad resulta cada vez más difícil trasladarse en coche. -Usa el metro a partir de mañana. -Si viviera en otro sitio, eso es lo que haría. Pero a mi barrio no llega el metro... ¡Bingo! Ahí delante sale un todoterreno. A esto se le llama llegar y besar el santo. -Un vehículo todoterreno para circular por el casco urbano. Qué país. Te esperamos en el portal mientras aparcas. -De acuerdo, Sara. Rubén se quedó abstraído unos segundos delante de la entrada del portal, con la llave en la mano, sin mover un músculo, pendiente sólo de lo que acontecía en su cabeza. -¿Te ocurre algo, Rubén? –preguntó Sara -Julián. -¿Qué has dicho? -En la noche de la explosión, un hombre que respondía al nombre de Julián dejó un par de mensajes en el contestador del teléfono suplicando a Ainara que le llamase cuanto antes. Hablé esa misma noche con David, el novio de Ainara, y me dijo que sólo conocía a dos hombres que respondieran a ese nombre, uno lo descarté de inmediato, ya que su voz, aguda, no se correspondía con la del hombre que llamó, dueño de una voz grave, algo cascada. Así que sólo me queda el otro, un profesor que dio clases a Ainara en la universidad. He de ver a ese Julián cuanto antes, mañana mismo. Mañana, en cuanto despegue tu avión, si todavía me responden las fuerzas, que no sé de dónde las saco, trataré de localizar en la universidad al profesor Julián... Eso será mañana, porque ahora debo ir al cuarto de baño... a la carrera. Discúlpame. Rubén se adentró en el portal al galope, y Sara aguardó a Alicia en la entrada del edificio. -Quiero pedirte un favor, Alicia –le dijo a la periodista dos minutos después, delante del ascensor. A Alicia le sorprendió la solemnidad con la que Sara pronunció estas palabras. -Adelante, Sara. Te prometo que haré lo que esté en mi mano. -Con eso será suficiente. No dejes solo a Rubén. Mañana por la mañana he de volver a la capital para incorporarme al trabajo. Te ruego que lo visites de vez en cuando. Rubén está más solo que la una. Me consta que tiene varios amigos en Villa del Norte, pero, que yo sepa, ninguno ha dado señales de vida después de la explosión. Ignoro dónde se han metido. -En la madriguera. La opinión pública ha decretado que Rubén es el padre de una terrorista. Las tragedias sacan a la superficie lo mejor y lo peor de los seres humanos. -Lo mejor no lo veo por ningún lado. -Yo sí lo estoy viendo. -Ojalá pudiera ver lo que tú ves, Alicia. -Quizá ya lo estés viendo. -¿A qué te refieres? -Ya te lo explicaré en otro momento. -Hazle compañía. Yo espero volver dentro de tres semanas, que tendré otros tres días seguidos libres en el hospital. -No te preocupes, Sara, si él me permite que lo visite, yo lo haré encantada. Lo que me sorprende es que me lo pidas a mí. Yo apenas lo conozco. -Cuantas más veces lo visites, más lo conocerás. -Me halaga que hayas pensado en mí para confortar a tu hermano. ¿Por qué? -Una mujer se percata de ciertos detalles que a los hombres, en general, suelen pasarles inadvertidos –Sara esbozó una sonrisa cómplice-. ¿Me han engañado mis sentidos, Alicia? -No –respondió Alicia con las mejillas encendidas. -Al principio, dadas las circunstancias, él se mostrará esquivo, pero, cuando pase el tiempo, y asimile la pérdida de Ainara... -Por mí no quedará, la pelota está ahora en su tejado. Es probable que se muestre algo más que esquivo. -¿A qué te refieres? -A que rechace abiertamente mi compañía. -No lo creo. Ármate de paciencia, y no te desanimes si tiene alguna reacción... tosca. En sus circunstancias, habrá momentos en que no será demasiado receptivo a los estímulos de su entorno, aunque éstos se encarnen en la hermosura. No te rindas, y persevera, Alicia. Rubén es un hombre extraordinario. Dale tiempo y no desesperes. Lo peor que os puede pasar es que terminéis siendo amigos. -O lo mejor. La perseverancia es mi mejor virtud, Sara. Lo intentaré desde mañana por la tarde. O, mejor, desde por la mañana. Sí, eso es. Te llevaré en coche al aeropuerto, ¿qué te parece? -Pues... -¿A qué hora te vas? -No te molestes, Alicia. Rubén se ha empeñado en acompañarme. Pensábamos coger un taxi. El avión sale muy temprano. Además, mi hermano, después, tiene intención de pasar por la universidad a hablar con un profesor que, al parecer, dejó un par de mensajes en el contestador automático dirigidos a Ainara el día de la explosión. Probablemente, la llamó por algún asunto relacionado con el examen de licenciatura, aunque Rubén... En fin, mi hermano, en su estado febril, ve fantasmas por todas partes. -Si os llevase al aeropuerto, a Rubén no le extrañaría que, en el camino de vuelta, me ofreciese a ir con él a la universidad, y luego..., que sea lo que Dios quiera. -Está bien. Te espero aquí a las ocho de la mañana. No le digas nada a Rubén, porque, si no, se opondría. Le disgusta molestar a la gente. Preséntate mañana a esa hora, y una vez que estés en casa, mi hermano no tendrá más remedio que aceptar la situación... Por cierto, ¿no ibas a participar mañana en el debate de televisión? -Sí, saldré a media tarde en mi propio coche. El debate es a las once de la noche, y nos han citado a las diez en los estudios. Por autopista, se tarda poco más de tres horas en llegar. Estaré aquí alrededor de las ocho de la mañana. Rubén aguardaba a las dos mujeres bajo el dintel de la puerta del piso. -Os lo habéis tomado con calma, ¿eh? Me ha dado tiempo a evacuar los conductos pequeños... y los grandes, también. -Nos hemos entretenido... conversando. -¿Confidencias al caer la noche? -Cosas de mujeres, hermano. ¿Qué tal te encuentras ahora? -Bien. Hasta que llegue la próxima descarga, dispongo de unos minutos de tregua. Alicia consultó la hora, y, de pronto, le entraron las prisas. -No pensaba que fuese tan tarde. Se me ha pasado el tiempo volando. He de marcharme. Lo siento. Muchas gracias por... por... -Gracias a ti, Alicia –intervino Sara-. ¿Qué tienes que agradecernos tú a nosotros? -Vuestra compañía –Alicia pronunció estas palabras con los ojos fijos en los de Rubén, quien, al sentir la mirada intensa de la mujer, entornó los párpados. 36 A las ocho en punto de la mañana del viernes, día 14 de junio, ochenta y tres horas después de la muerte de Ainara, el sonido del timbre de la puerta de la calle rescató a Rubén del pozo sin fondo de sus negros pensamientos. “¿Quién será a estas horas?”, se preguntó, intrigado, mientras removía con la cuchara el cuenco rebosante de magdalenas remojadas en café con leche que le había preparado su hermana de desayuno. Desde el cuarto de baño, Sara pidió a Rubén que fuese a abrir. -¿Esperas a alguien? -Sí, a Alicia –le informó Sara asomando la cabeza por la puerta entornada. -¿Alicia? ¿Te refieres a la periodista? –voceó Rubén poniéndose en pie de un salto. -Sí, va a llevarme al aeropuerto. -¿Al aeropuerto? ¿Alicia? Pero ¿no íbamos en taxi? -Si ella no hubiese podido venir, en taxi habríamos ido. -¿Y qué hago yo? -Pues venir con nosotras. En cuanto abrió la puerta y la periodista ocupó su campo de visión, el pensamiento de Rubén frenó de golpe su apesadumbrado discurrir de los últimos días y, obnubilado por el presente, se olvidó por unos instantes de la tragedia que había desbaratado la trama de su vida para siempre. Por unos instantes, el aquí y ahora se enseñoreó del espíritu de Rubén, como si el instinto de supervivencia aprovechara la coyuntura para empezar a levantar los cimientos de la que sería su existencia a partir del día siguiente a que prevaleciera la verdad de Ainara. Los ojos del librero, radiantes como los de un pájaro, contemplaron sin recato a la bella mujer, no a la periodista. La sofisticación del primer día había dejado paso a la elegancia natural. Alicia vestía un traje chaqueta color azul cielo y una blusa estampada con un discreto escote. Su semblante, cubierto por una ligera capa de maquillaje, parecía tan limpio como el de un bebé; sus empeines, de piel lechosa, resaltaban en unos zapatos negros de altos tacones, si bien, no tan pronunciados como los que calzaba el día en que la vio por primera vez, esa misma semana, aunque en el reloj existencial de Rubén hubiese transcurrido más de una vida. Comparaba a la Alicia de entonces con la de ahora, sin recordar el aspecto de la Alicia de la víspera. “¿Cómo iba vestida ayer?” Instó a su memoria a que le respondiese, pero ésta, ocupada en otro menester más acuciante, no se dio por aludida. Para convertir las vivencias en recuerdos, hay que concentrarse en los estímulos inmediatos, y la atención de Rubén, la víspera, si se fijó en Alicia, fue sólo por cortesía, no por interés. El aspecto, ayer, no era relevante. ¿Por qué hoy sí lo era? Una pregunta a la que Rubén no encontró una respuesta inmediata. -Buenos días, Rubén –saludó la periodista desplegando una sonrisa de oreja a oreja, como si estuviesen citados para una merienda campestre. -¿Son buenos? –preguntó Rubén con una voz lánguida. El encantamiento se había eclipsado abruptamente. Ainara volvía a ocupar todo su pensamiento. -El cielo está nublado, pero creo que despejará –dijo Alicia encogiendo los labios y entornando los párpados. -Entonces, tal vez sea un buen día...para ti. Ojalá lo sea. -Gracias, Rubén. -¿Es Alicia? –sonó la voz de Sara desde el fondo del pasillo. -Sí. -¡Ya voy! No tardo ni un minuto. Media hora más tarde, tras permanecer varados más de veinte minutos en la autovía a causa del derrape de un camión, en cuanto la carretera quedó despejada, Alicia, en contra de su proverbial prudencia al volante, pisó a fondo el pedal del acelerador y, en un abrir y cerrar de ojos, pasó de la segunda a la quinta velocidad, convertida de pronto en una intrépida piloto que está dispuesta a vulnerar el código de circulación cuantas veces hagan falta para conseguir su objetivo: llegar al aeropuerto a tiempo de que Sara embarcase en el avión. -¿Os da miedo ir a tanta velocidad? -Un poco –respondió Sara al mismo tiempo que miraba de reojo el reloj de su muñeca. Rubén, con los ojos entornados, no dijo nada. Si la vida, aquí y ahora, le importaba un comino ¿de qué iba a tener miedo? -¿Sólo un poco? Entonces, agarraos bien –y la periodista redujo a tercera para, en un fulminante acelerón, adelantar por la derecha a un camión que invadía el carril de la izquierda. Llegaron al aeropuerto con un escaso margen. En la concurrida sala de espera de la terminal, Sara sólo dispuso de unos segundos para, puesta de puntillas, recorrer atropelladamente, beso a beso, el rostro de Rubén, y de abrazar a Alicia al par que le recordaba, entre susurros, la petición que le había formulado la noche anterior. -No lo dejes solo. Alicia no contestó con palabras, sino con una monumental sonrisa, la cual hizo que Sara subiera al avión embargada por la quietud. Ella, una incorregible romántica, había distinguido un corazón en los labios de la periodista. Y estaba segura de que su percepción, muy propensa a descubrir mensajes cifrados en estímulos que en apariencia sólo admiten una interpretación, esta vez se había limitado a traducir la realidad al pie de la letra. De regreso del aeropuerto, Alicia le informó a Rubén de que la víspera había concertado por teléfono sendas citas, a primeras horas de la tarde, antes de partir hacia Centro, con el padre y la madre de uno de los dos terroristas muertos en la explosión. -¿Cuál de ellos? –preguntó Rubén, sin apartar los ojos del parabrisas. -Teo. El padre me recibirá a las tres, y la madre, una hora más tarde, en casas diferentes. El matrimonio, por lo visto, se halla tramitando el divorcio; espero que la madre esté en condiciones de atenderme. El señor con el que hablé anoche para confirmar la cita, su padre o su hermano, me dijo que la mujer, rota por el dolor, había sufrido un desvanecimiento por la mañana, nada más levantarse de la cama. Durante el resto del día, sólo dejó la cama para ir al cuarto de baño. -Ese señor con el que hablaste anoche debe de ser Jesús, el abuelo de Teo. -¿El abuelo? La persona con la que hablé tenía el timbre de voz de un hombre de mediana edad, incluso más joven. -Entonces, no hay duda. Era él. Un hombre septuagenario cuyo aspecto envidiarían muchísimos cuarentones. Una persona ciertamente peculiar. ¿Te he dicho que ayer me hizo una visita? Pese a que la periodista asintió con la cabeza, Rubén no resistió la tentación de recordar –a ella, a él-, en voz alta, el objeto de la visita del singular personaje. -Vino a contarme que su nieto, en su día, cuando estudió en la universidad, estuvo enamorado de mi hija. Según Jesús, Teo y Ainara no se habían visto en los últimos cuatro años. -¿Por qué está tan seguro de que no se vieron? ¿Se lo dijo su nieto? -No le dijo nada. Esa es la razón por la que lo sabe. -Discúlpame, Rubén, pero no acabo de entenderlo. Si no le dijo nada, ¿cómo sabe el abuelo que su nieto no había vuelto a ver a Ainara? -Porque en los asuntos del corazón, era su confidente. -Un confidente ciertamente singular. ¿Te contó algo más? -Me dijo que las divergencias políticas habían echado a perder el matrimonio de su hija. -Otra familia al garete, y van...La política, en este país, más que facilitar la convivencia de los ciudadanos, la dificulta, y de qué manera. -Y, a veces, la destruye literalmente –dijo Rubén hincando la barbilla en el pecho. -Perdóname, Rubén, no ha sido un comentario muy afortunado por mi parte. -No te preocupes, Alicia. La realidad seguirá siendo la que es, por muchos eufemismos que interpongamos entre ella y nosotros... -Volviendo a mi agenda de entrevistas. También he hecho gestiones para hablar con la mujer de Fran, alias Cejijunto, pero se ha negado a recibirme. Al parecer, la exclusividad de sus declaraciones la tiene el periódico afín a la causa de la Organización. -A la causa del terror, más bien... ¿Te importaría dejarme cerca de la universidad? -¿Cerca? No. Te dejaré en el campus. Hacia allí nos dirigimos. -¿Te he dicho que quería ir a la universidad? -Pues... Me supongo que sí, porque si no me lo hubieras dicho, difícilmente habría tomado esta dirección, ¿no crees? -Lo creo. Muchas gracias, Alicia. Me gustaría intercambiar unas palabras con un profesor de Sociología, el doctor Julián Nieto. El día de la explosión, una voz grave y ansiosa que respondía al nombre de Julián dejó un par de mensajes dirigidos a Ainara en el contestador automático. Por lo que he podido averiguar, podría tratarse del doctor Nieto. Sin condicional. Creo que el Julián del teléfono es el doctor Nieto. Quiero preguntarle qué es eso tan urgente que tenía que decirle a mi hija a las tantas de la noche. -Tal vez fuese algo relacionado con los exámenes de licenciatura. -El tono de su voz no era el de un profesor que quiere hablar con una alumna, sino el de un hombre que desea hablar imperiosamente con una mujer. -¿Un hombre, una mujer? ¿En qué estás pensando, Rubén? -En cualquier cosa, Alicia. Estoy tan desquiciado, que pienso en lo que no debería pensar, y no pienso en lo que debería pensar. Lo sabré en cuanto vea al profesor. Ignoro si, presentándome sin previo aviso, accederá a recibirme; quizá debería haber concertado una cita por teléfono. -Si es el hombre que buscas, yo creo que lo mejor que puedes hacer es personarte en su despacho de improviso. Así, no escurrirá el bulto. -Presiento que ese hombre sabe algo importante que yo no sé, y que he de saber, aunque tal vez ya lo sepa... –Rubén se llevó repentinamente las manos al estómago. -¿Qué te ocurre, Rubén? ¿Quieres que pare el coche? -No, sigue. Tengo descomposición. -Ha sido un error hablarte de la madre de Teo. Lo siento, Rubén. -La madre de Teo no tiene nada que ver con mi cagalera. El estómago se me descompuso la noche del lunes, tal vez de manera irreversible. Dicen los holistas que el dolor del alma duele en el cuerpo, y viceversa. Doy fe de ello. Esta noche me la he pasado de acá para allá, como una pelota de tenis. De madrugada, me despertó un retortijón en las tripas, el anticipo de lo que vendría a continuación; a los pocos minutos, salté de la cama y corrí como un poseso hacia el cuarto de baño; cuando arrojé lastre, sentí un alivio momentáneo que me duró... un par de minutos; en cuanto cerré los ojos para atraer al sueño, como si fuera un desvelado cualquiera y no el padre que acaba de perder a su única hija, tuve que volver al galope tendido al baño, proceso que se repitió una media docena de veces en las siguientes horas. -Quizá lo tuyo no tenga nada que ver con el holismo y se trate simplemente de una gastroenteritis provocada por un virus. -Nada de virus. Mi estómago es un fiel reflejo de lo que acontece en mi persona, que está descompuesta. Está y estará. -Lo que ahora parece irreversible, andando el tiempo quizá se convierta en reversible –dijo Alicia aferrando el volante, como si sujetase el timón de una embarcación en medio de una tempestad. -La muerte de un ser querido siempre es irreversible. -Sí, Rubén, pero las ganas de vivir, no. -Teóricamente así es, pero, a la hora de la verdad, cuando la muerte no es una posibilidad, sino una certeza, las cosas se ven de otra manera bien diferente. La vida ya no tiene ningún interés para mí, y me barrunto que, por mucho tiempo que pase, no variará sustancialmente lo que pienso y siento en estos momentos. Te agradezco tus esfuerzos por ayudarme, Alicia, y de hecho me estás ayudando; pero cuando se pierde a una hija, a tu única hija... En fin, sólo quien ha pasado por un trance semejante, puede hacerse cargo de... de... lo que se siente. De repente, Alicia dio un volantazo y tomó la carretera que conducía a la costa. -¿Adónde vamos, Alicia? -A ningún sitio, aquí mismo –respondió la mujer doscientos metros más adelante presionando el pedal del freno. Había detenido el coche en el arcén-. Si hiciese un sol de justicia, habría mucho tráfico en esta carretera; pero, como está nublado, la tenemos para nosotros solos. Los norteños creemos que sólo se puede disfrutar del mar cuando luce un sol radiante. En el arte de vivir, nos quedan unas cuantas lecciones por aprender. -Entre ellas, la principal: vivir y dejar vivir. ¿Por qué nos hemos detenido, Alicia? Alicia giró la llave de contacto del automóvil, y se hizo el silencio. Un silencio que Rubén no se atrevió a profanar. No se requería ninguna facultad mental extraordinaria para intuir que la periodista le iba a revelar algo importante. -No sé lo que se siente al perder a una hija adolescente, Rubén, pero sí sé lo que se siente cuando se pierde a un hijo de tres años –Alicia giró el cuello y miró a Rubén con unos ojos humedecidos por las lágrimas, éste le devolvió una mirada perpleja antes de entornar los párpados unos segundos, al cabo de los cuales, una vez asimilada la sorprendente noticia, los abrió de par en par mostrando la mirada más compasiva que la periodista había visto en sus casi treinta y ocho años de vida-. Y aunque los dolores son incomparables, si existe un dolor que admite comparación –continuó la mujer-, es el dolor por la pérdida de un hijo. La muerte no me resulta ajena, Rubén, es como una vieja conocida a la que llevo mucho tiempo prendida de mis entrañas. Hace diez años, Álvaro, mi hijo, el único que he tenido y que probablemente tendré, murió atropellado al día siguiente de cumplir los tres años. Estaba jugando con una pelota en el jardín de la urbanización donde vivíamos, justo al lado del banco en el que yo estaba de cháchara con una vecina, Eva, una mujer, a la sazón, de características similares a las mías, o sea, ambiciosa, coqueta, superficial. -La ambición no siempre es reprobable. Qué hubiese sido de nosotros, los humanos, sin unos ancestros ambiciosos. -No, no siempre. Pues bien, mientras hablaba de chorradas con Eva, paulatinamente, la pelota, saltarina, fue alejando a Álvaro de las proximidades del banco, mientras que yo, atenta a las banalidades que intercambiaba con la vecina, me limitaba a decirle que tuviera cuidado. En un visto y no visto, la pelota rebasó el murete que rodeaba al jardín de la urbanización, Álvaro corrió tras ella sin que yo, de palique, me percatase del peligro; cruzó la calzada con la vista fija en la pelota, y... y... un coche lo arrolló. Cuando lo tuve delante de mí, sin vida, Rubén, te juro que lo único que deseé es morirme para que me enterraran con él. Pero no tuve valor de hacer realidad mi deseo. Mi hijo estaba muerto y yo era la culpable. Me costó sangre, sudor y lágrimas, muchas lágrimas, casi todas las lágrimas, recuperar las ganas de vivir, algunas ganas; pero, a trancas y barrancas, lo conseguí. En algún momento, después de pasar un montón de días encerrada en casa, borracha de dolor, alguien dentro de mí, probablemente mi ángel salvador, o, quién sabe, mi pobrecito Álvaro transformado en un santiamén, en el otro mundo, en el adulto que lo hubiese sido en éste, me instó a que reaccionara, y lo hizo formulándome una pregunta cuyo enunciado recuerdo literalmente, como si lo estuviera escuchando ahora mismo (cada vez que lo intento, lo recuerdo tal cual): “Si Álvaro, dondequiera que se encuentre ahora, pudiese verte, ¿qué pensaría de ti?” Y, aunque parezca la escena de uno de esos telefilmes lacrimógenos que tanto proliferan en nuestras televisiones, decidí que a partir de entonces, Álvaro se sentiría orgulloso de su madre. Si yo me dejaba vencer por la desgracia sin oponer resistencia, la muerte de Álvaro supondría mi muerte en vida, y, entonces, mi hijo habría muerto dos veces. Me rebelé contra la adversidad envuelta en una coraza. “Mi Álvaro sólo moriría una vez”, me dije dominada, a partes iguales, por la rabia y la determinación. La muerte y la vida van siempre de la mano. Perdóname, Rubén, no es justo que un padre que acaba de perder a su hija en unas circunstancias tan trágicas, tenga que oír estas cosas, y menos de labios de una periodista que.... -No tienes de qué disculparte. -Reconozco que mi historia suena bastante sensiblera, pero te aseguro que así fue como conseguí emerger del cenagal del dolor. A solas con mis sufrimientos, entre el cielo y la tierra, me volqué en el periodismo, la mejor manera que se me ocurrió de sublimar mis energías por los cauces socialmente aceptados, que dirían los psicoanalistas; pues bien, a golpe de sublimación, poco a poco, recuperé las ganas de vivir. Incluso, pobre ilusa, me empeñé en ser una de las mejores profesionales del país. Un empeño que degeneró en una terrible obsesión. Me convertí en una ambiciosa sin escrúpulos... Pero esa es una historia manida y poco ejemplar, lo que me interesa contarte es la lucha que libré en mis adentros contra la apatía vital. Aunque el recuerdo de mi hijo y el dolor de su pérdida forman parte de mi naturaleza, por fortuna, he conseguido liberarme de la depresión profunda en que me sumió su muerte. Me costó un esfuerzo sobrehumano superar la ausencia definitiva de mi hijo, y te aseguro que no se trata de una frase hecha, ya que el padre de Álvaro, Roberto, a la sazón mi marido, más que una ayuda, se transformó en una rémora –Alicia abrió la guantera del coche y cogió un paquete de cigarrillos- ¿Te molesta? Rubén negó con la cabeza. La mujer encendió el pitillo, y, tras darle tres caladas seguidas y expulsar el humo por la ventanilla entreabierta, prosiguió su historia. -La muerte de nuestro hijo trastocó por completo el carácter de Roberto, como si la catástrofe le hubiese dado la vuelta como a un calcetín, aflorando lo peor de su persona, lo que desconocía. Al día siguiente de enterrar a Álvaro, después de cubrirme de improperios por mi trágica torpeza, decidió remojar sus penas en alcohol para, según sus palabras, procurar ahogarlas; al mes, mezcló el alcohol con las drogas de diseño; más tarde, complementó este cóctel con mujeres y mujerzuelas, que de todo hay en la viña del Señor... En fin, Rubén, que nuestro matrimonio se fue al garete convirtiéndose en un tópico. A los dos años y medio de la muerte de Álvaro, nos divorciamos después de más de un año de separación. Desde entonces, no lo he vuelto a ver. Un amigo común me contó hace unos meses que lo había visto en la céntrica calle de una populosa ciudad costera del Sureste. Iba dando tumbos por la acera abrazándose a las farolas. Si Álvaro pudiese ver a su padre, ¿qué crees que pensaría de él? El relato de la trágica muerte del hijo de Alicia había restablecido provisionalmente la normalidad en el alma de Rubén, quien se estremecía de pura compasión por la bella mujer que tenía a su lado, a escasos centímetros de su cuerpo. Trató de alargar la mano para expresarle lo que sentía con un lenguaje esclarecedor, pero los músculos no le obedecieron; la voz tampoco lo hizo cuando trató de traducir en palabras el arrebato de empatía que le embargaba, como si las cuerdas vocales se hubiesen hecho un nudo para ahorrarle pasar por la humillante experiencia de deshacerse en llanto a causa de la muerte del hijo de una periodista, acaecida hacía dos lustros, y no haber sido capaz hasta el momento de derramar ni una sola lágrima por su hija querida del alma. -Pensaría que... que… Alicia, como si intuyera lo que bullía en el interior de Rubén, volvió a tomar la palabra. -Siento ponerme tan paternalista (¿o habría que decir maternalista?), pero, aunque ahora te cueste creerlo, estoy convencida de que dentro de un tiempo, cuando pase el período de duelo y expreses a tu manera el dolor que te corroe las entrañas, recuperarás en parte la ilusión por vivir. Debes hacerlo por ti, por Ainara, y por tu esposa. Lamento ser tan sentimental. Si fuese el personaje de una película, los críticos se ensañarían conmigo; si, en cambio, la Alicia peliculera guardara silencio y te mirase a los ojos impasible como una estatua, es probable que esos mismos críticos ensalzasen al realizador por la aséptica descripción de mi personaje. Pero no somos personajes de película, Rubén, somos un padre y una madre a los que la muerte más traicionera de todas les ha dejado sin sus respectivos hijos y... y... que le den por el saco a esos críticos, unos redomados hipócritas que dicen odiar la sensiblería, y que luego recurren a los sentimentalismos más trasnochados para tratar de llevarse a la cama a la mujer que se resiste a sus supuestos encantos. Ahí sí les valen las ternezas que tanto odian ver plasmadas en un papel o en una pantalla. En fin, continúo con los sentimentalismos, que es lo que ahora me pide el cuerpo y el alma... ¿Por dónde iba? Ah, sí. El problema radica en que la educación, la mala educación habría que decir, nos ha inculcado la creencia de que recuperar las ganas de vivir es algo así como traicionar a nuestros difuntos. Una creencia atroz. Vivir intensamente es el mejor homenaje que podemos hacer a nuestros seres queridos –la voz de la mujer se quebró-. Vivir intensamente de otra manera diferente a la que yo he vivido estos años. Disculpa –Alicia introdujo la mano en la guantera y palpó en su interior-. Pensaba que guardaba ahí un pañuelo. Rubén extrajo el suyo del bolsillo del pantalón y, cuando comprobó que estaba limpio, con la emoción a flor de piel, tras contemplar unos segundos los ojos llorosos de Alicia, enjugó con suma delicadeza las lágrimas que habían dejado una estela en la leve capa de maquillaje que cubría el rostro de la mujer. Y en ese instante, la capacidad crítica de Rubén volvió de su retiro para afearle por la prematura opinión que se había formado de la periodista la primera vez que la vio, hacía cuatro días, sólo cuatro, aunque en el calendario del librero había transcurrido una eternidad. Sintió que una oleada de vergüenza cubría su pensamiento. Una vergüenza con carácter retroactivo, las que más daño infligen al orgullo. -Lo siento, Alicia. Jamás imaginé que hubieses vivido un drama de esas características. Juzgamos por las apariencias, por eso, a veces, somos tan injustos con algunas personas. La primera vez que te vi, el otro día, pensé que... que... -¿Que la vida me había tratado de puta madre? –la mujer apagó el cigarrillo en el cenicero, y bajó la mirada hasta detenerla en sus manos, dominadas por un temblor súbito, como si, en medio del calor reinante, sintiese frío. -Más o menos. Lo siento, Alicia. -Gracias por tu sinceridad –la mujer alzó lentamente la cabeza al par que en su semblante se operaba una transformación que culminó en la majestuosa sonrisa que le dedicó a su acompañante. Una sonrisa que borró del pensamiento de Rubén cualquier referencia al pasado o al futuro; durante unos segundos, en su mundo sólo existió el presente simbolizado en la sonrisa que le devolvió lo mejor de sí mismo. Durante unos segundos. -Soy yo quien debe darte las gracias, Alicia –respondió Rubén cuando salió de su ensimismamiento. -Nos estamos poniendo demasiado sentimentales. -Pero no somos los personajes de una película. -¿Estás seguro? -Ojalá lo fuéramos. De una película, o de un mal sueño. Rubén sintió una punzada en el estómago y su rostro lo acusó reproduciendo una mueca dolorosa. -No sé si aguantaré hasta la universidad. Las emociones de los últimos minutos han vuelto a desquiciar mis intestinos. Alicia extrajo de su bolso de mano una cajita que contenía unas pastillas pequeñas de color marrón. -Trágate una. Son de un efecto fulminante. -Me temo que, a partir de ahora, mi organismo no podrá funcionar sin fármacos. -Podrá. ¿Te importa que te acompañe? -¿A ver al doctor Julián? -Sí. Cuatro ojos ven más que dos, y si se trata de oír más que de ver, te aseguro que tengo un oído que es la envidia de mis colegas del ramo periodístico. 37 Alicia estacionó el coche en el aparcamiento situado frente a la fachada principal de la universidad. El pabellón de la Facultad de Sociología se hallaba al fondo, a la izquierda, al final de un sendero de grava y asfalto que serpenteaba entre amplias superficies de césped bien cuidado. Los estudiantes más madrugadores empezaban a llegar al recinto universitario. Pronto, el campus se convertiría en un hervidero humano. En un banco de madera, a una veintena de metros de la entrada de la Facultad de Psicología y Sociología, un par de muchachas, con unos folios en las manos, intercambiaban preguntas y respuestas. -Se les nota a la legua que esas chicas se disponen a afrontar el examen final de alguna asignatura –dijo Alicia-. Su nerviosismo las delata. -Otras cosas también las delatan. -¿A qué te refieres? -A su indumentaria. Cuando Alicia y Rubén se encontraban a una decena de metros del banco, una de las muchachas alzó la vista y, tras escrutar a Rubén unos segundos, susurró algo al oído de su compañera, ésta retiró rauda los ojos de los folios, los fijó en Rubén y, al instante, asintió con la cabeza. Cuando Rubén y Alicia llegaron a la altura del banco, las dos jóvenes se incorporaron a un tiempo, como accionadas por un dispositivo automático, y se aproximaron a la pareja. -¿Es usted Rubén Levi? –preguntó la joven de la izquierda. Sólo el color de los ojos de las dos universitarias, verdes y negros respectivamente, desmentía la probabilidad de que fuesen dos gemelas univitelinas. Las dos eran de mediana estatura, las dos llevaban el pelo corto, las dos ostentaban sendos aros en cada lóbulo de la oreja y abundante bisutería en las muñecas, las dos vestían una blusa azul marino y un pantalón vaquero desteñido, las dos calzaban zapatillas deportivas blancas; en definitiva, las dos iban ataviadas con la misma indumentaria que lucían (o padecían) los miles de jóvenes que militaban en el Partido Revolucionario del Pueblo. “Tal vez vuestra lucha debería empezar por negaros a ir uniformadas”, se dijo Rubén para sus adentros, antes de que otra voz le recordase la recomendación que le había hecho Visi la noche de la tragedia: “Póngase en su lugar, Rubén”, refiriéndose a Alex, el joven cuyo padre había sido asesinado por los mercenarios del más allá de la derecha cuyo extremo se juntaba, en un bucle, con el de los terroristas del más acá de la izquierda. -¿Es usted Rubén Levi? –insistió la estudiante de ojos verdes. -Ese soy yo. -¿El padre de Ainara Levi? –interrogó la de ojos negros, para despejar equívocos. -El padre, sí. ¿Sois..., perdón, erais amigas de Ainara? –preguntó Rubén. -La conocíamos de vista antes de... eso –respondió la de ojos verdes-, pero a usted lo conocemos de la librería. Hace unos meses estuvimos en Libre Albedrío comprando unos libros de Sociología, ¿no se acuerda de nosotras? –Rubén negó con la cabeza-. Fue usted muy amable. Teníamos intención de volver a las pocas semanas, pero no lo hicimos porque un compañero nos proporcionó fotocopias de los otros dos libros de texto que pensábamos comprarle. Lamentamos lo que le ha ocurrido a su hija, señor Levi. -Muchas gracias. -Ainara tenía los ovarios bien puestos. Este pueblo nunca la olvidará –dijo la de ojos negros al mismo tiempo que doblaba el antebrazo y apretaba el puño izquierdo. -¿Por qué creéis que el pueblo no la olvidará? -Porque era una patriota. -Idos a tomar por el... Rubén Levi no completó la frase porque Alicia, rápida de reflejos, le tapó la boca con la palma de la mano. La recomendación de Visi sólo surtiría efecto a posteriori, cuando Rubén, más sosegado, se lamentase de su vehemencia. -Vamos, Rubén. Si las miradas mataran, Rubén hubiese muerto instantáneamente fulminado por las que le clavaron, al alimón, las dos universitarias. El librero, lejos de acogotarse, mantuvo la vista al frente, dirigida a un punto equidistante entre las dos muchachas, sin mirar en particular a una o a otra, pero mirando a ambas al mismo tiempo. Estaba harto de que en este país unos niñatos del tres al cuarto se aprovecharan del miedo difuso que inspiraba una banda de asesinos para alardear de un valor del que, sin pistolas amenazantes desde las sombras, indudablemente carecerían. Él, ahora que no tenía nada que perder porque lo había perdido todo, estaba inmunizado contra el miedo; en cambio, los que no han perdido casi nada y pretenden conservar todo, sellan los labios y miran para otro lado, por ejemplo, hacia esos idílicos prados que se recortan contra el fondo del horizonte donde, desde la noche de los tiempos, pastan mansamente unas hermosas vacas autóctonas, las mejores de la tierra, vigiladas por la atenta mirada del fornido campesino que, liberado de las fuerzas opresoras del Estado, miembro de un país de recién estrenada soberanía, con una sonrisa beatífica –la sonrisa de la felicidad-, dirige a sus animales unas expresiones afectuosas en la milenaria lengua del pueblo más antiguo del planeta. Una estampa típica de la Arcadia inscrita en el imaginario colectivo de las gentes ultranacionalistas de este país. Una estampa que jamás se hará realidad porque la mitología resulta incompatible con la vida de carne y hueso. Y entretanto esperan un día que nunca llegará, los ciudadanos que miran para otro lado porque las amenazas no van con ellos, o, quizá, las amenazas no van con ellos porque precisamente miran hacia el lado contrario al que miran las amenazas, esos ciudadanos, que se cuentan por decenas de millares, con el alma encallecida, se dedican a procurar vivir lo mejor posible desde el alba al anochecer, que en eso y no en otra cosa consiste la vida humana. ¿Los amenazados? ¿Y qué puedo hacer yo por ellos? Además, si los han amenazado, por alguna razón será, ¿no? ¿Que por qué no me siento amenazado? Sencillamente, porque defiendo a mi tierra, la tuya, la nuestra, la mejor, la que acoge a un pueblo antediluviano que lucha por su libertad. ¿Los otros? ¿Qué otros? ¿Te refieres a los amenazados? Y dale. Que sigan mi ejemplo. Rubén no estaba dispuesto a seguirlo, ahora menos que nunca. -¿Ocurre algo, tío? –le espetó la estudiante de los ojos negros. Rubén dio un paso adelante, dispuesto a explicarle con pelos y señales a la muchacha lo que ocurría, mientras Alicia trataba de impedírselo sujetándole del brazo. -No merece la pena, Rubén. No, no la merecía. Rubén giró sobre sus talones y se encaminó hacia el edificio de la Facultad de Sociología. Alicia, antes de seguir sus pasos, estuvo tentada de hacer un corte de mangas a las dos muchachas, pero se contuvo a tiempo. Cuando avanzó unos metros, volvió la cabeza y vio a las dos universitarias plantadas en el mismo sitio, delante del banco, sin apartar los ojos de la espalda de Rubén, como si apuntaran a una diana imaginaria. Alicia sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. Un amable conserje entrado en años les indicó dónde se encontraba el despacho del doctor Julián Nieto. -No tienen ustedes pérdida. Esas escaleras de ahí –el conserje señaló con el índice a la izquierda- les conducirán a la primera planta. Allí, giren a la derecha y recorran el pasillo hasta el final. La última puerta es el despacho del doctor Nieto. Al final del pasillo, en una puerta de caoba recién barnizada, colgaba una placa dorada con el nombre del profesor precedido de su correspondiente título. En el momento en que Alicia se disponía a llamar, la puerta se abrió y una joven enfundada en unos pantalones muy ceñidos salió apresuradamente del despacho con el pelo revuelto y la cabeza gacha, como si hurtando la mirada a los mirones pudiese impedir ser vista. Alicia golpeó suavemente con los nudillos en la puerta, justo debajo de la placa dorada en la que figuraba el nombre del profesor escrito con letra gótica. -Adelante –les dijo una voz grave y ronca. -Buenos días –saludaron Alicia, en voz alta, y Rubén, entre susurros, bajo el dintel de la puerta. -¿Qué desean? –preguntó el profesor levantándose de su sillón de cuero, aunque sin incorporarse del todo. Mientras Alicia, sin moverse de su posición, se presentaba y explicaba al doctor el motivo de la visita, Rubén se entretuvo examinando los rasgos faciales del sociólogo. Era un hombre de unos cuarenta y tantos años, con una abundante cabellera negra embadurnada de gomina; una barba del mismo color recortada con esmero hacía resaltar, por contraste, el verdor claro de sus grandes ojos. La ausencia absoluta de canas probablemente denotaba un minucioso proceso de teñido. El docente sostenía en la mano izquierda unas gafas de montura dorada y cristales pequeños. En cuanto se las puso, su rostro intensificó aún más si cabe el aspecto de intelectual. Rubén se imaginó a sí mismo con treinta años menos, encarnado en una universitaria enamoradiza, y no se le antojó inverosímil que un hombre como el doctor Julián Nieto exacerbara su libido. -Pasen y tomen asiento –les invitó el profesor haciéndoles un gesto con la mano. -Gracias –dijo Alicia. -¿Viene usted como periodista o como amiga del señor Levi? –preguntó el profesor. Alicia miró a Rubén, y aunque éste trató de esbozar una sonrisa que demostrase inequívocamente el sentimiento de amistad que le unía a la mujer, su boca sólo pudo reproducir una mueca que admitía cualquier interpretación. -Como amiga de Rubén. -Mucho gusto en conocerle, señor Levi. Acepte mis más sinceras condolencias –el profesor se incorporó para saludarle y los ojos de los dos hombres se encontraron a la misma altura. El docente medía más de un metro ochenta. Rubén comprobó con el rabillo del ojo que las llaves estaban puestas en la cerradura de la puerta del despacho. ¿Por qué? La respuesta era obvia. Rubén estrechó maquinalmente la mano del profesor. Estaba concentrado en lo que se cocía en su imaginación, la cual le mostraba a su hija en la habitación, sentada encima de los muslos del sociólogo; y, aunque la voz de éste le parecía menos cascada que la del mensaje del contestador automático, lo que visualizaba no se le antojó una escena disparatada, sino verosímil–. Pero ¿qué hacen de pie? Siéntense, por favor. -Gracias –dijo Alicia mientras se sentaba en una silla forrada de piel sintética. Rubén seguía de pie, sumido en el silencio, enfrascado en el proceso de observación. Aun reconociendo sus incuestionables atractivos, había algo imperceptible que le desagradaba en el hombre que tenía delante de sí, a tiro de brazo (o de puñetazo), separado por una mesa cuadrangular en cuyo extremo izquierdo había un rimero de papeles, probablemente las hojas de exámenes de sus alumnos. Levi atribuyó esta antipatía a que las respectivas energías que irradiaban resultaban incompatibles, o, quizá, fuera un sentimiento retrospectivo de celos, como si le ofendiera la posibilidad de que su hija hubiese podido encontrar excitante la compañía del profesor. Sin una causa concreta que lo explicara, repentinamente, visualizó a Ainara compartiendo lecho con el doctor, y en ese instante, sólo en ese instante, tuvo la certeza de que el docente al que contemplaba de arriba abajo era el dueño de la voz ansiosa que había dejado los dos mensajes en el contestador. Ainara estaba presente en aquel despacho, una presencia que iba más allá del recuerdo imperecedero de su padre; Ainara se encontraba en la estancia, no por mediación de Rubén, sino porque formaba parte del ambiente; Rubén la respiraba en la atmósfera, casi la podía palpar, como si el lugar conservase la esencia de su paso. El librero escudriñó los ojos del doctor, y, en el fondo de sus pupilas, vislumbró a Ainara. Indudablemente, este hombre había estado enamorado de su hija, tal vez lo siguiera estando –razonó Rubén-. La cuestión estribaba ahora en averiguar si ella había correspondido a ese amor maduro. “¿Por qué te interesa saberlo, Rubén?”, retumbó una voz familiar dentro de su cabeza. “Porque es mi hija y debo conocerla”, respondió. “¿Es que no la conoces?”, volvió a preguntar la voz. Si la pregunta se la hubiese formulado alguien que no fuese su propia voz, habría respondido sin vacilaciones: “Claro que la conozco”; pero ante sí mismo sólo cabía una respuesta: “Tal vez no lo suficiente”. -¿No te sientas, Rubén? –le preguntó Alicia. -Ah, sí, perdón, estaba distraído. -Ustedes dirán. -¿Conocía usted a mi hija? –preguntó abiertamente Rubén emergiendo de su mundo interior al cabo de unos segundos de denso silencio. -Por supuesto, señor Levi. Le di clase en primero y tercero de carrera. Por cierto, era una excelente alumna. He sentido muchísimo su muerte en unas condiciones tan... tan trágicas. La hubiese sentido de todas maneras, pero infinitamente más en las circunstancias en que se ha producido. -Sé que como alumna la conocía, le pregunto si conocía a mi hija fuera del ámbito profesional. Ya me entiende lo que le quiero decir. El profesor tragó saliva, antes de sacar una cajetilla de tabaco rubio del cajón de su escritorio y ofrecer un cigarrillo a sus invitados, como si tratara de ganar tiempo para meditar la respuesta. Alicia aceptó, Rubén rechazó el ofrecimiento. -¿La conocía, señor Nieto? –insistió Rubén. El profesor carraspeó y, cuando parecía que iba a responder, le sobrevino un acceso de tos. Mientras el doctor Julián Nieto sofocaba la tos contra un pañuelo, Alicia y Rubén intercambiaron una mirada de complicidad. Un par de minutos después, cuando Julián encendió los cigarrillos, el de Alicia antes que el suyo, con un mechero dorado, tras sostener altivamente la penetrante mirada de Rubén unos segundos, no más de cuatro, se decidió a colmar la curiosidad de su impaciente visitante. -Le hablaré sin rodeos, señor Levi –Julián Nieto desvió los ojos hacia Alicia-. Estoy hablando con el padre de Ainara, y usted está aquí como amiga de los Levi, no como periodista, ¿de acuerdo? -De acuerdo. -¿Me da usted su palabra de que lo que yo refiera aquí, no saldrá mañana publicado en su periódico? -Se la doy. -Me fío de usted –Julián Nieto dio una calada al cigarrillo, ladeó la cabeza y volvió a concentrarse en Rubén-. El mechero con el que acabo de encender los cigarrillos me lo regaló su hija hace dos años y medio, el día de mi cumpleaños. Rubén tuvo que reprimir la expresión burda que acudió espontáneamente a su boca. Notó, por debajo de la mesa, que la mano de Alicia, posada en su rodilla, le instaba a que controlara sus impulsos. Los contuvo. -Le seré franco, señor Levi. Me enamoré perdidamente de su hija hace poco más de cuatro años, se puede decir que en cuanto la vi en primer plano, aquí, en este despacho. En el aula magna, con más de cien alumnos (la asignatura de Introducción a la Sociología es común a varias carreras), resulta muy difícil fijarse en alguien en particular. Al principio, traté de contenerme, yo soy un hombre casado, padre de dos hijos adolescentes. Una cosa es una cana al aire, como vulgarmente se dice, y otra muy diferente un enamoramiento en toda regla. Un profesor de una universidad tan importante como ésta, tiene la tentación de la carne delante de sí a todas horas, a diestra y a siniestra, y resistirse a ella, exige un esfuerzo de titanes –el doctor hincó la barbilla en el pecho, como si hiciese un acto de contrición-. Yo sólo he sido un titán a ratos. Pese a ello –alzó de pronto la cabeza, y miró a Rubén con unos ojos brillantes, sorprendentemente engrandecidos-, hasta que conocí a su hija, me había limitado a caer en la tentación de la carne, sólo de la carne, sin involucrar a mis sentimientos. Algún escarceo sexual y punto. Rubén interrumpió al profesor para pedirle un cigarrillo. -No fumo, pero ahora creo que lo necesitaré –quería tener las manos ocupadas para evitar cometer alguna barbaridad. La animadversión que le producía el sociólogo crecía a pasos agigantados. Julián Nieto le encendió el cigarrillo con el mechero dorado, Rubén creyó ver el nombre y el primer apellido del profesor grabado en la superficie del encendedor. Sintió que su ira se multiplicaba por equis. Por un momento, estuvo tentado de marcharse, pero se obligó a esperar, tal vez lo que su imaginación imaginaba no se sustentaba en la realidad, sino en la fantasía. -Con Ainara, señor Levi, todo fue diferente. De su hija me enamoré, y le aseguro que no se trataba de un capricho pasajero. En cuanto la vi de cerca, resonaron en mi cabeza, como cascabeles, las legendarias palabras de Stendhal: “La belleza es una promesa de felicidad”. Al principio, me rehuyó, aunque intuí que su actitud no se debía a una falta de interés por su parte, como comprobé al cruzarme con ella, en una galería de la facultad, un par de semanas después de nuestro encuentro en el despacho; entonces, la intuición se convirtió en certeza: ella sentía un interés por mí que iba más allá de la simpatía o de la típica admiración de una alumna adolescente por su profesor maduro. Busqué un pretexto para volver a reunirme con ella en el despacho. Sobre la marcha, sólo se me ocurrió dejarle un libro escrito por mí, el menos ladrillo de los cuatro que he publicado. Me lo devolvió a los tres días. Me supuse que me lo devolvía porque le resultaba infumable, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando me dijo que lo había leído de cabo a rabo, como una novela, y que, además, había aprendido mucho de él. Rubén, incapaz de controlar ni un segundo más sus desquiciados nervios, le formuló directamente la pregunta que atronaba sus adentros desde el mismo instante en que había cruzado el umbral del despacho. -¿Se acostó usted con mi hija? Al oírse a sí mismo plantear una pregunta tan osada y vulgar, se arrepintió de haberlo hecho, no por la pregunta en sí, sino por la eventual respuesta que su enunciación era susceptible de provocar. Alicia giró el cuello y miró a Rubén de hito en hito. -¿Qué importancia tiene eso, señor Levi? -Sí que la tiene, para mí, sí. -No acabo de entender lo que usted se propone... -¿Se acostó o no? –insistió Rubén. -¡Sí, lo hice, lo hicimos! –gritó el profesor inclinando el tronco hacia delante y aproximando sus ojos furibundos a los furibundos ojos de su interlocutor- Nos acostamos, ¿y qué? –Julián Nieto bajó el volumen de su voz mientras dejaba caer el tronco contra el respaldo del sillón-. Lo importante es que quise de verdad a Ainara, y deseo creer que ella me correspondió, por lo menos, al principio. Stendhal tenía razón. Ainara, la belleza, era una promesa de felicidad; lástima que yo fuera tan... tan imbécil. -¿Al principio? ¿Qué pasó después? –inquirió Rubén ya más calmado, dispuesto a tragarse de golpe toda la cicuta. -Pasó lo que tenía que pasar con una persona como Ainara. Un día me dijo que quería hablar conmigo a solas, en un lugar solitario. Era un día tibio de invierno, sin lluvia, y el lugar más solitario que se me ocurrió fue la playa. Allí, sentados sobre unas rocas, me dijo que no estaba dispuesta a asumir el papel de amante, y que sólo aceptaría mantener relaciones conmigo en cuanto pidiese formalmente el divorcio. Ella no era una mujer que se resignase a ser el segundo plato de nadie. O todo o nada. Mentiría si dijera que me sorprendió lo que me dijo. Era una persona con mucho sentido común. Si le repetía cada vez que la veía que la amaba a ella y no a mi mujer, lo lógico era que yo anhelara divorciarme de la mujer que ya no quería para entregarme en cuerpo y alma a la joven que sí amaba. Lástima que a veces la lógica sea lo más complicado de llevar a la práctica, sobre todo, cuando uno no se atreve a renunciar a sus privilegios. -Y usted, claro, le prometió que se divorciaría, ¿no? -Sí, se lo prometí, y no fue una promesa retórica; cuando la formulé, estaba dispuesto a cumplirla. Ainara, además, aquella mañana en la playa, aprovechó la coyuntura para decirme que le molestaba que adoptara un papel tan poco beligerante con los alumnos revientaclases, así denominaba ella a los condiscípulos que cada dos por tres subían al estrado del aula para convocar una jornada de lucha en defensa de los derechos de los presos y cosas por el estilo. He de reconocer que yo, al principio, temía enfrentarme a estos sujetos. Procuraba mantener una exquisita neutralidad en las cuestiones políticas con el objeto de preservar mi tranquilidad, dicho con otras palabras, adoptaba deliberadamente el papel de cobarde egoísta para evitar convertirme en uno de esos colegas amenazados que van acompañados a todas partes por un par de escoltas, al aula también; pero su hija me devolvió la valentía o, tal vez, más que devolvérmela, me la regaló, y, con ella, la dignidad. Y les hice frente. Hasta ahora, y toco madera, no me han amenazado directamente, o sea, que acudo a la universidad sin escolta. -¿Qué sucedió después? -Sucedió lo que tenía que suceder. Yo no cumplí mi promesa de pedir el divorcio, y Ainara cumplió la suya y se negó a verme... fuera del aula. Rubén se recostó en la silla. Acababa de quitarse un peso de encima, y qué peso. Su hija se había enamorado de un hombre casado, sí pero no había traicionado sus principios. Le desazonó, en cambio, que la actitud conservadora mostrada por Ainara le provocara un sentimiento de alivio, algo impropio en un hombre progresista como él, aunque, claro –se consoló-, en cuestión de sentimientos, los seres humanos acostumbramos a ser bastantes conservadores, y él no constituía una excepción. -¿Nada más? ¿Ainara no le presionó? -No, fui yo quien la presionó a ella, aunque no cedió ni un ápice. Incluso, pensé en faltar a la verdad y decirle que ya había pedido el divorcio, en un intento desesperado para que ella accediera a seguir viéndome y poder..., en fin, ya sabe. -No lo sé, aunque, por desgracia, puedo imaginármelo. Continúe –le apremió Rubén con un enérgico ademán de la mano, como instándole a que no se recreara en los detalles escabrosos y que fuera directo al núcleo del asunto. -En resumen, señor Levi, que fui un cobarde. Mi mujer es la hermana política de un destacado dirigente nacionalista, yo aspiro a la Cátedra de Sociología y, aunque se lo prometí a su hija, luego, a la hora de la verdad, no me atreví a hacer lo que debería haber hecho. Me supuse que los Larrea, la familia del esposo de la hermana de Iciar, mi mujer, me harían la vida imposible, y no tuve agallas. Cuando le imploré a Ainara un día, por teléfono, que me concediera un poco más de tiempo, se negó tajantemente a ello. De esto hace casi un año y medio. Un año y medio en el que he sido de todo menos feliz. Cuando la ausencia de Ainara se me hizo insoportable, al cabo de unos pocos meses, recuperé el valor y decidí cumplir mi promesa, aunque, antes, quise asegurarme de que su hija seguía... seguía... -Queriéndole –apuntó Alicia-. No quería romper una baraja sin tener preparada otra. ¿Me equivoco? El profesor extrajo un pañuelo del bolsillo del pantalón y se enjugó el sudor de la frente. -No se equivoca. Julián Nieto abrió el cajón de la mesa y hurgó en su interior. Rubén no pudo dominar la impaciencia. -Continúe, por favor. ¿Cómo reaccionó Ainara a su nueva tentativa? El interpelado cerró el cajón e irguió la cabeza hasta situar los ojos a la altura de los de Rubén, cuya mirada, implacable, sin un atisbo de simpatía, sólo pudo sostener unos segundos. -Reaccionó como me temía. Intenté abordarla un par de veces en la universidad, pero ella me eludió. Le mandé una carta plañidera en la que, además de reconocer mi cobardía, le rogaba que me concediese otra oportunidad, porque... porque... Ya sabe, señor Levi, lo que los enamorados de los culebrones suelen decir en estos casos. Porque eso es lo que yo era entonces: el personaje de una lacrimógena telenovela venezolana. El orgullo se va a tomar por rasca cuando estás a punto de perder al gran amor de tu vida, y los sujetos de mi calaña, equivocadamente o no, solemos creer que el gran amor de nuestra vida es el que hemos perdido. No abundaré en los detalles para no sonrojarme o, quizá, para evitar que ustedes se sonrojen. No recibí respuesta. Así que, a la desesperada, el otro día decidí llamarla por teléfono y dejarle dos o tres mensajes en el contestador. Y, en lo que a mí respecta, ahí se acaba la historia de amor con su hija, la frustrada historia de amor, habría que decir. Lamento profundamente su muerte, señor Levi. Si le sirve de consuelo, le diré que Ainara, además de sus encantos físicos y sus dotes estudiantiles, ha sido una de las mejores personas que he conocido en mi vida, quizá la mejor. Rubén salió del despacho del doctor Julián Nieto mucho peor de lo que había entrado, con la autoestima por los suelos, decepcionado consigo mismo. Su hija jamás le había hablado del profesor universitario. ¿Por qué? Porque probablemente pensaba que él se opondría a que ella mantuviera relaciones con un hombre casado veintitantos años mayor que ella. Y así lo hubiera hecho. “Menudo progresista del tres al cuarto estoy hecho”. Atravesó el campus cabizbajo, sumido en sus punitivos pensamientos. Alicia comprendió que lo mejor que podía hacer era guardar silencio. -Trato de esclarecer la verdad de Ainara, y lo único que he conseguido hasta el momento es descubrir aspectos de mi persona que desconocía. Aspectos que me repugnan –dijo Rubén, apesadumbrado, dentro del coche, cuando salieron del recinto universitario. -¿A qué te refieres, Rubén? -A que, por ejemplo, yo tengo de progresista lo mismo que Ainara tenía de criminal. -¿Por qué no eres progresista? ¿Porque no habrías aprobado que tu hija se relacionase con un hombre mucho mayor que ella, casado y que, para más inri, pretendía jugar con las cartas marcadas? ¿Por eso? -Por eso, sí. Alicia redujo la marcha y, cincuenta metros más adelante, se detuvo en una parada de autobús. -Choca esos cinco, Rubén –le dijo girando el tronco y envolviéndole en una mirada a la que Rubén sólo pudo resistirse recurriendo a una batería de pestañeos-. En esas circunstancias, yo tampoco hubiese sido una progresista. ¿No te parece que lo verdaderamente progresista en un padre es desear lo mejor para su hija? -Sí, pero no lo mejor para el propio padre. -Lo mejor para una hija es lo mejor para un buen padre. Un buen padre como tú, Rubén. -Lo es... para un buen padre. 38 Alicia detuvo el coche, en doble fila, frente al número 12 de la calle de la Montaña. Eran las once y media de una mañana de junio de aspecto otoñal; el cielo, brumoso al amanecer, se había ido cubriendo de negros nubarrones con el paso de las horas. Rubén hizo ademán de apearse, pero la periodista se lo impidió asiéndole del antebrazo. El olor a lavanda, cada vez más intenso, devolvió al librero, por segunda vez en menos de veinticuatro horas, la imagen que, durante los últimos años, había estado arrumbada en el sótano de su desmemoria. El cuerpo despatarrado de Matilde restalló en su pensamiento, como un fogonazo, antes de que la fuerza arrebatadora del momento presente devolviera a Matilde al lugar que le correspondía. -Espera un minuto, por favor –susurró Alicia. Rubén, con la vista fija en el parabrisas, sintió en las pestañas, de refilón, el cosquilleo irresistible de la mirada de Alicia, y no pudo evitar ladear la cabeza y mirar... “Estos ojos, estos ojos...” Se obligó a entornar los párpados, pero los músculos no le respondieron; trató de girar el cuello, y tampoco pudo. Era como si su voluntad estuviese en sus ojos. ¿En los de él o en los de ella? En los de él, en los de ella. Y, retrospectivamente, supo por qué esos ojos, de un verdor deslumbrante, le habían impresionado tanto la primera vez que los vio. Eran claros y grandes, sí, pero ojos claros y grandes hay muchos; lo que los hacía diferentes a los otros era su luminosa profundidad, como si invitasen al observador a adentrarse en su interior y recrearse en la otra belleza, la que sólo está reservada a los que miran más allá de las apariencias. -Dime, Alicia –susurró Rubén con los ojos en carne viva. -Pues... es que... –Alicia abatió los párpados, y Rubén salió bruscamente del sortilegio. -¿Tienes algún problema? -No, sólo quería recordarte que, en cuanto realice el par de visitas que tengo concertadas esta tarde, viajaré por carretera a la capital del Estado. -¿Te reclama allí algún asunto de trabajo? Los ojos de Alicia recuperaron su altura de miras. -Voy a intervenir esta noche en el programa de Entre Tirios y Troyanos. -Ah, sí. Lo había olvidado. ¿Llegarás a tiempo? -Sí, yendo a una velocidad prudencial, estaré allí en poco más de tres horas. El programa comienza alrededor de las once de la noche. -Que tengas suerte, Alicia –Rubén aprovechó el giro instintivo de la cabeza de la mujer atraída por el frenazo brusco de un coche, para abrir la puerta del vehículo. El olor concentrado a lavanda le empezaba a marear. -¿Quieres venir conmigo? –preguntó de pronto Alicia con la boca y los ojos al mismo tiempo; y cuando Rubén, hechizado por la deslumbrante mirada de la mujer, iba a asentir con la cabeza, la visión de Ainara le hizo retirar los ojos y dirigir la vista al frente durante unos segundos, en silencio, como si la mujer le hubiese propuesto un asunto de vida o muerte. -En estos momentos, Alicia, el único viaje que podría emprender es hacia el otro mundo –respondió al cabo de medio minuto. El conductor de un espectacular “Mercedes”, airado, tocó vehementemente el claxon. El coche en doble fila de Alicia le había obligado a aminorar la marcha para realizar la maniobra que le permitía pasar al otro carril, una operación que le había hecho perder diez segundos. ¡Diez segundos! -El otro mundo puede esperar. Ha sido una torpeza por mi parte proponerte que me acompañaras. Me ha debido traicionar el... el... –Alicia entornó los párpados y dejó la frase inconclusa. Sonó el claxon de otro coche, con más insistencia que el anterior. -Las personas gritamos, los coches tocan el claxon –observó Alicia. -Pues ese coche grita a lo Tarzán. Aquí estorbamos. -¡Ya voy! –vociferó la periodista sacando la cabeza por la ventanilla-. Espere un minuto o, si no, maniobre –el conductor del vehículo gritón dio un volantazo, aceleró y profirió un exabrupto cuando pasó por delante del coche de Alicia-. ¿Has oído lo que ha dicho, Rubén? -No, aunque me lo imagino. -Todo el mundo en este dichoso país tiene prisa (y mala educación) cuando coge un volante, todo el mundo..., yo también. ¿Qué te estaba diciendo, Rubén? -Me hablabas de tu viaje a la capital para intervenir en el debate. -Ah, sí. Te prometo que, en cuanto salga a colación el nombre de Ainara (que, para bien o para mal, saldrá), trataré de defender su causa lo mejor que pueda; pero en previsión de que lo mejor que pueda no fuese lo que el buen nombre de Ainara necesita y, por lo tanto, las cosas se pusiesen feas, ya he convenido una señal con mi amigo Santiago, el ayudante de dirección de Entre Tirios y Troyanos. En cuanto me vea atusarme repetidamente el pelo con la mano izquierda, sabrá que deberá llamarte de inmediato para comunicarte que las cosas no van demasiado bien para la causa de Ainara. El resto dependerá de ti. Si no te sientes con ánimos de intervenir, se lo dices a mi amigo, y punto. ¿De acuerdo, Rubén? -De acuerdo, Alicia, aunque, vaya como vaya el debate, dudo mucho de que me anime a decir algo. Ni siquiera tengo intención de ver el programa. -El interés de un debate se fundamenta en las declaraciones de los invitados. Si intervinieras tú con la conmovedora fuerza de tus argumentos, estoy segura de que el programa, además de incrementar su interés, mejoraría en calidad y en humanidad también. Haz lo que creas conveniente, Rubén. De negarte a intervenir, siempre estás a tiempo. Bueno, he de irme. Tengo que pasar por el periódico antes de comer, y aquí, aunque nadie toque la bocina ahora, interrumpo el tráfico. -Gracias por tu ayuda, Alicia. Jamás olvidaré lo que has hecho por mí. -Lo he hecho encantada... y continuaré haciéndolo en tanto no me digas lo contrario. Si dispongo de un rato, mañana, cuando vuelva de la capital, te llamaré para contarte los pormenores de mi entrevista con la familia de Teo y las incidencias del programa, o mejor, pasaré por tu casa, si te parece bien... ¿Te lo parece? -Me lo parece –respondió mecánicamente Rubén al par que abría la puerta del vehículo aprovechando que el semáforo del fondo se había puesto rojo. -Entonces, hasta mañana, Rubén. ¿A las cinco de la tarde? -A las cinco. Rubén rodeó el vehículo y se detuvo en la acera, de espaldas al portal, con la vista fija en Alicia, ésta le devolvió la mirada sin decidirse a poner en marcha el coche. Al cabo de unos segundos, Rubén se aproximó a la ventanilla. -¿Se te ha olvidado decirme algo, Rubén? -Pues...sí. Estoy intrigado por una cosa –Rubén carraspeó mientras pugnaba por sostener la expectante mirada de la mujer. -¿Qué cosa, Rubén? -¿A qué se debe el interés que te estás tomando por... por los Levi? Desde un punto de vista periodístico, ya hemos dado todo el juego que podíamos dar. Mi hija murió hace unos días, y, aunque yo consiguiera reunir las pruebas que demostraran que Ainara no pertenecía a la Organización, tampoco considero que eso constituiría una primicia informativa para El Diario de la Actualidad. Lo que vende es la sangre y el morbo; las verdades que desenmascaran los infundios de los difamadores, apenas despiertan el interés de los lectores. -No, no lo despiertan. -¿Por qué te interesas tanto por los Levi? –Insistió Rubén- ¿Por lástima? -Te seré franca, Rubén. Me interesas tú, y en ese tú incluyo también la causa que defiendes. En una sociedad tan materialista y mezquina como ésta que nos ha tocado vivir o, hablando con propiedad, que a base de despropósitos hemos construido para malvivir, no es frecuente conocer a personas de tu talla. Te admiro, Rubén. Rubén se ruborizó casi al mismo tiempo que Alicia, aunque, ocupados en sus respectivos rubores, ninguno de los dos se percató del rubor del otro. -Eres muy piadosa, una virtud que, a tenor de lo que se ve y se oye, en el ámbito periodístico se encuentra en peligro de extinción. -Nunca he sido excesivamente piadosa. Todo lo contrario. Lo que me ha caracterizado en el ejercicio de mi profesión ha sido la falta de piedad. -Una muchacha muerta de esa manera azuza la piedad de cualquiera. -No, Rubén, mi admiración no se fundamenta en la piedad, sino en otra cosa. Rubén no quiso saber qué era esa otra cosa, quizá porque no le interesaba, o, tal vez, porque no deseaba confirmar lo que empezaba a barruntarse. Ahora, no estaba en condiciones de acometer esa otra cosa. ¿Lo estaría en algún otro momento? -Adiós, Alicia. Suerte. -¿En el programa? -En la vida, en general. -Gracias, Rubén. Hasta mañana... Rubén se encaminó hacia el portal. -Rubén... El hombre giró el tronco. -¿Sí? -Mi mirada, en los últimos días, huye de todas las personas menos de una –la mujer guardó silencio unos segundos, se aclaró la garganta con varios carraspeos y, antes de girar la llave de contacto del coche, con los ojos fijos en los de Rubén, añadió-: La suerte mía quizá seas tú. “La suerte mía quizá seas tú... La suerte mía quizá seas tú”. Rubén entró en el portal tratando de descubrir, entre líneas, una connotación diferente a lo que revelaban las palabras pronunciadas por Alicia, pero desistió a los pocos segundos tras convencerse de que las palabras de la periodista sólo pretendían significar lo que aparentemente significaban. “La suerte mía quizá seas tú... ¿Lo seré? Pamplinas. La desgracia suya quizá sí sea yo, la suerte jamás. Los Levi no podemos ser la suerte de nadie. Estamos malditos”. Subió en el ascensor con el matrimonio de mediana edad que vivía en el séptimo piso, los Garrido Casado, una pareja que votaba siempre a la izquierda o a la derecha del nacionalismo, dependiendo de qué partido se comprometiera a bajar más los impuestos. Le saludaron, cabizbajos, con un seco “hola”, y se despidieron con un escueto “adiós” sin despegar los ojos del suelo. Los vecinos del número 12 de la calle de la Montaña, al igual que sucedía con los residentes de la mayoría de los edificios de viviendas de la comunidad, estaban divididos políticamente en tres bandos: los de ideología nacionalista, los estatales y los que no eran ni una cosa ni la otra, sino todo lo contrario. Desde que el mundo de Rubén se había puesto patas arriba, los nacionalistas radicales no se limitaban a intercambiar el saludo de rigor cuando se cruzaban con él en el portal o en el ascensor, sino que le dirigían palabras de ánimo, algunos incluso se ofrecían a ayudarle en lo que hiciera falta. Los estatales, en cambio, en cuanto coincidían con él, bajaban la cabeza y mascullaban unas sílabas ininteligibles, las cuales tanto podían significar un saludo como una grosería. Ainara se había convertido en una heroína para los nacionalistas más acérrimos, en una asesina para los estatales, y en ni una cosa ni otra sino en todo lo contrario para los equidistantes. Para éstos, aquellos y los otros, había dejado de ser Ainara Levi, la muchacha alegre, amable, bondadosa. Ahora, los veintidós años de su biografía, para la mayoría de sus convecinos, se resumían en una disyuntiva: o terrorista asesina, o compatriota luchadora. Las virtudes que siempre jalonaron la trayectoria personal de Ainara Levi en el mundo de los vivos, habían sido borradas de un plumazo de la memoria colectiva desde el mismo instante en que se hizo pública la identidad de los ocupantes del coche que había estallado en el Barrio Azul. “De mi memoria no se borrarán. Te lo prometo, hija mía”, se dijo Rubén mientras se dirigía a la carrera a su habitación para coger papel y pluma. Sentado en el sillón de orejas del salón, se dispuso a plasmar por escrito todo lo que recordaba de su hija, una manera de salvar de un eventual colapso de la memoria los momentos estelares de la vida de Ainara. Escribió ininterrumpidamente hasta que se bloqueó, a la media hora, como un escritor al que la inspiración deja plantado a los pocos minutos de prometerle el colorín colorado de la creación literaria. “¿Esto es todo? ¿Veintidós años reducidos a menos de cuatro hojas de un cuaderno diminuto? Es imposible. Tiene que haber más, mucho más”. Y lo había, claro que lo había. Lo que había era casi una mera repetición de lo que describían las frases escritas en el cuaderno. Días y días reducidos a copias de sí mismos, como si hubiera sido incapaz de sacar provecho al inmenso privilegio de tener a una hija como Ainara. Y cuando iba a empezar a fustigarse por dilapidar de forma tan deplorable su existencia, la voz de alguien, su padre o su madre, o ambos a la vez, resonó en sus adentros: “La vida es así, Rubén. Sólo después, cuando el futuro se hace presente, valoramos el antes, el pasado. Y, entonces, lo añoramos, inmediatamente antes de lamentarnos por no haber hecho del ayer algo digno de ser recordado en el mañana, o sea, hoy. No te atormentes, Rubén. La felicidad sólo florece en medio de la rutina. Si todas las vivencias estuviesen colmadas de dicha, no habría felicidad. Los días rutinarios son los que permiten, con el paso del tiempo, que determinados recuerdos resplandezcan, como fogonazos en la oscuridad, contra el fondo de nuestra memoria”. Confortado por estas palabras, Rubén cerró el cuaderno, lo dejó junto a la urna de Ainara y se dirigió a la cocina a prepararse algo para cenar. 39 Rubén encendió el televisor a las once de la noche, la hora anunciada para el comienzo de Entre Tirios y Troyanos. Había decidido concederle al programa veinte minutos de margen para que le convenciera de sus excelencias. Ni un minuto más. Si la chabacanería hacía acto de presencia, apagaría el aparato. En el canal privado donde supuestamente ofrecían el debate, proyectaban en esos momentos una película de Jean Claude van Damme. ¿Lo emitirían en otra cadena? Rubén consultó el periódico y comprobó que sintonizaba el canal indicado. También cabía la posibilidad de que, sin previo aviso, el programa hubiese sido suspendido a causa de las presiones ejercidas por las altas instancias. No era descabellado pensar que al partido del Gobierno Central, a menos de un año de las elecciones autonómicas, no le interesara un debate de esta naturaleza, y, por consiguiente, entre bambalinas, hubiese movido los hilos para abortarlo en el último momento. Fue pasando canales con el mando a distancia. Nada. Sintonizó de nuevo el canal cinco. La película llegaba a su fin. Quizá el debate empezara a continuación. Después de varias decenas de anuncios publicitarios en los que se garantizaba el oro y el moro para los televidentes que con más ardor consumieran, veinte minutos más tarde de la hora anunciada, y tal vez a la hora de siempre, comenzó Entre Tirios y Troyanos, el espacio televisivo más visto de la noche de los viernes. El tema que se debatía, concretado en la pregunta: “¿Se debe dialogar con los violentos para resolver el conflicto del Norte”, había suscitado entre los responsables del programa grandes expectativas, incluso alguno de ellos confiaba en que los índices de audiencia se disparasen batiendo sus mejores registros. Razones había para ello. La experiencia demostraba que sólo los debates televisados en los que se discutía con ardor sobre violencia y sexo atraían el interés del público. En la primera media hora, el debate, en contra de las previsiones, se desarrolló civilizadamente. El primer participante nacionalista que intervino sorprendió a los circunstantes, no por su discurso, plagado de tópicos, sino por el tono mesurado con que expuso sus archisabidos argumentos. A continuación, el moderador concedió la palabra a Alicia, quien, sin alzar en ningún momento la voz, lanzó durísimas acusaciones contra los sujetos (sic) que, en opinión de la periodista, pretendían alcanzar sus fines políticos exterminando a los que no comulgaban con sus ideas. El discurso del representante del Partido Conservador tampoco deparó ninguna sorpresa. Dijo lo que debía decir, si bien, con menos inquina que en otras ocasiones. El programa, por primera vez en los dos años que llevaba en antena, se estaba convirtiendo en un verdadero debate cuyo protagonismo recaía en las ideas y no en los insultos. Ante el temor a una desbandada general de telespectadores, el moderador recibió la orden, a través del diminuto auricular que llevaba incrustado en el oído izquierdo, de dar paso, tras la primera pausa, a la llamada telefónica de la televidente de pega que los realizadores del programa tenían preparada para las ocasiones en las que ni tirios ni troyanos conducían el debate por los accidentados derroteros que atraían masivamente a la audiencia. “-La historia demuestra que sólo a través de la violencia los pueblos oprimidos han conseguido la liberación. Si en nuestra tierra no existiese un grupo armado que utiliza la violencia para conseguir sus objetivos políticos, ¿habrían sido atendidas por el Gobierno Central las legítimas reivindicaciones de los partidos nacionalistas? –interrogó con voz quebrada la comunicante, una actriz desconocida cuya categoría artística se merecía un papel de más enjundia que éste. Por increíble que parezca, esta intervención puso de acuerdo a los dos bandos dialécticamente enfrentados. Tanto los nacionalistas tibios como los estatales ardorosos respondieron con un no tajante a la pregunta que había formulado la supuesta telespectadora. Sin embargo, poco después, cuando unos y otros explicaron las razones de su negativa, se armó la marimorena. “-Los terroristas asesinan por la espalda, y los dirigentes de los partidos nacionalistas, unos redomados tartufos –bramó el representante del Partido Conservador-, con semblante compungido, vierten lágrimas de cocodrilo sobre el cadáver de la víctima, para apropiarse a continuación de los réditos que proporciona la sangre derramada. Ya saben, para acabar con la violencia (tienen mucho cuidado en no utilizar la palabra asesinato) hemos de sentarnos a dialogar, y bla, bla, bla. Y cuando un dirigente nacionalista pronuncia el verbo dialogar, entiéndase darnos la razón. Estas palabras fueron replicadas, en tono visceral, por uno de los miembros del bando nacionalista, situado en perpendicular al político conservador. (Los discutidores, sentados en sendos sillones de cuero, habían sido distribuidos a izquierda y derecha, enfrentados, a unos tres metros de distancia. El moderador se encontraba al fondo, de pie, delante de un estrado, flanqueado por dos gradas atestadas de espectadores, entre los que se encontraban los elementos infiltrados por los responsables del programa para exacerbar convenientemente las emociones del público). “-La Organización dejará la lucha armada en cuanto se le devuelvan al pueblo los derechos que le han sido usurpados. Son ustedes, los fachas, los que más muertos llevan sobre sus conciencias. Sí, no me mire así, lea la historia y se enterará de cuáles son sus raíces. Ustedes no tienen ni puñetera idea de lo que son porque ignoran de dónde vienen. Su partido se gestó en las entrañas de la dictadura. Y dictadores siguen siendo, por mucho que se disfracen de demócratas. “-Siempre recurren ustedes a la misma estratagema. Como carecen de argumentos, insultan con toda desfachatez, que es otra forma de agresión. Ustedes atacan con las palabras, sus compinches lo hacen con las balas. Son los mismos perros con diferentes collares. En ese momento, uno de los invitados del grupo que defendía la causa nacionalista se levantó de un salto, cruzó raudo el estrado y amenazó con el puño al polemista que acababa de intervenir al grito de: “¡Llámeme otra vez perro si tiene cojones!”. El aludido, lejos de amilanarse, puesto en pie, propinó un empujón a su adversario, ahora enemigo. Rubén vio fugazmente a Alicia llevarse las manos a la cabeza. El moderador agarró al nacionalista por la cintura, al mismo tiempo que un par de invitados estatales sujetaban al representante del Partido Conservador. “Este país no tiene arreglo”, se dijo Rubén mientras apagaba el televisor. Media hora más tarde, sonó el teléfono. Rubén dudó antes de contestar. Supuso que era el amigo de Alicia, y no le apetecía nada intervenir en un debate más propenso a intercambiar insultos y golpes que argumentos. Aunque, claro, el hecho de que lo llamasen significaba que en el rifirrafe televisivo se había mentado el nombre de Ainara, quizá para decir algo importante o, quién sabe, decisivo. Descolgó. -Casa de Rubén Levi. Dígame. -Soy Santiago, el ayudante de realización de... -Sé quién es usted. Como era de prever en una acalorada discusión sobre el conflicto entre tirios y troyanos, la explosión en el Barrio Azul había sido mencionada por uno de los prebostes del Partido Revolucionario del Pueblo para exaltar la causa por la que dice luchar la Organización. Su aparatosa intervención había provocado un revuelo en el plató. -En este programa, como discutimos sobre temas de candente actualidad, raro es el día en el que no hay insultos; pero, hasta esta noche, no se habían producido agresiones físicas en antena, después sí, pero esa es otra historia. Menos mal que la audiencia, cuando se registra algún altercado en un programa de esta índole, en lugar de penalizar al infractor, lo premia. Esperemos que hoy no constituyamos nosotros la excepción que confirma la norma. -¿Qué norma? –preguntó Rubén. -La de que, en televisión, el jaleo en un programa de debate, siempre recibe su recompensa en forma de audiencia masiva. -La recibirá, seguro... Y volviendo al motivo de su llamada, ¿ha dicho algo de mi hija el preboste ese? -El revuelo precisamente lo causó la mención del nombre de su hija. -¿Puede ser usted más explícito? -¿Se refiere al revuelo? -No. Lo que me interesa saber es lo que se ha dicho de mi hija. -Le indignará saberlo. -No me indignará, porque ya estoy indignado, llevo un montón de horas indignado. ¿Qué ha dicho? -El dirigente del Partido Revolucionario del Pueblo se ha dirigido, a grito pelado, a uno de los invitados, el más impulsivo de los estatales, para preguntarle si sabía cuáles eran las razones por las que una joven judía, guapa e inteligente, había decidido enrolarse en la Organización. -¿Y? -El interpelado ha respondido que quizá por eso, por ser judía. No había transcurrido ni un minuto cuando ha llamado su suegra, la de usted, señor Levi, hecha un basilisco, amparándose en el derecho de réplica, y, al instante, la hemos puesto en antena. Faltaría más. La mujer ha arremetido contra tirios y troyanos, nunca mejor dicho, atribuyendo a algunos de los polemistas, de los dos bandos, ha subrayado tras una significativa pausa de varios segundos, una catadura moral miserable. El representante del Partido Conservador, sintiéndose aludido, ha replicado que, en este turbulento país, las personas miserables son las que imbuyen en la juventud ideas tan perniciosas como el odio al otro, al que se considera diferente porque piensa diferente. Y dicho lo cual, le ha preguntado a su suegra por su afiliación política. Ella, elevando la voz, ha afirmado que ha sido, es y será nacionalista, por los siglos de los siglos, amén. “Ahora comprendo por qué su nieta pertenecía a la ‘Organización’”, ha declarado el político conservador. Estas palabras han exasperado a su suegra, quien, vociferante, ha tildado al político de “facha amamantado por los pechos de una nodriza falangista”; éste ha replicado profiriendo una expresión machista, la más soez que conozco, seguida de una terrible acusación que prefiero no reproducir. La mujer le ha exigido al político conservador que se disculpara de inmediato o que, si no, se vería obligada a presentar en los tribunales una denuncia por calumnias; el hombre, lejos de disculparse, ha amenazado en los mismos términos... -¿Y? -Hemos hecho una pausa para la publicidad. ¿Quiere intervenir? -¿Alicia no ha dicho nada más? -Por supuesto que lo ha dicho. Puesta en pie, embargada por la emoción, ha declarado que, en los últimos días, había tenido ocasión de conocer a la familia Levi lo suficiente para asegurar, sin ningún género de dudas –ha enfatizado estas palabras-, que Ainara subió al fatídico coche por casualidad. Ha añadido algo más, pero no ha habido manera de escuchar lo que decía, y eso que la mujer ha voceado con toda su alma. La intervención de su suegra ha provocado un formidable tumulto en el plató. -Está dicho todo. -Entonces, ¿no se anima a participar en directo? -No. Gracias por la llamada, Santiago. En cuanto colgó el teléfono, Rubén se tomó un par de somníferos y se metió en la cama. 40 Alicia llamó a Rubén a primeras horas de la tarde del sábado para decirle que no podría hacerle la visita prometida, ya que problemas ajenos a su voluntad la retenían en la redacción del periódico. A Rubén, que se había quedado adormilado mientras intentaba leer, sin éxito, la primera página de la novela ‘La Muerte de Ivan Illich’, de León Tolstoi, le costó unos segundos situar las palabras de la periodista en el contexto adecuado. “¿Que no puede venir? ¿Es que estamos citados? No recuerdo haber quedado con ella... ¿o sí?” -Ya te contaré mañana con más detalle en qué consisten estos problemas. -De acuerdo. -¿Qué tal estás, Rubén? -Capeando el temporal, que no es poco. -No, no lo es. ¿Viste Entre Tirios y Troyanos? Rubén le dijo que estuvo delante del televisor el tiempo suficiente para escuchar una de las intervenciones de la periodista, y, también, presenciar, atónito, el tiberio que se había armado unos minutos más tarde. -No esperé a comprobar si algunos de los invitados llegaban a las manos, porque, ante semejante espectáculo, decidí apagar el aparato. Luego me llamó tu amigo Santiago, quien, tras hacerme un resumen de lo que había acontecido en el debate hasta ese momento, trató de convencerme, sin éxito, de que mediara en la trifulca. Muchas gracias por defender la causa de Ainara, Alicia. -Me limité a decir lo que pienso, Rubén. Visto lo visto, creo que hiciste muy bien en rechazar la invitación de Santiago. Durante el debate, creí que una intervención tuya hubiese sido oportuna para la causa de Ainara, ahora ya no estoy tan segura de ello. En los primeros minutos, ilusa de mí, llegué a albergar la esperanza de que el programa discurriera por los cauces de la sensatez, no del escándalo. Los invitados expusieron sus argumentos de manera civilizada, sin caer en el insulto ni en la descalificación. Milagro, pensé. Por fin en este país se puede discutir con sensatez del conflicto en un foro público. Pero no se puede, Rubén, por ahora no. Tras la primera pausa, empezó la gresca, y, a partir de ese instante, el debate se atuvo al guión previsto por la multitudinaria audiencia. Supongo que te habrás enterado de que intervinieron tu hermana y tu suegra, ¿no? -¿Mi hermana también? Sabía por tu amigo Santiago que mi suegra había irrumpido como un ciclón en el debate armando la de San Quintín, pero ignoraba que mi hermana también lo había hecho. ¿Y qué dijo? -Hizo una encendida defensa de Ainara, a la que dedicó los calificativos más elogiosos dirigidos a una persona que he oído o leído en un medio de comunicación. No los reproduzco porque, en mi voz, sonarían a simples tópicos. En la voz de tu hermana, Rubén, te aseguro que me pusieron la carne de gallina. Antes de despedirse, Sara lanzó una pregunta que quedó flotando en el plató hasta el final del programa: “¿Conoce alguien a una persona pacífica y generosa que se dedique a poner bombas?” Nadie respondió... Ah, se me olvidaba, también llamó Encarna. -¿La vendedora de El Sereno? -Sí. -Alabado sea el Dios de Encarna. ¿Dijo algo que yo no sepa? -No, pero habló con tanto sentimiento que conmovió a muchos de los presentes. Terminó su corta intervención proclamando, con voz entrecortada por la emoción, que Ainara tenía de terrorista lo que ella de marquesa. -¿Llamó alguien más? -Bueno..., sí, pero no dijeron nada interesante. -¿Nada interesante para Ainara? -Una compañera de estudios dijo que cuando en la universidad se producía alguna discusión sobre el conflicto en presencia de Ainara, ella siempre afirmaba que la única solución era el diálogo. -Es cierto. Ainara defendía el diálogo una vez que los terroristas entregaran las armas, no antes. Es la misma postura que defiendo yo. Los que reivindican, en las actuales circunstancias, la vía del diálogo, en realidad lo que están reconociendo implícitamente es su propio miedo. -Estoy de acuerdo... Ah, se me olvidaba. También llamó una tal Matilde, que se presentó como una buena amiga tuya. Tras ensalzarte con encendidos epítetos, dijo que era imposible que una hija tuya perteneciera a una banda terrorista. Cuando el moderador le preguntó por qué estaba tan convencida de ello, respondió que si él, el moderador, te conociera en persona, pensaría lo mismo que ella. “Matilde, después de tantos años, y, por lo visto, no me guarda rencor...” -Rubén, Rubén... -Perdona, Alicia, me he distraído. -¿Un pensamiento fugaz? -Tan fugaz que ya se ha ido. -Yo también he de irme... a ocuparme de mis asuntos laborales. Hablando con propiedad, no son estrictamente laborales, aunque tienen relación con el trabajo. Ya te hablaré de ello cuando nos veamos. -A partir del lunes, también yo deberé ocuparme de mis asuntos laborales. -¿Abres de nuevo la librería? -Qué remedio. La vida se acaba para los que mueren; los vivos, en cambio, aunque la muerte de los que se mueren nos deje muertos en vida, tenemos que afrontar las mismas obligaciones vitales que antes... ¿Las mismas? No. Porque ahora, solos, las tareas que antes hacíamos rutinariamente se convierten en unos retos que nos exigen un esfuerzo sobrehumano, como si tuviéramos que escalar una pendiente empinada y resbaladiza. Así me imagino yo, aquí y ahora, que será una jornada laboral en Libre Albedrío, Alicia. -¿El lunes? ¿Pasado mañana? -Pasado mañana. -¿No es demasiado pronto? -Tal vez, pero creo que es lo más conveniente para mí. En casa, me siento cercado por la hijañoranza. Dondequiera que miro, vislumbro a Ainara, o lo que es lo mismo, me doy de bruces contra su ausencia irrevocable. Los recuerdos de ella son como puñales que se me clavan en el corazón, ya que me remiten a su muerte, no a su vida. Mi esperanza radica en que el paso del tiempo los convierta en entrañables. -Los convertirá. Te lo aseguro. -Eso espero. Semanas después de morir Arantxa, mi esposa, no podía mirar sus cosas sin que se me hiciera un nudo en el estómago. Andando el tiempo, una vez pasado el período de duelo del que hablan los expertos, había días en que me entretenía hojeando el álbum de fotos. Era otra manera de estar con ella. Ojalá que con Ainara me suceda lo mismo. -Bueno, Rubén, me encanta hablar contigo, pero he de dejarte. El director me aguarda en su despacho... Hasta mañana. Rubén colgó el teléfono, y se quedó contemplando el salón. Una estancia que siempre le había parecido luminosa y acogedora, le resultaba ahora un lugar desangelado e inhóspito. “¿Qué es la realidad?”, se preguntó a sí mismo mientras se sentaba en el sillón de orejas y escondía la cara entre las manos. La pregunta no había caído en saco roto, y, al cabo de unos segundos, su memoria encontró a alguien, a saber quién sería, que tenía la respuesta apropiada: “La realidad es una especie de camaleón que adopta múltiples apariencias, tantas como observadores haya. La percepción está tamizada por los sentimientos. Vemos lo que somos”. Se incorporó y repitió en voz alta: “Vemos lo que somos”. Volvió a repetir la frase una, dos y tres veces entretanto se encaminaba, como un autómata, hacia el pasillo. “¿Qué hago aquí?”, preguntó al caballero de la triste figura que le miraba desde el espejo del perchero del vestíbulo. “¿Tengo que ir a algún sitio?”, insistió. Aunque no recordaba haber concertado ninguna cita, sobre la marcha decidió que, puesto que estaba en el vestíbulo, cerca de la puerta de la calle, lo mejor sería salir a dar una vuelta. El aire fresco le sentaría bien. Vagó por las calles de la ciudad durante varias horas, y no se detuvo hasta que sus pasos errabundos le condujeron ante el escaparate de una librería. La cristalera estaba protegida por una persiana en forma de malla. “El dueño de esta librería sabe lo que se hace, ya lo creo que lo sabe. Protege su comercio de los desaprensivos, sin renunciar a exponer lo más selecto de sus productos a los ojos del público”. En el dintel de la puerta de la entrada, en un rótulo, figuraba el nombre del establecimiento. Alzó los ojos y leyó: LIBRE ALBEDRÍO. Giró sobre sus propios pasos y corrió como alma que lleva el diablo hacia el taxi que acababa de frenar, a unos metros, delante de un semáforo. Por fortuna, estaba libre. -Lléveme al número 12 de la calle de la Montaña, por favor. “¿Por qué la muerte de una hija no será contagiosa?, pensó cuando se acomodó en el asiento trasero del vehículo. 41 El sol se ocultaba tras la línea del horizonte cuando Rubén se apeó del taxi. El crepúsculo del atardecer. ¿Cuántas horas habría estado fuera? Imposible saberlo porque ignoraba a qué hora había salido de casa. Era sábado. Sabía lo suficiente. Tenía todo el tiempo del mundo porque le sobraba todo el tiempo que tenía. Al entrar en casa, sus pasos le condujeron al salón. El contestador automático parpadeaba. Había varias llamadas. Pulsó la tecla para escuchar los mensajes. El primero era de sus suegros. La voz de Begoña le comunicaba que mañana, domingo, pasarían por su casa al mediodía. “Si tienes algún compromiso, avísanos. Vamos con la intención de recogerte para que comas con nosotros. ¿Dónde? Lo decidiremos sobre la marcha, hijo”. Hijo. Pulsó la tecla de retroceso y volvió a escuchar la frase final: “Lo decidiremos sobre la marcha, hijo”. Hijo. Una palabra pronunciada con esa entonación sólo podía proceder del corazón de los sentimientos. Cuando el vocablo hijo se incluye en una frase sólo como figura decorativa, para engrandecer a quien lo pronuncia y no a quien lo escucha, el corazón se mantiene al margen de su pronunciación. Este no era el caso. Pese a las divergencias políticas, sus suegros lo querían como a un hijo. Un sentimiento del que quizá ni ellos ni Rubén jamás se habrían percatado de su existencia si Ainara todavía viviera. Alentado por esta última evidencia, Rubén trató de espantar las reticencias que aún albergaba con respecto a sus suegros, y casi lo consiguió del todo. Sólo la suspicacia de las suspicacias se resistió a abandonarle. El siguiente mensaje provenía de una voz cascada que jaleaba el nombre de Ainara con una expresión tabernaria. “¡Viva la madre que parió a Ainara, una tía con un par de cojones!” En el tercer mensaje, la voz aguardentosa de un hombre que decía llamarse Juan Bravo pedía la pena de muerte para los terroristas que no consiguen matarse a sí mismos (sic). El cuarto y último, una voz ambigua, a la que resultaba difícil atribuirle un sexo, maldecía a los judíos: “¡Malditos judíos de mierda! Idos a dar y a tomar por el culo a vuestra tierra, o sea, a ningún sitio. ¡Viva Palestina!” Rubén presionó la tecla de ‘stop’ al par que se hacía el firme propósito de realizar, en los próximos días, las gestiones pertinentes para cambiar el número de teléfono. 42 Los suegros de Rubén llegaron unos minutos antes del mediodía del domingo. Ambos vestían de luto, de la cabeza a los pies. Carmelo, tocado con una boina que proyectaba una sombra sobre sus ojos, invitó con un gesto de la mano a su mujer para que tomara la iniciativa, como si hubiesen acordado previamente que ella fuese la encargada de expresar el afecto que el matrimonio Ibarra Sáenz profesaba a su yerno. La mujer, tras besar a Rubén en la mejilla, lo apretó contra su pecho durante unos segundos. El corazón de la mujer palpitaba como el redoble de un tambor, y a Rubén le vino a la mente la imagen de José, un antiguo compañero de estudios que todos los años desfilaba como penitente en las procesiones de Semana Santa luciendo sus habilidades con los palillos. José, con una fe a prueba de escepticismos, pregonaba a los cuatro vientos que su extraordinaria habilidad como tamborilero se la debía a Jesucristo, su inspiración y guía, ya que cuando, desembarazado del hábito y el capirote, pugnaba por reproducir los sonidos que había arrancado al tambor durante la procesión, le resultaba imposible hacerlo. “Hijo mío de mi alma”. La imagen de José se evaporó, eclipsada por el cosquilleo que Rubén acababa de sentir en el oído. ¿Se habría tratado de una alucinación auditiva? No. Su suegra le oprimió un poquito más contra ella mientras le estampaba varios besos en el rostro. No había trampa ni cartón. En el contacto con la mujer, Rubén percibió algo más que protocolo. ¿Algo? Mucho más. Sintió un afecto genuino. El hijo del mensaje telefónico significaba hijo, o, tal vez, significara hijo mío de mi alma. Y la suspicacia de las suspicacias huyó despavorida de la verdad de las verdades. -¿Cómo te encuentras, Rubén? -Pues... -Qué pregunta más absurda la mía. Basta con verte la cara para saberlo. -Y ustedes, ¿cómo...? Yo también les iba a formular una pregunta retórica. -La vida continúa, Rubén. Arantxa y Ainara se merecen que les dediquemos una vida digna. Hemos de ser fuertes, hijo. -Se hará lo que se pueda, Begoña, que, en lo que a mí respecta, no sé cuánto será. -Hay que pasar por una tragedia como la nuestra para saber cómo las gasta el sufrimiento –observó Carmelo, con la boina entre las manos, estrujándola, como si fuese la fuente de sus desgracias y quisiera extraerle hasta la última gota de hiel para secarla. -A los Levi y a los Ibarra nos ha tocado sufrir demasiado en esta vida –agregó Begoña-. Todos sufrimos, pero nosotros estamos sufriendo más y antes que la mayoría de la gente. A mí me operaron de un tumor en el pecho, como a mi hija, y no se me volvió a reproducir, y, sin embargo, a Arantxa, en la flor de la vida, pobrecita... Si no creyera en Dios, no sería capaz de soportar tanta desgracia. Pero si Dios lo ha querido, tal vez tenga sus razones. ¿Tú crees en Dios? -Me gustaría creer, Begoña, pero... -No te preocupes, hijo. Las creencias de nada valen si no van acompañadas de una conducta apropiada. Dios no tendrá en cuenta que creas en Él. Te recibirá como a un hijo pródigo. Espero ser testigo de ello. Ten fe, hijo mío. Por cierto, ¿qué haces en bata todavía? -Pues... -Venga, Rubén –dijo Carmelo mientras volvía a cubrirse la cabeza con la boina, arrugada como una pasa-. Hemos venido a recogerte con la intención de llevarte a casa, ¿o prefieres que comamos en otro sitio? –Rubén denegó con la cabeza-. Mejor así porque, en ese caso, te habrías perdido algo sabrosísimo. Hasta hace un par de semanas yo estaba convencido de que, en lo tocante a tortillas, Begoña era insuperable. Estaba equivocado. Hace quince días consiguió superarse a sí misma con su nueva especialidad, una tortilla de espinacas con mayonesa y, atención, una migaja de trufa. Aprendió la receta en un libro de cocina escrito por una monja carmelita, y te aseguro que le sale incluso más apetitosa que su famosa tortilla de patatas, queso y cebolla. Mejor tortilla no he comido jamás. Tampoco has probado mi nueva ensalada, a base de manzana, lechuga, arroz, piña, nueces y almendras. La he bautizado con el nombre de Ensalada Ibarra, un nombre no demasiado original que, sin embargo, define con justicia su originalidad. -Anímate, Rubén, almuerza con nosotros y, cuando lo desees... Iba a decirte que, cuando lo consideres oportuno, Carmelo te traerá aquí; pero se me ocurre algo mejor. Almuerzas en nuestra casa, meriendas, cenas y, si te sientes cómodo, te quedas a dormir hoy, mañana, y pasado, y el otro, y el otro. Por lo que respecta a nosotros, puedes quedarte para siempre. Así, nos haremos mutua compañía. Como dice un proverbio popular de no sé qué país: “Una alegría compartida es doble alegría, una tristeza compartida es media tristeza”. -Este piso está demasiado vacío –añadió Carmelo. -Gracias, Carmelo; gracias, Begoña. Aunque quisiera, no podría quedarme en su casa. Mañana, tengo intención de volver a abrir la librería. Además, aquí viven Arantxa y Ainara... Sus recuerdos, quiero decir. -Es verdad. La mayoría de sus recuerdos habitan entre estas paredes –dijo Begoña, con los ojos clavados en el suelo y ahogando un sollozo. -¿Has dicho que reabrirás mañana la librería? –preguntó Carmelo. -Sí. -¿No es demasiado pronto? -Sí, pero es lo mejor que puedo hacer. Si me quedo encerrado entre estas cuatro paredes las veinticuatro horas del día, terminaré por perder la cabeza, si es que no la he perdido ya. Además, la librería es mi medio de vida. -Tienes razón, Rubén –dijo Begoña-. El trabajo, en tus circunstancias, te vendrá bien. Estar a solas contigo mismo mañana, tarde y noche, te dejaría a merced de la peor de las nostalgias. -Me vendrá bien, claro que me vendrá bien. Todo, a partir de ahora, me vendrá bien porque nada será peor de lo que ya ha sucedido... ¿O sí? -¿A qué te refieres, hijo? -A la ausencia definitiva de Ainara. Todavía no sé lo que es eso. Begoña miró con ternura a su yerno mientras le posaba la mano en el brazo. -Vístete, hijo. Carmelo ha traído el coche, y llegaremos a casa enseguida. A estas horas, un domingo, no hay demasiado tráfico. Si no te apetece la tortilla, te prepararé unos filetes a la plancha. -Prefiero la tortilla. -¿También te has hecho vegetariano? -Estoy en ello. Durante la comida, los Ibarra le comunicaron a Rubén que, dentro de unos días, tenían previsto desplazarse a la capital del Estado (sic) para ver a Koldo, su hijo encarcelado. La visita de esta vez, a diferencia de las otras, tendría un doble objetivo: confortar a Koldo –el objetivo de todas las visitas anteriores-, y pedirle que intercediera ante quien correspondiese para que la verdad de Ainara se difundiese a los cuatro vientos. -¿Quieres acompañarnos? -No creo que sea una buena idea. -¿Te contó Arantxa los motivos por los que habían encarcelado a Koldo? -Me dijo que fue detenido cuando intentaba cruzar la frontera, horas después de participar en un atentado. -Lo condenaron a veinte años de presidio. En principio, lo acusaron de participar en una decena de atentados, aunque, en el juicio, el fiscal sólo pudo presentar pruebas, que no evidencias, de su intervención en sólo uno. -¿Atentados con... con muertos? -Sí –respondió al alimón el matrimonio, a la vez que entornaban los párpados, como si hubiesen sincronizado sus movimientos. Rubén estuvo a punto de preguntarles si estaban orgullosos de la militancia de su hijo en la Organización; pero, en el último momento, optó por callarse. Quería que sus suegros le siguiesen llamando hijo. -Es posible que lo que tú pugnas por demostrar desde fuera, a él le resulte sencillo hacerlo desde dentro. -Será difícil que, recluido en una cárcel, pueda establecer contacto con los dirigentes de la banda. -Tiene sus canales. ¿Te parece bien que se lo pidamos? -Si es para esclarecer la verdad, no me parece mal. -¿Y si las gestiones no fructificaran, Rubén? –apuntó con timidez Begoña. -No se preocupen, no espero mucho de esa banda de matones. -No he formulado bien la pregunta. Me refiero a que si a mi hijo le dijesen que la verdad es que Ainara... en fin... bueno, ya sabes, si le dijesen que Ainara pertenecía a la Organización. Rubén envolvió a sus suegros en una mirada heladora. -Entonces, la Organización estaría mintiendo, Begoña. Total, una banda que ha matado a sangre fría a cientos de personas, ¿por qué no iba a aprovecharse de una mentira que favorece sus intereses propagandísticos? Carmelo quiso decir algo, pero en el último momento se mordió la lengua. -¿Puedo hacerles una pregunta respecto a su hijo? -Sí –respondió Begoña intercambiando una penetrante mirada con su marido, como si se instaran el uno al otro a no perder los estribos, por muy hiriente que fuera lo que escucharan-. ¿De qué se trata, Rubén? -¿Está arrepentido de lo que hizo? -Pues... Sí y no. Por un lado, lamenta que no haya manera de resolver este conflicto sin derramar sangre; por el otro, cree que... que... él, como patriota, ha cumplido con su deber. 43 Rubén, pese a la insistencia de sus suegros para que se quedase a dormir, decidió volver a su casa a media tarde. Carmelo, quien, a sus setenta y ocho años, todavía manejaba el coche con cierta soltura, se ofreció a llevarlo; a Rubén, tras comprobar que su negativa no hacía mella en la determinación del anciano, no le quedó más remedios que aceptar. El cielo se había encapotado de repente, y empezaba a chispear cuando Carmelo detuvo el vehículo, en doble fila, frente al número 12 de la calle de la Montaña. Antes de apearse, Rubén quiso agradecer a su suegro todo lo que los Ibarra Sáenz habían hecho por él y Ainara, pero no pudo articular ni una sola frase. Aunque durante los veinte minutos del trayecto se había repetido de memoria varias veces las palabras que ahora deseaba pronunciar, cuando giró el cuello hacia el anciano, el breve discurso que había preparado en los minutos previos se descompuso en su pensamiento en un batiburrillo de oraciones disparatadas cuyas palabras se articulaban a la buena de Dios. El suegro, con las manos al volante y la vista al frente, manteniendo a trancas y barrancas el control de sus emociones, no se percató de los apuros de Rubén. -Bueno, Carmelo... -Espera, voy a aparcar ahí delante, que hay un hueco, y, así, te acompaño hasta el portal. En la entrada del portal, Rubén se dispuso a despedir a su suegro con un fuerte apretón de manos, pero Carmelo, que ya había renunciado a disimular lo indisimulable, se desentendió de la mano abierta que le había tendido su yerno, dio un paso adelante y, envolviendo entre sus brazos a Rubén, lo apretó contra el pecho, en un gesto que atrajo, por su emotividad, las miradas curiosas de dos parejas de viandantes. Cuando, diez segundos después, los dos hombres deshicieron el prolongado abrazo, Carmelo, con los ojos bañados en lágrimas, se despidió de Rubén con una frase breve, cargada de múltiples significados. -Lo siento muchísimo, hijo. -Lo sé, Carmelo, sé que lo siente. Apresúrese, que esto huele a tormenta. -Rubén. -Dígame, Carmelo. -No me enorgullezco de lo que hizo mi hijo. Equivocó los métodos. Así no se construye patria, con la violencia no. -No, Carmelo, con la violencia que se ejerce contra personas desarmadas, se destruye la patria. El contestador del teléfono parpadeaba. Había tres mensajes. El dedo índice de Rubén sobrevoló durante unos segundos la tecla de reproducción sin decidirse a posarse en ella. Como su hija ya no podía ser, ¿qué diablos le importaba quién le llamara? Bueno, sí que le importaba, ya que podría tratarse de un mensaje decisivo para restablecer la verdad de Ainara. Bajó el dedo y presionó la tecla. “Buenas tardes, Rubén. Soy Sara. Son las ocho de la tarde y acabo de regresar del hospital, en donde, por cierto, hemos tenido una jornada muy ajetreada. ¿Qué tal te encuentras, Rubén? Voy a darme una ducha. Te llamo en cuanto salga del baño. Hasta dentro de unos pocos minutos, hermano mío”. Tras el pitido de rigor, Rubén escuchó el segundo mensaje: “Hola, Rubén, soy Alicia. Te dije que te llamaría, y...y aquí me tienes..., en el contestador. Volveré a llamarte dentro de un rato”. El tercer mensaje también era de Alicia: “Si quieres, llámame a este teléfono...” Anotó el número en un papel, descolgó el auricular, marcó dos dígitos, y, tras unos segundos de vacilación, decidió hablar antes con su hermana. En cuanto sonó la primera señal, una voz inconfundible contestó engullendo en cuatro palabras cientos de kilómetros de distancia. -Sara Levi. ¿Quién llama? -Hola, Sara. -¡Rubén! Qué alegría volver a oír tu voz. Empezaba a preocuparme. -He estado en casa de los padres de Arantxa. -Has hecho muy bien. Es bueno que no estés solo. Por cierto, me llevé una grata sorpresa con tus suegros. -La tragedia ha tendido un puente entre nosotros salvando las diferencias que nos separaban. Se están volcando conmigo, Sara. “Una catástrofe sólo es catastrófica si de ella no nace algo que la redima”, escribió alguien. Este texto la acabo de encontrar casualmente hace un rato en un papelito que llevaba en el bolsillo del pantalón. No sé cómo habrá llegado ahí. -Tal vez la haya dejado la Providencia. -Una Providencia que tiene mi letra. -Por eso es la Providencia. Me alegro mucho de que tus suegros y tú os sintáis ahora más unidos que nunca. Por lo demás, ¿qué tal te encuentras, Rubén? Qué pregunta más absurda. Disculpa, hermano mío. -Me mantiene a flote la lucha contra la injusticia. -¿Te ha llamado el inspector Rodrigues? -De momento, no. -Y de la periodista, ¿has sabido algo? -Me ha llamado varias veces por teléfono, pero no la he visto desde el viernes. Después de dejarte en el aeropuerto, vino conmigo a la universidad. La telefonearé en cuanto termine de hablar contigo. -Pues entonces nuestra conversación ha terminado. Te llamaré mañana por la tarde. Ah, se me olvidaba. Todavía no le he contado a Daniel lo... lo de Ainara. Su mujer, Angie, me ha dicho que está en Seattle por un asunto de trabajo. Aunque tengo el número de su teléfono móvil, prefiero no decirle nada por ahora. Ya se lo diré cuando vuelva a su casa. Te lo cuento porque me figuro que te extrañará que todavía no te haya llamado. -No te preocupes, Sara, tengo una opinión inmejorable de tu hijo. -Lo sé. Telefonea a Alicia. Ahora mejor que mañana. Adiós, Rubén. Dentro de un par de semanas, que me corresponden cuatro días seguidos libres, iré a verte. Llámala. Ahora mejor que mañana. Y la mujer colgó antes de que Rubén articulase una frase que lo impidiera. “Ahora mejor que mañana”. Su hermana, asumiendo una vez más el papel de madre, estaba empeñada en que la relación con la periodista prosperase. “¿Por qué?” Una pregunta que sólo admitía una respuesta. Marcó los ocho primeros dígitos del número de Alicia, y, cuando iba a marcar el noveno y último, colgó el auricular. Se encontraba incómodo con el olor rancio que despedía su piel. Su verbo, habitualmente fluido, se atascaba cuando le llegaban efluvios malolientes de su cuerpo. Se encaminó al cuarto de baño. Mientras se encontraba bajo la ducha, volvió a sonar el teléfono. No lo oyó. A la cuarta señal, respondió el contestador automático. Era de nuevo Alicia: “Hola, Rubén. No has vuelto todavía. Si no recibo noticias tuyas durante los próximos sesenta minutos, me pasaré por tu casa. Estoy preocupada. Bueno, antes de presentarme ahí, haré otro intento telefónico no vaya a ser que a estas horas no te apetezca recibir visitas, y mucho menos de una periodista entrometida.” Cuando salió del baño, Rubén se preparó en la cocina una cena ligera a base de zumo de naranja, un par de lonchas de queso entre dos trozos de pan de molde y un yogur de melocotón. Media hora más tarde, después de cenar, se sentó en el sillón de orejas del salón, delante de un folio en blanco, y trató de diseñar un plan de acción para los siguientes días. Necesitaba tomar la iniciativa, sólo así se desembarazaría de la sensación de inutilidad que le embargaba con respecto a la causa de Ainara. Desde hacía un par de días, a ráfagas, resonaba en su interior una voz híbrida -ora le recordaba a la de su madre, ora a la de su padre-, que, sirviéndose de una frase hecha, le incitaba a cambiar radicalmente de actitud: “Si la montaña no viene a ti, Rubén, debes ir tú en busca de la montaña”. La montaña: la verdad de Ainara. Una montaña que debería ascender mejor pronto que tarde, por muy empinada que fuese la pendiente. “¿Por dónde empezar?”, se preguntó con el bolígrafo en ristre, mirando inquisitivamente al folio, como si en la superficie blanca del papel se hallase oculta la respuesta. “Abrir la librería y...”, anotó, esperanzado en que, al escribir unas frases, otras se animaran a aterrizar en el papel. Leyó una, dos, tres veces las cuatro palabras que había escrito y, cuando iba a releerlas por cuarta vez, el bolígrafo se deslizó por el papel: “...y hablar de Ainara a los clientes dicharacheros...” Se atascó otra vez. “Hablar a los clientes dicharacheros, sí, y ¿qué más?” El sonido del teléfono le sustrajo de sus cavilaciones. -Casa de los Levi –respondió. Al oírse a sí mismo pronunciar estas palabras, se percató de que, gramaticalmente, su respuesta había sido incorrecta. Ya no era la casa de los Levi, sino de Levi, sólo de uno. -Hola, Rubén. -Hola. -¿Sabes quién soy? -Claro que lo sé. Tu voz es inconfundible, Alicia. -Estaba muy preocupada por ti, Rubén. Te he llamado varias veces esta tarde y como no respondías... -He estado comiendo en la casa de mis suegros. -Había pensado en hacerte una visita mañana por la mañana, antes de ir al periódico. ¿Te va bien? -Mañana, abriré de nuevo la librería. -Ah, sí, se me había olvidado. Me parece una buena idea. ¿Quieres que pase ahora? -¿Ahora? -Perdona, es muy tarde y, además, es domingo. Los periodistas tenemos unos horarios diferentes a los de la mayoría de los trabajadores. ¿A qué hora cerrarás mañana la librería? ¿Qué querría esta mujer? Le había dicho que tenía interés en él, pero ¿qué tipo de interés? Había dejado de ser una primicia informativa. ¿Le interesaría como hombre? “No seas tan engreído, Rubén. Hay gente generosa cuya conducta no se rige por cálculos egoístas. Alicia es una buena persona que también ha pasado por la terrible experiencia de perder a un hijo. Se compadece de ti y quiere ayudarte. Nada más y nada menos. Déjala que lo haga. Si la dejas, quién sabe, hasta es posible que lo consiga.” -Rubén... ¿Sigues ahí? -Aquí sigo. ¿Qué me habías preguntado?... Ah, sí. La hora del cierre de la librería. ¿Por la tarde? -Sí, por la tarde. -Alrededor de las ocho y media. Depende de la gente que haya. -Si no te importa, pasaré por la librería a las ocho y cuarto. Tengo algunas cosas que contarte, y, además, quiero comprar un libro. No te importa, ¿verdad? -¿Cómo me va a importar? Te recuerdo que mi librería se llama Libre Albedrío. -Lo sé, el nombre más hermoso que he conocido para una librería. Hasta mañana. -Esas cosas que me vas a contar... Esas cosas... -Sí, Rubén, por supuesto que tienen relación con Ainara. Hasta mañana. -Alicia... -Dime, Rubén. -No me compadezcas. -¿Compadecerte, Rubén? -Ni siquiera en estas condiciones soporto que la gente se compadezca de mí. -No te preocupes, Rubén, no soy una persona muy dada a compadecerme de los demás. Nunca lo he sido, y menos de un hombre que... -Hasta mañana –interrumpió Rubén colgando el teléfono. 44 A las nueve de la mañana del lunes, 17 de junio, Rubén subió la persiana de Libre Albedrío. Ainara llevaba muerta seis días y medio. Ciento cincuenta y seis horas. Una eternidad. Antes de cruzar el umbral del establecimiento, Rubén retrocedió un par de pasos, y se quedó unos segundos contemplando las letras que formaban el nombre de la librería: LIBRE ALBEDRÍO. Las puertas del establecimiento, desde el día de la apertura, habían estado abiertas a todo tipo de gente: creyentes y ateos, pobres y ricos, nacionalistas y mundialistas, de aquí y de allí, de acá y de allá. De allá, sobre todo. Los vivos no tienen libre albedrío para no morir, la muerte sí tiene libre albedrío para vivir, ¿o, acaso, morir con dignidad no es la forma suprema de vivir? Rubén necesitaría sólo unos pocos días para percatarse de que en el mundo exterior también las cosas habían cambiado mucho desde el 10 de junio. Clientes cuya fidelidad se remontaba a cuatro o más años y que, al menos, visitaban un par de veces al mes Libre Albedrío, habían decidido comprar sus libros en otros establecimientos menos conflictivos. Las ganancias de Rubén, sin embargo, apenas se resentirían, ya que los desaparecidos, pronto, serían reemplazados por clientes de nuevo cuño, clientes a los que Rubén jamás habría escogido. A media mañana del día de la reapertura, Rubén conoció al primero de sus nuevos clientes, un hombre alto y barbudo de mediana edad, quien, una vez abonado el importe de los dos libros que acababa de adquirir, reclamó la atención de los cuatro clientes que curioseaban por entre las estanterías de la librería, y, cuando comprobó que los diez ojos –los de Rubén incluidos- estaban pendientes de su persona, tras aclararse la garganta con unos aparatosos carraspeos, instó a los presentes, con una sorprendente voz de barítono, a convertir a Libre Albedrío en algo semejante a lo que la peluquería de un tal Rafael representaba para su esposa. -Y mi mujer no se haría la permanente en otra peluquería ni aunque la obligasen bajo tortura. Yo, aquí y ahora, prometo que, a partir de hoy, jamás compraré un libro en una librería que no sea Libre Albedrío. ¿Por qué? Porque los libros de Libre Albedrío son tan buenos como los de los grandes almacenes y, además, y esto es lo importante, porque la hija de este buen hombre –señaló con el índice a Rubén, quien dudaba entre agazaparse detrás del mostrador o acallar al individuo de un guantazo-, Ainara Levi, ha dado a esta comunidad una soberana lección de patriotismo que, en lo que a mí respecta, juro por Dios que no caerá en saco roto. Desde el fondo del local, una pareja de jóvenes saludó la alocución del desconocido con vítores y aplausos. Los otros dos clientes guardaron un abrumador silencio que Rubén no supo si calificar de aprobación o de cobardía. A las dos de la tarde, cuando Rubén se encaminaba al restaurante vegetariano Verdor Natural para intentar comer el menú del día –era uno de los primeros comensales en entrar y el último en salir-, se cruzó con un grupo de adolescentes que salía del Instituto Central. A los pocos metros, oyó a sus espaldas unos gritos entre los que creyó percibir el nombre de Ainara mezclado con soflamas independentistas. Alargó el paso sin volver la cabeza. Cuando regresó a Libre Albedrío para reanudar la jornada laboral, Rubén Levi comprobó una vez más que el fanatismo, en lo que se refiere a ignominia, carece de límites; en este caso no se trataba del fanatismo separatista, sino del otro, del unionista, que, por lo visto, era igual de fanático. Los extremos se tocan. Un tópico cargado de razón. Las extremidades de los extremistas son largas, muy largas, tan largas que terminan dándose la mano. En el escaparate, algún desaprensivo había escrito el nombre de Ainara y la palabra terrorista, tal cual, sin que una coma separara el nombre propio del calificativo difamatorio. “Estos son tan cabrones e ignorantes como los otros”, se dijo Rubén antes de dirigirse al trote a una droguería cercana. Volvió al cabo de diez minutos con una bayeta y una botella de aguarrás, se colocó frente a la luna del escaparate, remojó el paño en el líquido, y empezó a frotar con vigor las letras trazadas en el cristal. No cejó hasta que desapareció la última “a”. A primeras horas de la tarde, le llamó Alicia para decirle que no podría acudir a la librería como le había prometido, puesto que la Organización había intentado asesinar, hacía una hora, con un paquete bomba, al presidente regional del Partido Conservador. -¿Está herido? -Él no, pero sí que lo está su hijo, de diecisiete años, que recogió el paquete. Se llama igual que su padre, y el muchacho pensó que se trataba de los cedés que había pedido, contra reembolso, a una casa discográfica. Le han tenido que amputar dos dedos de la mano izquierda, y esto no es lo peor, porque, según me ha informado un voluntario de la Cruz Roja, es probable que pierda un ojo. -Canallas. Regresó a casa en metro. A la salida de la estación, en la fachada de un edificio, sus ojos, perdida ya la capacidad de asombro, se fijaron en otra pintada en la que se exaltaban las supuestas virtudes patrióticas de Ainara, una mártir de la libertad (sic). A grandes zancadas, se encaminó a la tienda de Santos a comprar otra botella de aguarrás, pero, a los veinte metros, desanduvo el corto trecho recorrido. El aguarrás no podría hacer justicia a Ainara. Sólo la verdad contrarrestaría las infamias de unos y otros. “Pobrecita mi Ainara. Tú, que hiciste de la prudencia tu mejor virtud, estás en boca de individuos que jamás intercambiaron ni una sola palabra contigo. ¿De qué te ha servido tu ejemplar biografía, hija mía?”, interrogó Rubén a las alturas, con los ojos vueltos al cielo. Le respondió el piar de una golondrina. 45 Al doblar la esquina desde la que nacía la calle de la Montaña, Rubén vio a una mujer que se hallaba plantada en la acera, frente al portal número 12, como si aguardara la llegada (o salida) de algún vecino del inmueble. A unos cuarenta metros, le resultaba imposible distinguir con nitidez sus rasgos faciales, si bien la distancia no le impedía apreciar los indudables atractivos que manaba a chorros el cuerpo de la mujer; su aspecto le recordaba vagamente a Michelle Pfeiffer, su actriz contemporánea favorita. “¿Quién sería el hombre afortunado al que esperaba una dama así?”, se preguntó Rubén unos segundos antes de saber la respuesta: el hombre afortunado era un hombre desgraciado que suscitaba la compasión de la gente compasiva. En cuanto la mujer se percató de su presencia, corrió hacia él. “¡Alicia!” Vista a una veintena de metros, resultaba incluso más bella que de cerca. En medio de la devastadora tristeza que arrasaba el estado de ánimo de Rubén, se abrió paso un incontenible sentimiento de gozo que, al instante, iluminó su pensamiento cegando la racionalización –“Esta mujer se apiada de ti”- que se aprestaba a entibiar la espontánea alegría que le embargaba. Alicia, con el pelo suelto, lucía un vestido azul cielo y calzaba unas sandalias de altos tacones que resaltaban su estilizada figura. Se detuvo a unos centímetros de Rubén. Sus ojos glaucos, perfilados por una delgada línea negra, brillaban con un fulgor especial, o, quizá, brillaban igual que otros días y era la primera vez que Rubén los percibía en todo su esplendor. “Esplendorosamente hermosos”, se dijo olvidándose por unos instantes de su tragedia. Hombre y mujer se demoraron unos segundos en la contemplación mutua, sin ni siquiera pestañear. Un movimiento del brazo del librero deshizo el sortilegio contemplador. Rubén, sorprendido consigo mismo, siguió con la mirada la trayectoria de su mano abierta, la cual, ajena a su voluntad, se ofrecía a Alicia con un inequívoco mensaje: ‘Estréchame’. La periodista aceptó el ofrecimiento introduciendo la mano de Rubén entre las suyas, al mismo tiempo que, puesta de puntillas, acercaba la cara, no demasiado ladeada, a los labios de Rubén. Ante una invitación tan sugerente, Rubén se atrevió incluso a besar las mejillas de la mujer. -He podido escaparme del periódico antes de lo que pensaba. Tienes mucho mejor aspecto que el otro día, Rubén. -Eres tú la que me mira con buenos ojos. -No, Rubén, es la verdad. Llevo una semana mirándote con buenos ojos, como si fuera una adolescente tocada por... por... –la mujer se ruborizó. -Por la generosidad. -La generosidad más egoísta que he conocido –ahora el que se ruborizó fue Rubén. -Tú... tú... sí que presentas un... un... aspecto... extra...un aspecto... -¿Mejor que el otro día? -Igual de bueno que el otro día. -Gracias, Rubén. En el portal se cruzaron con Augusto, un vecino de mediana edad, militante socialista, que vivía en el último piso. Rubén y Alicia le saludaron con un “buenas tardes” dicho casi al mismo tiempo. Augusto, con la cabeza gacha, contestó con un murmullo, casi un gruñido, antes de darles la espalda y ponerse a hurgar en el interior de su buzón, el cual, desde fuera, a través de las rendijas, se veía vacío. En cuanto Rubén abrió la puerta del piso, el olor a Ainara que impregnaba la vivienda ahuyentó la sensación de bienestar que le había provocado el encuentro con Alicia. Condujo a la mujer al salón y, cuando ella se disponía a sentarse a su lado en el sofá, Rubén, con un ademán del brazo, la invitó a sentarse en el sillón de orejas. -Así nos podremos escuchar mucho mejor. Cuando no leo el lenguaje facial de mi interlocutor, las palabras pierden para mí parte de su significado. Dicho retóricamente: las palabras sin rostro denotan, no connotan. -Eres todo un caballero al que resulta un placer escuchar, Rubén. Hablas a la antigua usanza, cuando las palabras eran eso: palabras con un significado preciso, y no mera charlatanería. He observado durante estos días que, hasta cuando estás irritado, procuras emplear el discurso apropiado para no herir la sensibilidad de tu interlocutor, y en el hipotético caso de que alguien se molestara, estoy segura de que sería a causa de su suspicacia, no por lo que tú le hubieses dicho. -Me adulas, Alicia. Los nervios me han traicionado más de una vez en los últimos días. -Digo lo que pienso y siento. Ser una persona respetuosa en los tiempos irrespetuosos que corren tiene un mérito extraordinario, Rubén; pero, es que, en tus terribles circunstancias, ese comportamiento alcanza la categoría de excepcional; a otros los nervios no les hubiesen traicionado más de una vez, sino todas las veces. Si lo sabré yo... Rubén, Rubén, Rubén –los ojos de la periodista refulgían como dos luceros, y Levi, avergonzado de contemplarlos con tanto arrobo, elevó la vista unos centímetros por encima de la cabeza de la mujer, y se dio de bruces con el retrato enmarcado de Arantxa-. El otro día, Rubén, cuando te vi por segunda vez el otro día –la periodista tragó saliva-, cuando te vi el otro día por segunda vez... el otro día...Perdona, me he quedado en blanco. Lo siento. Te aseguro que hace unos minutos, en la acera, frente al portal, sabía exactamente lo que quería decirte, ahora... ahora, en fin, quizá he olvidado las palabras porque todavía no debo decírtelas. Ya te las diré, Rubén. Te lo prometo que te las diré. -¿Has olvidado también las cosas que tenías que contarme relacionadas con Ainara? –preguntó Rubén, con los ojos fijos en la fotografía de Arantxa, en un tono cuya repentina frialdad desconcertó a la periodista. Alicia ladeó la cabeza hasta seguir con el rabillo del ojo la misma dirección visual que su anfitrión, y, en cuanto sus ojos vieron a la mujer del retrato enmarcado, comprendió la brusca reacción de Rubén. -¿Tu esposa? Rubén asintió con la cabeza. -Por cierto, ¿sabes por qué Arantxa y yo decidimos poner a nuestra hija el nombre de Ainara? La mujer negó con la cabeza. -No tiene nada que ver con mis raíces judías. Fue por una película que vimos juntos en un ciclo de cine clásico en la sala del Museo de Bellas Artes, en nuestra tercera cita. Una película de un romanticismo a flor de piel. Se titulaba, mejor dicho se titula “Vivir un gran amor”, siempre se titulará así, y la protagoniza Deborah Kerr, una de mis actrices preferidas. En la película, ambientada en Londres, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la capital inglesa soporta estoicamente los incesantes bombardeos de la Luftwaffe, Kerr encarna el papel de una mujer llamada Sara, esposa resignada de un anodino alto cargo del Gobierno británico, cuya vida da un giro radical cuando conoce a un escritor del que se enamora sin remisión. Sara, a espaldas del marido, se ve a menudo con su amante y amado en la casa de éste. En uno de estos encuentros, una bomba alcanza el edificio, y el escritor queda sepultado bajo los escombros. La mujer, presa de la desesperación, intenta en vano rescatarlo. Una mano inerte del hombre asoma bajo la capa de polvo, madera y ladrillos. La palpa. Está fría como el hielo. Sara se refugia en la habitación del amor y cae prosternada junto a la cama adúltera; aunque no profesa ninguna religión, pide con fervor a Dios o a quien quiera escucharla que el escritor no muera. Como las súplicas suelen surtir más efecto si van acompañadas de promesas de sacrificios, la mujer promete que, si el hombre de su vida, al único que ha amado de verdad, se salva, jamás volverá a verlo, o lo que es lo mismo, que, tal y como mandan los cánones, se dedicará en cuerpo y alma a su marido. El escritor, increíblemente, no muere o, si lo prefieres, resucita, y ella cumple su promesa. La película nos impresionó tanto a Arantxa y a mí, que, cuando quedó embarazada unos años después, y nos dedicamos a elegir nombres, ella no albergó ninguna duda: “Si es niña, se llamará Sara, como tu hermana y la protagonista de ‘Vivir un gran amor’ ”, me dijo. Yo no estaba de acuerdo. Le sugerí a Arantxa que, en homenaje a su familia, teníamos que buscar entre los nombres de aquí uno que se pareciera a Sara. Además, tenía un argumento irrebatible: la criatura nacería en Villa del Norte. -Y le pusisteis el nombre de Ainara. Qué historia más hermosa. -¿La de la película? -La vuestra. -Una historia hermosa, terrible y trágica. Desde el lunes, la película de mi vida se titula “Morir dos grandes amores”. Se hizo un silencio de varios segundos que, por alguna extraña razón, a Rubén le incomodó. -Antes de contarte la anécdota cinematográfica, querías decirme algo que habías averiguado sobre mi hija, ¿no? -Ah, sí –la mujer salió de su ensimismamiento. Ella también había visto hace mucho tiempo la película “Vivir un gran amor”, en televisión, cuando era una adolescente, y soñó con que algún día viviría un gran amor. Sueños, nada más que sueños. ¿Nada más?-. Como ya sabes, en la última semana, siguiendo algunas sugerencias –Alicia dirigió una mirada de complicidad a Rubén, y éste, al sentirse escrutado, apartó la vista del retrato de Arantxa, y, tras mirar de soslayo a Alicia, entornó los párpados-, me he dedicado en cuerpo y alma al periodismo de investigación, lo cual me ha permitido obtener algunas nuevas informaciones; hablando con propiedad, más que obtener nuevas informaciones, diría que he corroborado algunas que ya poseía. Disculpa. La mujer abrió el bolso y extrajo un mechero y un paquete de tabaco. -¿Un cigarrillo? -No, gracias. -Yo tampoco fumaré... de momento. -Te aseguro que no me molesta. -Lo sé. ¿Por dónde iba? Ah, sí. A primera hora de la tarde del viernes, antes de partir hacia la capital para asistir al debate, como te dije, había concertado sendas citas con el padre y la madre de Teo; sin embargo, cuando me presenté en la casa de la madre a la hora convenida, un señor muy amable que, sorprendentemente (y eso que iba preparada para la sorpresa) se presentó como el abuelo de Teo, se disculpó en nombre de su hija. Me dijo que la mujer estaba arrasada por el dolor de los dolores, ese que, como bien sabemos tú y yo, se te clava en lo más profundo de tu ser, un dolor con el que la madre de Teo estaba resignada a malvivir el resto de su vida; pero ese día, además, sufría una fortísima jaqueca que le impedía atenderme. El hombre me invitó a que regresase al día siguiente. “Quien sí estaba en condiciones de recibirme fue el padre de Teo, al que visité a continuación, una bicoca desde el punto de vista periodístico, aunque, en lo que respecta a nuestros intereses, a la postre, resultase una tremenda decepción. El hombre, en cuanto me abrió la puerta de su casa (por lo que pude apreciar, un piso diminuto e inhóspito) y me presenté, me saludó con un escueto ‘hola’ y, a renglón seguido, sin que mediara ninguna pregunta por mi parte, me soltó una parrafada ensalzando la figura de su hijo, al que consideraba, y cito tal cual, un muchacho fuera de serie. Estaba preparada para oír un panegírico, ya que no era la primera vez que entrevisto al padre de un terrorista o de un asesino. Como es sabido, Rubén, los humanos, en general, cuando hablamos de nuestros hijos, no nos caracterizamos por la objetividad –en cuanto pronunció estas últimas palabras, Alicia se arrepintió de haberlas dicho. Aunque en apariencia el rostro de Rubén continuaba impasible, la mirada penetrante de la mujer captó en el fondo de las pupilas de su anfitrión un fogonazo, como si en esos momentos, en la imaginación de Rubén un pistolero hubiese apretado el gatillo de la pistola cuyo cañón apuntaba hacia ella. Pensó en interrumpir su relato y disculparse por lo que había dicho, pero en el último momento prefirió no hacerlo. Tal vez la pistola estuviese en su imaginación y no en la de Rubén-. Para lo que no estaba preparada –agregó- era para soportar el torrencial verbo del padre de Teo, así que, cuando comprobé que daba igual lo que le preguntara, ya que él se limitaba a recitar lo que tenía previsto declarar, me incorporé, le dije que ya nos veríamos otro día, y me encaminé a la puerta de la calle perseguida por el verbo imparable del hombre; en el vestíbulo, me cogió del brazo, y, con los ojos inyectados en sangre y la cara congestionada, recurrió, a berrido limpio, a una catarata de tópicos para justificar la militancia de su hijo en la Organización, de la que por cierto me dio la impresión de que se sentía orgulloso; a renglón seguido, aferrando mi muñeca como si en vez de una mano su antebrazo terminase en una tenaza, empezó a escupir una sarta de improperios contra el sistema democrático de este país, al que calificó de farsa, caricatura y no sé cuántas cosas más. Menos mal que en ese instante le sobrevino un acceso de tos, incidencia que aproveché para abrir la puerta y marcharme a la francesa. Esto es todo lo que dio de sí la entrevista con el padre de Teo. -Que, por lo que acabo de escuchar, periodísticamente hablando dio bastante de sí. -En efecto, pero a mí me interesaba que fructificase más en otro aspecto menos profesional –Rubén hizo mención de levantarse-. Aguarda, aún tengo que contarte algo más. El sábado, a primeras horas de la tarde, cuando regresé de la capital, volví a llamar a casa de la madre de Teo. Después de haber conocido al abuelo, casi estaba más interesada en entrevistarlo a él que a su hija. Sorprendentemente, cogió el teléfono ella, me presenté y, al notarla receptiva, le hice un resumen de lo que me había dicho su marido (todavía no se han divorciado). Debió de molestarle alguna de las cosas que escuchó, porque accedió a recibirme de inmediato. Unos minutos más tarde me encontraba de nuevo en el salón de su casa. La mujer, con la sensibilidad a flor de piel, al poco de empezar a hablar de su hijo, rompió a llorar; intentó recuperar el hilo del discurso un par de minutos después tras hacer una visita al cuarto de baño. Imposible. La emoción volvió a estrangular sus palabras, se disculpó entre sollozos, y corrió a encerrarse en su cuarto. -Y aprovechaste la coyuntura para entrevistar al abuelo, ¿no? -Sí. Me causó una excelente impresión. Un extracto de sus declaraciones, sobre todo las que teorizaba sobre el nacionalismo excluyente, saldrá publicado mañana en mi periódico. -¿Te dijo algo de Ainara? -Sí, aunque en lo fundamental, creo que es lo mismo que te contó a ti. -Es posible, lo sabré en cuanto me lo cuentes. Alicia le contó a Rubén lo que éste, más o menos, había escuchado en boca de Jesús. Teo le había confesado a su abuelo que, a pesar de que él no creía en el flechazo, se había enamorado de una compañera a la que acababa de conocer en la universidad. Y se sentía muy mal por ello, ya que él siempre había considerado a los enamoradizos a primera vista como unos redomados imbéciles. El abuelo le explicó al nieto que, en excepcionales ocasiones, uno conoce al amor de su vida de esta insólita manera, pese a que lo normal es que los amores surgidos de mutuos flechazos conduzcan indefectiblemente a los enamorados, tras atravesar en un santiamén un paraíso engañoso, a los brazos de la rutina. El muchacho, sin embargo, estaba convencido de que si ella se hubiera enamorado de él, su vida discurriría para siempre en el paraíso verdadero. Pero ella ni se enamoró ni se enamoraría jamás de un hombre como él. Como la consideraba fuera de sus posibilidades, no se atrevió a revelarle sus sentimientos. -Y ella, como sabes, era Ainara. -Sí, la historia del enamoramiento de su nieto me la contó Jesús cuando estuvo aquí el otro día. -Lo que no pudo contarte es que, en cuanto salió del portal de tu casa, Jesús se encaminó al domicilio de un amigo suyo, de avanzada edad, compañero de navegación, cuyo nieto, uno de los dirigentes históricos de la Organización, está exiliado en un país latinoamericano. Por lo que he podido comprobar en los textos que me han entregado mis compañeros de documentación del periódico, el andoba, Eduardo Ascasibar alias el Galgo (al parecer, en sus tiempos juveniles, corría que se las pelaba), hace unos años, no demasiados, fue uno de los dirigentes de la banda. El amigo de Jesús se puso en contacto telefónico con su nieto y, prescindiendo de preámbulos, le preguntó por Ainara. Ascasibar dijo que había oído hablar de ella por primera vez hacía unos días, cuando leyó en la prensa la noticia del accidente ocurrido en el Barrio Azul; no obstante, ante la insistencia de su abuelo, se comprometió a hacer las gestiones oportunas para averiguar si Ainara pertenecía a la banda. -¿Y? -preguntó Rubén enderezando el tronco y aguzando el oído. -Y cumplió su promesa sólo unas horas después. -¡Alicia! –exclamó Rubén poniéndose de pie de un salto-. ¿Qué... qué averiguó? La mujer le hizo un gesto con la mano para que volviera a sentarse. -Mucho, o poco, según se mire. Le dijo a su abuelo que sus compañeros exiliados sabían de Ainara lo mismo que él, o sea, nada, lo cual, según el Galgo, podía significar dos cosas: o que Ainara iba de convidada de piedra en el coche, o que era una miembro legal, y, por consiguiente, sólo los dirigentes actuales de la banda estarían al corriente de su militancia en la Organización. -Es decir, Alicia, que estoy...ejem... que estamos igual que al principio, saturados de hipótesis, y ayunos de evidencias. ¿Te dijo algo más Jesús? -Sí, me expuso, en un discurso rico en figuras retóricas, sus opiniones acerca del dichoso conflicto. Unas opiniones lúcidas, alejadas de los tópicos al uso. Te recomiendo que mañana leas la entrevista. -Despiértame el apetito lector. -El abuelo, en los treinta y tantos años que ha sido marino mercante, ha tenido la oportunidad de arribar a muchos puertos y conocer a gente de toda clase y condición: blancos y negros, mujeres y hombres, jóvenes y viejos, asiáticos y africanos, europeos y australianos, norteamericanos y sudamericanos, ricos y pobres, altruistas y egoístas, codiciosos y generosos, sinceros y mentirosos, malvados y bondadosos... En fin, ha conocido a la especie humana en sus múltiples manifestaciones, y su aquilatada experiencia le permite asegurar que, en lo fundamental, los hombres somos muy parecidos. Jesús no acierta a entender cómo el lugar donde nacemos, un accidente, puede pesar más en la concepción de un individuo que, por ejemplo, las propias decisiones que se traducen en otras tantas conductas. Cuantos más componentes conformen nuestra identidad, más rica y específica será nuestra persona. Específica y rica a la vez. Esta afirmación, en principio, parece una contradicción, así me lo pareció a mí hasta que Jesús abundó en su tesis. Existe una relación directamente proporcional entre el número de rasgos que poseemos y nuestra mayor o menor singularidad. Cuantos más rasgos, mayor singularidad, y viceversa. Por lo tanto, según Jesús, si la identidad de una persona se inspira sobre todo en un sentimiento nacionalista, compartirá las señas de identidad con los cientos de miles de congéneres que participan de su ideología; por el contrario, quien, además de sentirse miembro de una comunidad concreta, no reniega de su pertenencia al país en su conjunto, lo que aquí se llama con desdén el Estado, los rasgos que lo identifican serán compartidos por unos cuantos millares menos de conciudadanos; y si, además, esta misma persona milita en un partido, pongamos que el socialista, el número de semejantes que tendrán algunas de sus señas de identidad, disminuirá de manera drástica; y todavía hay más, si el padre de esta persona es del Sur y su madre del Norte, los congéneres que compartirán sus rasgos se reducirán en unos cuantos miles más. En definitiva, Rubén, en virtud de cada una de mis pertenencias, tomadas por separado, estoy unida por un cierto parentesco a muchos de mis semejantes; gracias a esas mismas variables tomadas en conjunto, poseo una identidad propia más singular. Tú, por ejemplo, judío, casado con una mujer de familia nacionalista... ejem... viudo, padre de... de… Creo que será mejor poner otro ejemplo. -No, Alicia, ese ejemplo me vale. Continúa, por favor. Casado con una mujer de familia nacionalista, viudo, padre que ha dejado de serlo... Es casi imposible que alguien comparta unas señas de identidad tan... tan pintorescas, ¿verdad? Alicia frunció los labios al mismo tiempo que dirigía la vista al suelo. -Te pido disculpas, Alicia. A veces, me comporto como si yo tuviese la exclusividad del sufrimiento. Lo siento. -Sólo faltaría que tuvieras que disculparte por sufrir, Rubén... Ahora, sí que me apetece fumarme un cigarrillo. ¿Quieres uno? -Más tarde, quizá te pida uno. Alicia, con el cigarrillo entre los labios, lo acercó a la llama del mechero entretanto Rubén ponía delante de ella, en un extremo de la mesa acristalada, el cenicero en cuya superficie refulgía el azul cielo del Mar Mediterráneo. -Lo trajo Ainara de un viaje de estudios. -Es precioso. Alicia dio un par de caladas al cigarrillo y lo depositó con cuidado en el cenicero, como si temiera contaminar el luminoso azul del Mar Mediterráneo. Las palabras que Jesús le había dicho a Alicia sobre la identidad bullían en el pensamiento de Rubén, como si la memoria aguardase a que fueran expurgadas por el sentido crítico antes de archivarlas en el lugar que les correspondía, un lugar de privilegio. Repasando los rasgos que conformaban su identidad, Rubén se sorprendió a sí mismo comparando las ideologías de las respectivas familias de Teo y de Ainara. En principio, haciendo unas cuantas operaciones mentales, el saldo de influencias nacionalistas era favorable a Teo. En principio, claro, porque Carmelo y Begoña, juntos, irradiaban mucho más nacionalismo de lo que resultaba de sumar el nacionalismo de cada uno por separado. Alicia se incorporó, bordeó de puntillas la mesa acristalada, se sentó en el sofá y posó la mano izquierda en el dorso de la de Rubén. Éste, al notar el contacto, se sobresaltó. -¿Qué...qué pasa? Ah, eres tú. ¿Desde cuándo llevas sentada aquí? -Desde hace unos segundos. Cuando te sumerges en ti mismo, Rubén, te abstraes de todo lo que te rodea. -Ahora, sí. - Una flor o, mejor, un libro por tus pensamientos, Rubén. -Estaba comparando ideologías. Resulta paradójico que un hombre con unas ideas tan progresistas como Jesús tuviese un nieto que militaba en una banda terrorista, un nieto que, al parecer, sentía admiración por su abuelo, aunque, por lo visto, no tanta como la que sentía por su padre. Y lo que a ti y a mí nos resulta a lo sumo paradójico, a cualquier foráneo sensato se le antojará una locura. Y locura es. Una locura que, como estamos inmersos en ella, la percibimos como algo cotidiano. En esta comunidad o región o país, la locura es la norma, y la sensatez, la excepción. Y algunos de nuestros dirigentes políticos, luego, cuando emprenden un viaje oficial por esos mundos de Dios, tienen la desfachatez de describir a este país como poco menos que el Edén. ¡Qué cínicos! ¿Se darán cuenta algún día los nacionalistas moderados de que la solución al conflicto radica en más democracia, no en más nacionalismo? -Te debo un libro, Rubén, que, por supuesto, lo compraré en Libre Albedrío. Estoy de acuerdo contigo. Vivimos en un país donde lo disparatado se ha convertido en lo normal, y lo que debería ser lo normal resulta la excepción. Y la familia de Teo es un ejemplo de ello. Una familia partida en dos bandos enfrentados por el dichoso conflicto, algo semejante a lo que sucedió en la guerra civil. La madre y el abuelo materno a un lado, el padre y los abuelos paternos al otro, y el muchacho, en medio, dudando en si tomar el camino de la izquierda o el de la derecha. -Y muchos de los mejores compatriotas (unos, amenazados; y otros, hartos de tanto dislate) ponen tierra de por medio, y, en el camino, cerca de la frontera, ¿sabes con quiénes se cruzan? -¿Con un grupo de milicianos? Rubén negó con la cabeza. -¿Enfermeros? -Caliente, caliente... -Médicos. -Médicos especialistas en psiquiatría. En este país a los psiquiatras se les presenta un futuro profesional espléndido. Cada vez son más los ciudadanos que muestran síntomas de padecer esquizofrenia... Pero cambiemos de tema, ya que, si no, acabaremos como suelen acabar en esta tierra casi todas las conversaciones, o sea, enredadas en la telaraña del puñetero conflicto. ¿Has hecho las paces con tu director? A Alicia le sorprendió la pregunta. Una sorpresa que sería gratificante si pensara que Rubén se la había formulado con la intención de saber, y no, como sospechaba, meramente por cortesía. Aunque a lo mejor estaba equivocada, y el interés era genuino. Sólo había una manera de averiguar el móvil de la pregunta: responder. -A medias. Siguiendo con el símil bélico, podríamos decir que hemos firmado un armisticio. Yo le profeso un gran respeto como director de El Diario de La Actualidad, y creo que él también tiene un elevado concepto de mí como redactora; en el aspecto personal, en cambio, hemos tenido nuestros más y nuestros menos en las últimas semanas. Él no se resignaba a que lo nuestro hubiese terminado para siempre, y, pese a la tregua, creo que sigue sin resignarse del todo. Primero, intentó camelarme por las buenas, o sea, con las argucias propias de los galanes de película, pero como no consiguió su propósito, decidió variar su táctica. El galán se convirtió en un villano sin escrúpulos. Como tampoco logró nada, optó por el armisticio. Aunque me barrunto que pronto reanudará su ofensiva. No le quiero, tal vez nunca le he querido, y, lo que es peor, su contacto físico, ahora, no sólo me incomoda, me produce repugnancia. Cuando lo veo como persona, no como director, me siento fatal a su lado. ¿Cómo habré podido mantener relaciones íntimas con un sujeto de su calaña? Me resulta difícil de creer, pero el caso es que así ha sido. Dos años con sus días y, ay, también con la mayoría de sus noches, he sido la amante de ese sujeto, Rubén; las locuras en este país no se limitan a la política –el rubor coloreaba de un rojo intenso las mejillas de la mujer. -Hablas de él como si fuera un delincuente. -Si supieras el acoso al que me ha sometido en las últimas semanas, desde que le dije que lo dejaba, entonces comprenderías mejor lo que te digo. -Denúnciale. -Pienso tomar una decisión más drástica aún. Como os dije el otro día a ti y a tu hermana, voy a marcharme del periódico. El día en que se produjo la explosión en el Barrio Azul, iba a comunicarle mi decisión; pero, en los días siguientes, se operó un cambio de actitud en él, y pospuse llevar a cabo mi decisión hasta que se aclarara lo... lo... -¿Lo de Ainara? -Lo de Ainara, sí. -¿Tanto interés periodístico tiene el drama de los Levi? -Para mí, sí que lo tiene... –Alicia extrajo un abanico del bolso, y empezó a agitarlo con nerviosismo, como si la temperatura del salón fuese diez o quince grados más elevada que la reinante en el exterior. -¿Quieres que abra la ventana? –preguntó Rubén incorporándose. -Estoy sofocada. No es que haga demasiado calor aquí, el calor lo llevo yo por dentro. Quizá me venga bien dar un paseo... ¿Me acompañas? -¿A la calle? -Sí, y, después, si quieres, te invito a cenar. -¿A un restaurante? -Por ejemplo. -No creo que en mis circunstancias sea lo más aconsejable. -Tienes razón. ¿Quieres venir a mi casa? Podría preparar una ensalada y una tortilla de espárragos y... -Te agradezco la invitación, Alicia, de verdad, pero no tengo apetito –dijo Rubén con los ojos clavados en el retrato de Arantxa. -¿Otro día? -Quizá. -Cuando resplandezca la verdad de Ainara. -Cuando resplandezca la verdad de Ainara –repitió como un eco Rubén. -Entonces, cenaremos juntos pronto, Rubén, muy pronto. Lo presiento. 46 Al día siguiente de la reapertura de Libre Albedrío, a primera hora de la mañana, entró en la librería una mujer de aspecto muy llamativo, como surgida de alguno de esos saraos en los que se fraguan los amoríos que, luego, al cabo de unos pocos días, se convierten en las grandes exclusivas de la prensa rosa, o lo que es lo mismo, de casi toda la prensa. El intenso perfume dulzón que despedía la recién llegada le hizo volver la cabeza a Rubén, quien, de espaldas a la puerta, se encontraba colocando libros en los estantes situados a la izquierda del mostrador. -Buenos días. ¿Es usted Rubén Levi? -Yo soy. Rubén examinó detenidamente a la mujer, de abajo a arriba, de arriba a abajo. Una dama que, a primera vista, el librero no supo cómo calificar. Le parecía elegante y chabacana al mismo tiempo, según cuál fuese la parte de su cuerpo en la que se fijara. Tenía unos ojos azules menudos, a los que unas pestañas postizas y una gruesa capa de pintura en los párpados trataban en vano de agrandar. Sus labios, sospechosamente carnosos, dejaban entrever una dentadura reluciente. La blusa blanca pegada al torso, demasiado fina, casi transparente, permitía distinguir unos turgentes pechos que un sujetador diminuto pugnaba por contener. A Rubén nunca le habían gustado las mujeres que se empeñaban en subrayar con trazos gruesos sus supuestos encantos físicos, a las que solía despachar para sus adentros con un calificativo desdeñoso; sin embargo, la mujer a la que miraba sin recato no era como las otras mujeres sofisticadas a las que había conocido, ésta, a despecho de su innegable propósito de resaltar algunos de sus atributos, tenía algo que la mantenía equidistante de la vulgaridad y la elegancia. Algo que Rubén no supo definir. Algo especial. -Soy la señora de Aragón, la madre de David, el novio de su hija –la mujer extendió el brazo por encima del mostrador, con la mano abierta, y aguardó de esta guisa los segundos que necesitó el librero para, recuperado de la sorpresa, decidirse a estrecharla, eso sí, sin demasiado entusiasmo. La mano de la mujer, fría pese a la suave temperatura reinante, presentaba un aspecto impecable, blanca, de piel suave, con unos dedos finos rematados por unas uñas largas barnizadas de carmesí, probablemente postizas. -Mucho gusto, señora. Mientras la madre de David extraía un pañuelo de seda del bolso de Armani que llevaba colgado del hombro, Rubén reconoció en su fuero interno que, desde el punto de vista estético, su imaginación no había hecho justicia a la señora de Aragón. La imagen que se había forjado de ella correspondía a la de una señora cincuentona, de estatura media, algo rechoncha, toscamente sofisticada, una imagen que en poco se correspondía con la mujer que tenía al otro lado del mostrador. Desde su posición, no podía ver la mitad inferior de su cuerpo, pero intuía que sus piernas armonizaban con los atractivos del resto de su físico, y que, por mucho tacón que llevasen los zapatos que calzaba, su estatura no bajaría de los 170 centímetros. Iba maquillada, sí, pero bastante menos que la señorona pintarrajeada de su imaginación. En definitiva, la madre de David de carne y hueso sólo se parecía en el sexo a la madre de David que había imaginado. Lo que más le sorprendía de ella era la tersura de su piel. Por muy joven que engendrara a su hijo, la señora de Aragón debía de frisar los cincuenta años, y, a simple vista, aparentaba incluso menos de los cuarenta. Su rostro estaba tan liso como... como el de Ainara (no se le ocurrió un símil más apropiado), insólitamente liso. Todos sus rasgos faciales parecían perfectos. “Demasiada perfección para ser naturales”, se dijo Rubén. -Quisiera pedirle disculpas por no habernos puesto en contacto con usted antes, señor Levi –la mujer volvió a guardar el pañuelo que había extraído del bolso. “¿Para qué lo habrá sacado?”, se preguntó Rubén-. Teníamos intención de haber acudido al funeral, pero como no se celebró ningún funeral... Bueno, mejor dicho, hubiese ido yo. Mi marido está indignadísimo por lo que ha sucedido, y mi hijo, ofuscado. Ha sido una sorpresa desagradable para todos. -Antes de que siga hablando, señora de Aragón, he de decirle que mi hija no era ninguna terrorista. -Llámeme Charo, Rubén. -Charo. -Yo, en su lugar, quizá también me negaría a reconocer las evidencias. -No hay mejor evidencia que la verdad, señora. Ainara no era ninguna terrorista. -Y si no lo era, ¿qué hacía, entonces, montada en ese coche? -El azar, Charo, el maldito azar. -Un azar demasiado caprichoso, ¿no cree? -El azar siempre es caprichoso, para lo bueno y para lo malo, señora... -Me gustaría creer que todo se debió al azar, Rubén, pero... Ojalá pudiera. -A usted no le gustaba mi hija –afirmó de pronto Rubén clavando sus ojos en la sorprendida mujer, y, antes de que ésta pudiera responder, agregó con una entonación inquisitiva-: ¿Verdad que no me equivoco, señora de Aragón? La mujer, lejos de amilanarse, sostuvo sin parpadear la severa mirada de su interlocutor. -Pues sí que se equivoca, señor Levi..., Rubén. Ainara poseía un encanto especial, además de una gran inteligencia y una exquisita educación –la mujer volvió a sacar el pañuelo del bolso y lo sostuvo en la mano izquierda-. Por eso me ha sorprendido tanto lo que ha ocurrido. -No siga por ese camino, se lo ruego. Si se empeña usted en difamar a mi hija, tendré que rogarle que salga de la librería. -Disculpe. No era mi intención difamarla. Usted me ha preguntado y yo me he limitado a responderle con franqueza. Porque no pretenderá que le mienta, ¿verdad? -No, dígame la verdad y respóndame a la pregunta que le he hecho. -¿Me la repite, por favor? -¿Le gustaba Ainara? -Ya le he respondido. -Sí, pero si me ha dicho la verdad, en medio de tantos eufemismos, no he sido capaz de captarla. -Como persona, hasta que pasó lo que pasó, por supuesto que me gustaba. ¿A quién no le iba a gustar una muchacha como Ainara? -Le gustaba, pero no lo suficiente para que formara parte de la familia Aragón, ¿no? -Bueno, pues... –la señora de Aragón se pasó el pañuelo de una mano a otra. -Usted sueña con que su hijo se case con una mujer perteneciente a su misma clase social o, mejor, a una clase superior, si es que la hay, nunca a una inferior, y Ainara no reunía los requisitos de la nuera de sus sueños. -Está adoptando usted un tono muy ofensivo, señor Levi –la mujer tragó saliva, tosió, se frotó la comisura de los labios con el pañuelo perfumado y, adoptando un tono de voz resuelto, añadió-: De acuerdo. No pensaba ni por asomo que una visita de condolencia como la mía se convertiría en un interrogatorio tan... tan... En fin, a preguntas directas, respuestas sinceras. En efecto, señor Levi, su hija, pese a parecerme una buena chica, no reunía los requisitos de la nuera de mis sueños. Los Aragón y los Levi somos muy diferentes. Creo que la cosa no hubiese funcionado –la mujer volvió a introducir el pañuelo en el bolso. -Yo también lo creo. La cosa no hubiese funcionado. Las diferencias que separan a los Aragón de los Levi son demasiado grandes para que Ainara y David hubiesen podido salvarlas, y le aseguro que no me refiero a aspectos meramente económicos. -¿A qué se refiere entonces, señor Levi? -Dejemos las cosas como están. -Dígame lo que tenga que decirme, no se reprima, Rubén, estamos en su feudo. Le prometo que no me enfadaré, por muy fuerte que sea lo que diga. -Está bien, señora de Aragón. Como le he dicho antes, yo también consideraba que las diferencias entre Ainara y David eran grandes. Ainara pertenecía a una familia medio judía, agnóstica, de clase media... Vistas las cosas desde la óptica suya, no era la mujer apropiada para su primogénito. Aunque soy de la opinión que las diferencias serían más grandes si comparáramos otros rasgos. -Compare, hombre. ¿Se refiere a la inteligencia? -A la inteligencia, a la personalidad, al carácter... -Sí, mi hijo, como así lo atestigua su brillantísimo expediente académico, es un joven con una inteligencia extraordinaria. -Según su expediente académico, no dudo que lo sea –ironizó Rubén; la mujer encajó la ironía con deportividad, sin mover un solo músculo facial, como si su semblante fuese una máscara de cera. -Por el tono en el que ha pronunciado la última frase, deduzco que usted no comparte mi opinión. -Me consta que David es inteligente, señora de Aragón. -¿Entonces? -Ya se lo explicaré en otro momento más propicio. -No sé si dispondremos de un momento más propicio que éste –dijo la mujer mirando fijamente a los ojos del librero. -Yo creo que sí. ¿A usted le gusta leer? -Por supuesto que me gusta –respondió la señora de Aragón en un tono cortante. -Entonces, seguro que se nos presentará otra oportunidad. Yo me dedico a la venta de libros. -Sí, ya me he dado cuenta –dijo la mujer desplegando los labios y mostrando una amplia dentadura blanca, muy blanca, que, sin embargo, Rubén percibió como los colmillos negruzcos de una fiera depredadora. Un anciano, apoyado en un bastón, entró en el establecimiento. -Buenos días, Enrique. -Buenos sean, los que han sido no lo fueron. Le acompaño en el sentimiento, Rubén. -Muchísimas gracias, Enrique. Rubén giró la cabeza hacia la señora de Aragón. -Hoy, no ha venido a comprarme ningún libro, ¿verdad, señora de Aragón? -No. He venido a darle el pésame. -Ya lo ha hecho. Ahora, si me lo permite, he de atender a este señor. -No hay prisa, voy a examinar las novedades –dijo el anciano llamado Enrique. -Adiós, señor Levi. La mujer extendió la mano por encima del mostrador, con la vista al frente, aunque Rubén sintió que los ojos, pese a estar clavados en los suyos, miraban a algún objeto situado a su espalda, como si él fuera transparente. -Adiós, señora de Aragón. Dele recuerdos de mi parte a David –Rubén estrechó la mano de la mujer, con suavidad, sin oprimirla. -Se los daré. Me ha pedido que le diga que vendrá uno de estos días a hacerle una visita. Cuando se recupere. Menudo trauma tiene el pobre. La quería mucho. -Lo sé. Dígale que será bien recibido. Esta librería se llama Libre Albedrío. -Un nombre ciertamente pintoresco. Adiós, señor Levi. Mis más sinceras condolencias. -Gracias, señora de Aragón. La mujer se dirigió a la puerta de salida contoneando las caderas, tal vez fuese su manera natural de andar, o quizá ralentizase sus movimientos aposta para resaltar los encantos que tanto apreciaban los hombres, incluidos los viudos cincuentones y los ancianos lectores. Enrique, apoyado en el bastón, con un libro entre las manos, acompañó con los ojos a la señora de Aragón hasta la puerta de salida de la librería. Rubén, por su parte, la recorrió de arriba abajo, y se demoró un par de segundos en sus piernas desnudas, bien formadas, y en sus pies, calzados con unas sandalias de cuña, en la que resaltaban sus finos tobillos. No recordaba haber visto jamás en Libre Albedrío a una mujer madura con un cuerpo tan espectacular. Miró al exterior por la cristalera del escaparate y vio cómo un par de transeúntes, atraídos por la sensualidad que irradiaba la mujer, giraban simultáneamente el cuello para devorarla con los ojos, momento en que Rubén, dominado por una sensación desagradable, giró la cabeza y se dispuso a atender al anciano cliente, quien acababa de depositar dos novelas en el mostrador. -Vaya mujer, ¿eh, Rubén? El librero se limitó a comunicar al cliente el importe de los libros. 47 El miércoles, día 19 de junio, a primera hora de la mañana, antes de abrir la librería, Rubén se dispuso a ojear las noticias de El Diario de Actualidad sentado a una mesa de la cafetería Aurora. En cuanto vio en el recuadro inferior derecho de la portada el titular que informaba de la muerte de Dionisio, el vendedor de golosinas herido de extrema gravedad en la explosión del Barrio Azul, buscó en la página interior, la décima, el texto íntegro de la noticia. A Rubén no le gustó lo que leyó, no por la muerte del tendero, tan lamentable como previsible, sino por el contenido del último párrafo en el que se anunciaba la manifestación de protesta convocada por los partidos democráticos (nacionalistas y estatales), a las ocho de la tarde, en la Plaza del Santo Cristo. El lema que encabezaría la marcha era, nombre de la víctima al margen, igual de ambiguo que el de las escasas manifestaciones que habían sido consensuadas por todos los partidos políticos democráticos: “En recuerdo de Dionisio. No a la violencia; sí a la paz”. Releyó el lema tres veces, dominado por una creciente indignación: “¿En recuerdo de Dionisio, sólo de Dionisio? ¿Y Ainara? ¿No le debe la sociedad al menos un recuerdo?” Aunque apenas había probado el café con leche y el pastel de arroz, se levantó de la mesa, dejó en el mostrador unas monedas y abandonó con premura el local sin ni siquiera despedirse de Aurora, ocupada en ese momento en atender a otros parroquianos. En cuanto entró en la librería, dos minutos después, llamó por teléfono a Alicia. -He de pedirte un favor, Alicia. -Adelante, Rubén. Ojalá pueda ayudarte. -Me supongo que sabrás que los partidos políticos que se denominan a sí mismos democráticos han convocado una manifestación para mañana por la tarde. -Sí, a las ocho, en la Plaza del Santo Cristo. -Me gustaría servirme otra vez de los micrófonos de Radio Nacional, en esta ocasión para dirigirle unas palabras a los organizadores del acto. -¿Qué es lo que pretendes hacer, Rubén? –preguntó, recelosa, la periodista. -Tranquila, Alicia, sólo pretendo que incluyan el nombre de mi hija, junto al de Dionisio, en la pancarta que encabezará la marcha. -¿Nada más? -Nada más. -No te será fácil conseguirlo. -Lo sé, pero debo intentarlo. Alicia le prometió que hablaría con el director de informativos de Radio Nacional, un buen amigo suyo. Las gestiones de Alicia fructificaron, y ese mismo día, en el noticiario de las dos de la tarde, la voz grave y diáfana de Rubén surcó las ondas para cursar su petición a los organizadores del acto. El amigo de Alicia, Aurelio Sacristán, un profesional curtido en mil batallas periodísticas, en cuanto se enteró del propósito de Rubén, ordenó a dos miembros de su equipo que localizaran de inmediato a los portavoces de los cuatro grandes partidos: el Conservador, el Socialista, el Comunista y el Nacionalista, con el fin de que respondieran en directo a Rubén. Aurelio sabía de antemano que la petición de Levi sería rechazada y que, por lo tanto, la polémica estaría servida. Si se hubiera tratado de otra emisora, seguro que alguno de los políticos emplazados habría escurrido el bulto, pero las invitaciones de Radio Nacional jamás son rechazadas por ningún político. Hasta el secretario del secretario del secretario del partido con menos representación parlamentaria sabe que Radio Nacional es la única emisora que llega hasta el último rincón del país, hasta el último rincón donde habita un potencial votante de su partido. Rubén reiteró a cada uno de los representantes de los cuatro grandes partidos la solicitud que acababa de formular ante los micrófonos. “Mi hija –dijo-, al igual que Dionisio, ha sido víctima de la violencia practicada por la banda terrorista”. Sólo el representante del Partido Nacionalista se comprometió a estudiar la petición de Rubén, los otros tres la rechazaron amparándose en la versión oficial difundida por el Ministerio de Interior, según la cual, Ainara Levi formaba parte de la Organización. La intervención en Radio Nacional tuvo el efecto contrario al que pretendía Rubén Levi, ya que volvió a poner en candelero el nombre de su hija, lo cual fue aprovechado por dos medios con vocación sensacionalista para rentabilizar las respectivas informaciones confidenciales que les habían sido facilitadas por fuentes dignas de todo crédito (sic). Así, al día siguiente, un periódico de ideología conservadora apuntó la posibilidad de que Ainara se hubiese infiltrado en Voluntarios por la Paz para conseguir de matute datos confidenciales de algunos de los socios ilustres de esta oenegé, datos que, después, habrían sido utilizados convenientemente por la banda terrorista para intensificar la eficacia de su campaña de extorsión. Asimismo, una televisión local, apoyándose en unas truculentas imágenes de archivo en las que se veían en primer plano los cuerpos ensangrentados de algunas de las veinte víctimas mortales del atentado más cruento de la Organización, emitió un reportaje en el que sugería la peliculera tesis de que Ainara Levi había ingresado en la banda terrorista por amor. “Se rumorea que estaba enamorada de Teo, y que por amor se manchó las manos de sangre”, dijo la voz en ‘off’ que comentaba las imágenes del programa. Alicia llamó por teléfono a Rubén a la librería, por la mañana temprano, y, tras resumirle sucinta y cuidadosamente (omitiendo los detalles escabrosos) lo que había publicado la prensa sobre Ainara, le recomendó, midiendo las palabras, que se abstuviera de intervenir en otro programa radiofónico en tanto no dispusiera de información relevante. -Algunos de mis colegas, más que periodistas comprometidos con la verdad, son unos buitres que sólo obedecen a su propio código, un código ‘sui generis’ inspirado en Maquiavelo: no importa el medio que se emplee mientras se consiga el fin de incrementar la audiencia. Y si la realidad se resiste a la ley sin ley del amarillismo maquiavélico, no hay problema, se tergiversa y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. El periodismo, en los tiempos ultraliberales en los que vivimos, hace ya tiempo que inmoló la verdad en el altar del negocio, si lo sabré yo. –Rubén escuchaba sin pestañear, reconociéndose a sí mismo la imparable admiración que empezaba a sentir por la periodista (¿por la mujer, también?)-. La consigna es vender –prosiguió Alicia-, y, si para ello, hay que convertir el rumor en noticia, pues se convierte, no importa el daño moral, casi siempre irreparable, que se inflija a los afectados. Todo sea por la causa..., o sea, por el dinero. Rubén admitió que su intervención en el informativo de Radio Nacional había constituido un lamentable error. -Seguiré tu consejo, Alicia. Gracias... A propósito, ¿sabes algo del inspector jefe Rodrigues? Me dijo hace varios días que me tendría al corriente de los resultados de sus pesquisas, y, desde entonces, no he vuelto a tener noticias de él. -Hube de llamarle el otro día por otro asunto, y aproveché la ocasión para preguntarle por Ainara. Me dijo que no había averiguado nada, pero que estaba en ello. -Ni ha averiguado ni averiguará. -O sí. Me consta que el inspector Rodrigues es un policía muy competente. -Quizá lo sea para detener a los criminales. El caso de Ainara requiere otro tipo de competencia. -¿Dónde vas a comer? –preguntó Alicia cambiando de tema. -En Verdor Natural. -Un restaurante vegetariano, ¿no? -Sí. -¿Te importa que te acompañe? Rubén quiso pensárselo, pero no había nada que pensar. Estaba claro que ella deseaba acompañarle por su propio interés, no por lástima. -No me importa. La dueña de Verdor Natural, Rafaela, les condujo al fondo del restaurante, a la mesa ubicada en un rincón, bajo un cuadro impresionista que representaba a una barca solitaria deslizándose por las aguas tranquilas de un lago. -Últimamente, siempre me siento aquí –dijo Rubén-. Rafaela, una mujer comprensiva, me reserva la mesa. Conoce mi... mis circunstancias. -Lejos de las miradas. -Lejos. -¿Desde cuando eres vegetariano? -Desde el día siguiente a... la catástrofe. Estoy adoptando los mismos gustos que Ainara. -Unos gustos impecables. Yo también estoy dispuesta a cambiar de hábitos alimenticios. La comida vegetariana cada día me sabe mejor. -No me refiero sólo a la comida. Me está ocurriendo lo mismo con la música. Al principio, o sea, en los días siguientes a la muerte de Ainara, me costaba un mundo oír algunos de sus cedés preferidos, ya que, en cuanto sonaban los acordes de una canción, sentía un dolor agudo en el pecho, cerca del corazón; sin embargo, anteayer volví a poner un cedé recopilatorio de los éxitos de los años setenta, el último disco que probablemente oyó mi hija antes de su muerte, ya que se lo dejó puesto en el reproductor de su habitación, y el dolor desapareció como por ensalmo. A Ainara le encantaban en particular dos canciones de este recopilatorio, Llorando por Granada y Layla. Hasta en lo referente a sus gustos musicales, era una muchacha muy especial. Ella, con genes judíos, sentía predilección por dos viejas canciones de la música pop española que cuentan respectivamente la historia de un moro que llora por la pérdida de Granada y la de una mujer mora que llora por un amor cristiano no correspondido. En los dos últimos días, sin que pueda hacer nada por evitarlo, resuenan en mi cabeza una y otra vez los acordes de Layla. Recuerdo que, en mis años mozos, cuando oí el tema por primera vez en la radio, corrí a la tienda a comprarme el disco. Por eso me hizo tanta ilusión que, casi treinta años después, Ainara mostrara un inusitado interés por esta canción, descubierta por casualidad en un disco recopilatorio de éxitos. ¿La conoces? -¿La canción? Rubén asintió. -Me temo que no. -Narra la historia de un amor imposible entre un hombre cristiano y una mujer árabe, Layla, que vive en Jerusalén. La canción más o menos dice así –Rubén se sorprendió a sí mismo canturreando la canción, entretanto Alicia, en vez de comer la ensalada jardinera que tenía en el plato, se dedicaba a comer con los ojos a Rubén-: Allí en mi casa recordaré/ nuestro amor que volando se fue/ En la ciudad de Jerusalén hay un lugar que no olvidaré/ aquella mesa solos los dos/ y tus labios diciéndome adiós/ Hey...Layla, Layla, Layla no llores más/ Layla, Layla, Layla no llores más/ Layla, Layla, Layla, no llores más. -Layla, Layla, Layla no llores más... Hey –coreó Alicia ante la sorpresa y, seguidamente, el beneplácito de los comensales de las mesas cercanas. -El estribillo sólo consiste en una frase de cuatro palabras, con el nombre propio repetido tres veces –explicó Rubén mientras Alicia, acodada sobre la mesa, con la barbilla apoyada en las manos, lo escuchaba absorta-: Layla, Layla, Layla no llores más, eso sí pronunciado con mucho sentimiento por la voz desgarrada del solista y acompañado por los punteos de varias guitarras. La letra hace una encendida defensa del cruce de razas y culturas, tal vez esa sea la razón por la que me gusta tanto la canción. Layla, Layla, Layla no llores más. ¿Te gusta, Alicia? Alicia sonrió, se aclaró la garganta con un carraspeo y, con una voz cristalina llena de matices, tarareó el estribillo de la canción. -Layla, Layla, Layla, no llores más...Lalalalalalalalala... Me tienes que dejar el cedé para grabarlo. -Cada vez que oigo la canción, es como si escuchara la voz de Ainara diciéndome: “Papapapapa, no llores más”. -¿Has podido llorar ya, Rubén? -Por dentro, Alicia, mi corazón llora incesantemente; mis ojos, sin embargo, continúan tan secos como los pantanos del Sureste. Después del almuerzo, Alicia lo acompañó a Libre Albedrío, y, en el umbral de la entrada, antes de despedirse, Rubén, llevado por un impulso incontenible, cogió del brazo a Alicia y le preguntó de sopetón: -¿Qué buscas, Alicia? -La verdad, eso es lo que busco –dijo la mujer al cabo de unos segundos, tras recuperarse de la sorpresa que le había producido una interpelación tan brusca, sosteniendo la penetrante mirada de Rubén. -No me refiero a Ainara. ¿Qué buscas? –insistió. -Espero que también esté buscando tu verdad y que, cuando la encuentre, coincida con la mía. Ojalá el futuro me conceda la oportunidad de averiguarlo. Rubén se sumergió en los ojos de la mujer, un espejo diáfano, y vio a un hombre con barba entrecana y pelo oscuro esbozar una ancha sonrisa. “¿A qué futuro se referirá: al suyo, o sea, al de ella, o al mío también?” No se atrevió a preguntárselo. 49 A media tarde del lunes, 24 de junio, dos semanas después de la explosión en el Barrio Azul, un hombre de barba cerrada, vestido con una camisa azul marino de manga corta y un pantalón vaquero del mismo color, se acercó a Encarna, la vendedora de El Sereno, quien se encontraba plantada en su sitio habitual, o sea, debajo de su balcón, en la calle de la Libertad, junto a la entrada del bar La Dehesa. -Tú eres amiga de los Levi, ¿no? -¿Cómo lo sabes? -Nosotros sabemos todo lo que ocurre en este país en general y en esta ciudad en particular. Dile a Rubén Levi que en la primera página del número de mañana del periódico Nuestra Nación saldrá un comunicado en el que se notifica que su hija, Ainara, no pertenecía a la Organización. Díselo. -¿Qué periódico es ese? -¿No has leído nunca Nuestra Nación? -No he tenido el gusto. -Pues ya va siendo hora de que lo tengas. Se trata del mejor periódico de este país. -¿Cómo se lo digo? Ignoro dónde vive. Tampoco sé su número de teléfono. -Yo sí lo sé. No obstante, si te apresuras, puedes encontrarle ahora mismo en la librería Libre Albedrío. Es suya y está en el casco viejo de la ciudad. -¿Quién firma ese comunicado? -¿Quién va a ser, imbécil? Pues la Organización. -Oye, tú, sin insultar. -Está bien. Disculpa. ¿Se lo dirás? -Se lo diré. ¿Por qué hace esto? De cualquier forma, el padre de Ainara se enterará mañana. -Preferimos que se entere antes que otros. -¿Por qué? -Porque lo preferimos, y punto. -¿Y por qué no le llama usted por teléfono y se lo dice? -Porque queremos que lo hagas tú. Así de sencillo. -¿Y si me niego? -Allá tú. El hombre barbudo extrajo del bolsillo trasero del pantalón un plano de la ciudad y le indicó a Encarna exactamente dónde se encontraba Libre Albedrío. Aunque no había vendido todavía los cuarenta periódicos preceptivos, Encarna se dirigió a la librería a grandes zancadas. Sin embargo, cien metros más adelante, se detuvo de pronto, y, tras recorrer mentalmente la distancia que le separaba de Libre Albedrío, llegó a la conclusión de que, por muy ligera que caminase, tardaría más de un cuarto de hora en llegar a su destino. Así que, sobre la marcha, decidió coger un taxi, aunque éste le costara casi la mitad de lo que le reportarían las comisiones de los periódicos vendidos durante las horas previas. Las buenas nuevas hay que darlas cuanto antes. Rubén acogió la noticia con una alegría contenida. Se fiaba de Encarna, pero no de la fuente informativa. Por eso, en previsión de que fuese una broma de mal gusto, decidió comunicársela sólo a su hermana. Ésta recibió la primicia informativa con menos suspicacias que su hermano. Algo dentro de ella le aseguró que se trataba de la verdad de Ainara. -Intuyo que el informador de Encarna pertenecía a la Organización. -Es probable. ¿Por qué lo harán, Sara? -Porque tu indomable tenacidad no les ha dejado otra opción. Ainara podrá descansar en paz, Rubén, dentro de unas horas, ya lo verás. -¿Aceptará la opinión pública el comunicado de la Organización? -Estoy segura de que sí. -La palabra de un padre no se la cree casi nadie; la de una banda terrorista, sí. El mundo anda de cabeza. -Y cuesta abajo. -Hacia lo más profundo del abismo. A las ocho menos cuarto de la mañana, Rubén compró un ejemplar de Nuestra Nación en un quiosco de prensa próximo a la calle de la Montaña. No se atrevió a ojear la primera página hasta sentarse en el banco de una plazoleta situada a unos doscientos metros de Libre Albedrío. Alzó la vista al cielo, pronunció para sus adentros el nombre de su hija con el corazón al galope tendido, bajó los ojos lentamente hacia la portada del periódico… y en un recuadro, en la parte inferior derecha, un titular rezaba así: “Ainara Levi no pertenecía a la Organización”. Rubén leyó, en unos segundos, el escueto texto que acompañaba al título: “Según un comunicado hecho público ayer por la Organización, Ainara Levi, la muchacha judía muerta en la explosión del Barrio Azul, no formaba parte de ninguno de sus comandos, ni legales ni ilegales.” Rubén rasgó con cuidado la primera página del periódico, depositó el resto en un contenedor de papel y se dirigió a Libre Albedrío embargado por encontradas emociones: el alivio se superponía a la rabia, la rabia al alivio, un alivio rabioso, una rabia aliviada. Una hora y media más tarde, Alicia irrumpió en la librería y se arrojó en los brazos de Rubén. -¡Lo sabía, Rubén, lo sabía! –le dijo la mujer antes de estamparle un sonoro beso en la mejilla. Un beso casto, pero que a Rubén le supo muy diferente de los muchos besos que había recibido en las mejillas a lo largo de su existencia. En los siguientes minutos, el teléfono de Libre Albedrío no dejó de sonar. Los que se denominaban a sí mismos amigos de Rubén volvían de su retiro. -¿Puedes quedarte un rato en la librería, Alicia? -¿Atendiendo a los clientes? -¿Por qué no? -¿Adónde vas? -A casa, pero he de pasar antes por una tienda de música. -¿Vas a comprar algún disco? -Sí. Espero encontrar lo que busco. -¿Cuál buscas? Tal vez lo tenga yo. -Las “Cuatro Estaciones” de Vivaldi, ahí se encuentra la primavera que busco. -Hace unos meses, compré una colección de discos de música clásica, seguro que está entre ellos. -Gracias, Alicia, pero prefiero comprarlo. Pasaré por la tienda de discos. -¿Te llevo? He aparcado el coche en la esquina, a unos veinte metros de aquí. Rubén se lo pensó unos segundos, sólo unos segundos. -De acuerdo. Cerraré la librería. -Pon un letrero diciendo que vuelves enseguida. -Buena idea, lo colocaré en la luna del escaparate, bajo el comunicado de la banda terrorista. Pero no volveré enseguida, la librería permanecerá cerrada hasta pasado mañana. ¿Tienes algo que hacer en las próximas cuarenta y ocho horas? -Sí, pero podría aplazarlo. -¿Te animas a emprender un viaje a la costa mediterránea? Eso será inmediatamente después de que visitemos el parque de La Amistad. He de cumplir la última voluntad de mi hija. -Por supuesto. Ya estoy animada. -Vayamos primero a la casa de discos. -¿Dónde está la tienda? -En la calle de la Montaña, a escasos metros de mi casa, hay una que se llama Música Azul, es de las pocas que quedan en Villa del Norte. Me gustaría ir a esa. -Música azul para la verdad de Ainara. Vamos para allá. Una vez que pegaron el letrero y el recorte del periódico en el cristal de la puerta de entrada de Libre Albedrío, antes de bajar la persiana, Rubén posó la mano en el hombro de la periodista, como acuciado por una apremiante necesidad. -¿Puedo pedirte un favor, Alicia? -Uno y ciento. -Eres bastante más joven que yo, y te queda mucha vida por delante... Me tranquilizaría saber que, cuando yo me vaya al otro mundo, aquí, en Villa del Norte, alguien se encargará de mantener vivos los recuerdos de Ainara. -No tengo muchos recuerdos de ella, Rubén. -Ya los tendrás, Alicia. Te lo prometo. -Si te sobrevivo, Rubén, Ainara también te sobrevivirá. Te doy mi palabra. -Gracias, Alicia. Un cuarto de hora más tarde, Alicia detuvo el coche frente a Música Azul. -Vuelvo enseguida. A los dos minutos, Rubén salió de la tienda con una bolsa pequeña en la mano. -¿Te espero, o subo contigo? –le preguntó Alicia, quien se había bajado del coche. -Prefiero que me esperes aquí. No tardaré mucho. Cuando se disponía a girar sobre sus talones, la mano de Alicia aferró la suya. -Sin amor no se puede vivir, Rubén. -No, no se puede –repitió él sosteniendo la luminosa mirada de la mujer. -Sin amor, no. Rubén encendió la luz del pasillo de su casa, entró en la habitación de Ainara, sacó el cedé de la bolsa, lo introdujo en el reproductor, y la primavera de Vivaldi se extendió por el hogar de los Levi. Una primavera nostálgica, pero llena de Ainara, de la grandeza de su verdad. El hombre, sentado en la cama, frente al Guernica de Picasso, empezó a sollozar. Cuando no le quedó ni una lágrima por derramar, diez minutos más tarde, Rubén cogió la urna con las cenizas y salió de casa. En el portal, con los restos de Ainara contra el pecho, cerca del corazón, alzó la vista al cielo. -Descansa en paz, hija mía. FIN TEXTO DE LA CONTRAPORTADA Un coche en el que viajan dos hombres y una muchacha estalla en un barrio de Villa del Norte. De inmediato, la opinión pública, espoleada por la prensa, atribuye a los tres ocupantes su pertenencia a la banda terrorista conocida como la ‘Organización’. El padre de la joven muerta en el siniestro, Rubén Levi, un librero de ascendientes judíos, batallará contra tirios y troyanos para demostrar que su hija, Ainara, no era una terrorista. Con el telón de fondo de una sociedad fragmentada en dos bandos aparentemente irreconciliables: independentistas y estatales, será Rubén el que deberá demostrar que su hija no era una terrorista. Las evidencias apuntan en sentido contrario, pero el librero no se dará por vencido. Nadie conocía a su hija mejor que él. No estará sólo en su desesperada lucha. Una periodista, Alicia Ramos, admirada por el coraje del padre judío, recuperará la dignidad perdida mientras ayuda a Rubén a encontrar la verdad de Ainara. Un viaje luminoso al corazón del dolor. “Salvador Robles posee una indiscutible habilidad para transformar las dualidades en un todo armónico que lleva de la mano al lector por derroteros sorprendentes, sumergiéndolo de lleno en una historia, que es, dentro de la tragedia, un canto de amor” (Liliana Cristina García, poeta argentina)

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